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32. Niña, guitarra y olivo

Silvana Petrinovic

 

Corría el tercer año de pandemia del siglo XXI. La enfermedad tocaba las puertas de los hogares por todo el planeta, sin distinciones.

La vibración del dispositivo le notificaba un mensaje nuevo. En efecto, era un correo con membrete de la provincia de La Rioja, Argentina, en el cual la invitaban a realizar un concierto de guitarra solista, con repertorio americano como preferencia, en el Centro Cultural de Aimogasta, al que debería asistir con protocolos de pandemia. Al pie de la carta de invitación, un adjunto rezaba con mayúsculas la frase “Contrato para la firma”.

Algo en su pecho cobró vida cuando observó la procedencia de la esquela. Amante de los desafíos, decidió –sin dar muchas vueltas– aceptar la invitación y averiguar de qué se trataba aquel vaticinio.

Escudriñó el repertorio americano que le pedían, lo clasificó obra por obra, encordó una de las guitarras más queridas y mandó el contrato firmado a La Rioja. Al hacer clic en el envío, el “algo” que burbujeaba en su estómago tomó forma; el asunto olía a aceite de oliva, tormenta y catástrofe.

Durante los días previos al viaje a Aimogasta, revisó cada celda de su memoria mientras practicaba arpegios y sus dedos corrían prestos sobre el diapasón. Paso a paