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34. Mi capitán Trueno

Trini Pestaña Yáñez

 

Querido primo Luis:

Después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que debo confesarte mis sentimientos en esta carta que dudo si al ponerle el punto y final tendré el valor suficiente para enviártela. Te quiero, Luis. Te amo desde siempre. Ya está dicho.

Sé que mis palabras te parecerán más que una estupidez, una locura, y también sé que te estarás preguntando qué es lo que pretendo, qué es lo que espero al declararte mi amor. A este respecto te diré que no espero nada, que no pretendo que me correspondas porque eso sería impensable entre tú y yo, pero creo que descubrirte lo que siento por ti, es lo más honesto por mi parte. Conociéndote como te conozco, creo que tú hubieras hecho lo mismo. También, y puestos a ser sinceros, he de decirte que, al descubrirte mis sentimientos, me he aligerado de la pesada mochila que llevaba colgada desde nuestra niñez y del agobio que me machaca a diario y a todas horas. Dicen que cada cual lleva dentro de sí un esqueleto y el mío estaba pugnando por salir al exterior.

Porque han tenido que pasar los años para que yo comprendiera que esas ansias por complacerte, que mi sumisión, que mi servilismo y mi entrega hacia ti, que ese revoloteo de mariposas que me bailaban en el estómago cuando estábamos juntos, más que el cariño lógico que otorgaban los lazos de sangre, era amor. Es amor.

Tú admitías esa entrega como la cosa más natural del mundo. Y yo, como la cosa más natural del mundo, te encaramé al rango de los capitanes. Y no me importaba cuando me exigías y me ordenabas, antes, al contrario. Con gusto cumplía tus órdenes y ahora sé, con toda seguridad, que cuando a ti se te antojaba hacer diana con tu tirachinas en los cristales de las ventanas de los vecinos y yo me adjudicaba las culpas y los castigos, era porque te amaba. Y para tu capricho de niño consentido, rompía yo mi hucha para comprarte tus cromos y tus caramelos preferidos y era yo quien robaba para ti las manzanas del puesto de frutas del mercado y era yo, perenne ángel de tu guarda, quien restañaba tus heridas tras aquellas batallas en las que sintiéndote el Capitán Trueno de los tebeos que devorabas tan pronto como aprendiste a leer, te dirimías a pedrada limpia con los otros niños del barrio.

Y así, tú ordenando y yo cumpliendo sin rechistar los mandatos de un aguerrido y déspota Capitán Trueno, transcurrió nuestra infancia, y cuando entramos en la adolescencia, era yo, siempre yo, quien sustraía para ti los cigarrillos de mi padre y era a mí a quien confiabas el secreto de tus primeros escarceos amorosos y era yo quien sufría al verte rodeado de las chicas, colegialas de uniforme de “La Divina Pastora” que te adulaban y te perseguían tal que fueras un cantante famoso.

Tiempo después, tus padres se marcharon de Martos y se instalaron en Madrid, en busca de una vida mejor, con más posibilidades para que su único hijo se hiciera un hombre de provecho. Te marchaste y yo me quedé en el pueblo, asumiendo a duras penas tu marcha, luchando con el abatimiento y ayudando a mi padre en las tareas de su huerta y en esos campos repletos de viejos olivos que él heredó de su padre y que yo heredaría de él algún día.

En ese destino impuesto en el que no tuve ni voz ni voto, día tras día, mi padre se empeñaba en descubrirme los secretos que todo buen labrador marteño debe conocer con el fin de obtener, -si la lluvia, el calor o las heladas lo tenían a bien- una buena cosecha de patatas, de tomates, de pimientos o de aceitunas. Te confieso que llegué a odiar a las patatas, a los tomates y a esos olivos que él amaba tanto y a los que se dedicaba en cuerpo y alma. Y odiaba su parquedad en palabras y en amigos, su conformismo y su carácter sumiso porque yo era su fiel reflejo.

Odiosa huerta, con la que mi padre mantenía una estrecha relación y odiosa la época de recolección de la aceituna, donde me recuerdo, aterido de frío, colocando los lienzos alrededor del olivo, vareando con una piqueta demasiado grande y pesada para mis endebles brazos de adolescente o transportando, entre los dos, las espuertas llenas, pletóricas de aceitunas negras, moraínas y algunas aún verdes, hasta un claro entre los olivos, el lugar exacto en el que mi padre colocaba “la limpia”, aquel artilugio de tosca madera y metalizado en su centro –un colador gigante, como yo le llamaba- donde las aceitunas descendían veloces a la espuerta, en la que yo, arrodillado junto a ella, me esmeraba, sin conseguirlo del todo, en retirar las piedrecitas o las ramas para después, llenar un saco tras otro y, uno tras otro, subirlos al remolque de su Land Rover y llevarlos al Molino. Un trabajo arduo y laborioso que me hacía desear la hora en la que mi progenitor, mirando su reloj, gritara aquella frase tan suya de: “mañana será otro día”, dando así por finalizado el trabajo de la recogida de la aceituna hasta el día siguiente, en que había que comenzar de nuevo el proceso en nuestro exiguo “tajo”, ya que mi padre, asegurando que no le compensaba, se negaba a contratar a ningún jornalero de los muchos que esperaban en La Plaza del Generalísimo a ser contratados. Yo me desesperaba y me bullía la sangre, y lloraba a escondidas por tener que levantarme al amanecer y con el sueño todavía enredado en las pestañas, dar comienzo a aquellas jornadas duras e interminables. Pero, aunque lo pensé, nunca me rebelé, nunca le dije a mi padre que ese trabajo no estaba hecho para mí, que yo odiaba su huerta y sus campos de olivares, nunca le expuse mis preferencias ni mis gustos ni mis aficiones, pues yo no sabía por dónde tirar, qué camino escoger, qué hacer con mi vida. Lo único que tenía claro es que no quería estudiar. Tal vez si mi madre no hubiese fallecido al poco de nacer yo, las cosas hubieran sido distintas y ella sí que me habría aconsejado y ayudado a desenredar la madeja que yo tenía en la mente y que no me dejaba pensar con claridad. Ella habría entendido aquel runrún, aquel nudo que me ataba por dentro y que estaba deseando desatarse. Mi madre hubiera entendido que lo que realmente me atraía, era la peluquería que, en los bajos de su casa, tenía instalada la tía Juana, la hermana pequeña de nuestras respectivas madres y a la que me escapaba al volver del campo. Me subyugaba el trabajo de Juana, su pericia con las tijeras y con los rulos, la meticulosidad que desplegaba con sus manos de uñas esmaltadas en rojo brillante, su maestría con la mezcla de los tintes, las permanentes y los cardados que le demandaban sus clientas.

Sospecho que fue la misma tía Juana la que habló con mi padre acerca de mi futuro. Sea como fuere, un buen día mi padre me sorprendió con la noticia de que me había inscrito en un centro de enseñanza de peluquería en Jaén, eximiéndome al fin del destino que él mismo me había impuesto. No supe qué decir y reaccioné abrazándolo muy fuerte. Y un mundo nuevo y sin estrenar se abrió ante mí. Para mis imberbes catorce años, el solo hecho de ir y volver en autobús me parecía una reconfortante aventura que hacía sentirme libre y feliz.

Una aventura que, tras tres años de aprendizaje me abrió las puertas de un afamado salón de peluquería en el mismo centro de Jaén donde poner en práctica lo aprendido. Y, sin embargo, el fantástico augurio que ese oficio me deparaba, se quedó, parafraseando a mi padre, en agua de borrajas. Quiero decir que me cansé, o me aburrí, o ambas cosas a la vez. No sé a ciencia cierta qué fue lo que me sucedió aquel día para decidir que ya no deseaba viajar a la ciudad, llegar al salón, vestirme el uniforme y enfrentarme a las clientas. Mi padre acogió mi decisión sin emitir ningún reproche, hecho que le agradecí. A la mañana siguiente, me desperté al amanecer, antes incluso de que sonara el despertador. La época de recolección de aceituna estaba dando comienzo y mi padre ya estaba en la cocina, preparándose el desayuno e introduciendo su almuerzo en la talega. Me quedé mirándolo y a la mortecina luz de la lámpara del techo me pareció que estaba envejeciendo muy deprisa. Se despidió con un lacónico hasta luego y salió a la calle y al frío amanecer de principios de noviembre. Y un pensamiento cruzó mi cerebro como una flecha y corrí al garaje. Voy contigo, papá –le dije. Él me sonrió y asintió varias veces con la cabeza mientras llenaba el remolque de su destartalado Land-Rover con las espuertas, los lienzos, las piquetas y los demás enseres que eran necesarios para la recolección. Y te puedo decir que ese amanecer fue el verdadero comienzo de mi futuro como labrador y hortelano. Nunca me he arrepentido de aquella decisión porque la elegí yo, y nunca más me importó levantarme temprano y llegar a la huerta y escarbar, desalojar las malas hierbas, regar, hacer surcos, cuidar de los tomates, o de las cebolletas y esperar, con inusitadas ansias, el comienzo de la temporada de la recolección de la aceituna. Y así, aprendiendo a amar la grandeza de la tierra, que nos surtía de todo lo necesario, dialogando con ella en un reconfortante tuteo, comprendí a mi padre.

Pero yo seguía pensando en ti y añorando con obsesión tu vuelta al pueblo, e intuía que esa añoranza no entraba dentro de lo normal. Tú eras mi primo y yo te quería como tal. Pero sentía que dentro de mí había algo más. Quiero decir que sospechaba lo que me estaba pasando y sin embargo, mi cobardía me impedía admitirlo. Supongo que era más grato alimentarme de tu recuerdo que afrontar mi verdad. Y de esa manera, librando mi perenne, particular batalla, transcurrían mis días hasta que, por Navidad, tú regresabas al pueblo y en mi pecho se volvía a desatar el dulce cosquilleo, la alegría por verte junto a la muda incógnita a la que me negaba a asignarle nombre, a darle cabida.

Llegabas con tu acento de los madriles, con tu mundología y tu desparpajo, con tus pantalones de campana y tu melena a lo Camilo Sexto, dispuesto, sin tú mismo ser consciente de ello, a seguir siendo mi centro, mi guía y mi todo, el Capitán Trueno que ordenaba a qué juego jugar o adónde deberíamos ir para asegurarnos la diversión. Una diversión hecha a tu medida, y en la que solo te divertías tú, pues yo seguía sufriendo al verte rodeado de un séquito de chicas que morían por tu pelo rubio y tus ojos azules, que te reían tus gracietas y tus chistes. Acabada la Navidad, te marchabas de nuevo y yo me aislaba en mi mundo hortelano, cerrando mis puertas a todo lo que no fuera tu recuerdo.

Pero ayer los acontecimientos me hicieron afrontar mi identidad de una vez por todas. Y la verdad, mi verdad, se impuso ante mí en toda su crudeza y no me quedó otra que admitirla y otorgarle certificado de autenticidad. Por mi padre supe que habías vuelto al pueblo. Traías el diploma que te catalogaba como abogado y te acompañaba una bonita muchacha que a todos se la presentabas como tu futura esposa. Yo demoré nuestro encuentro todo lo que puede y fuiste tú el que llamaste a la puerta de casa, educadamente le cediste el paso a tu novia y con un reproche sonoro: “es que ya no te acuerdas de tu primo”, me abrazaste. Tal vez yo te retuve contra mi pecho unos cuantos segundos más de lo que se le supone a un abrazo entre primos. No sé a ciencia cierta lo que pasó. Lo que sí sé es que, por encima de tu hombro, la mirada burlona, la sonrisita sarcástica de tu novia, hizo que me sintiera desnudo. La verdad, mi más recóndita verdad, esa que yo había tratado de ocultar a los demás y me había escatimado a mí mismo, a ella le bastó solo unos segundos para descubrirla. Para aquella chica, mi orientación sexual estaba más clara que el agua y, sin acertar a articular palabra, me sumí en un silencio cerril y molesto. Fuiste tú el que lo rompió y tú el que me adjudicaste el sitio que me correspondía, cuando, dirigiéndote a tu novia, exclamaste risueño: “Lorena, te presento a mi primo José Antonio.”

 

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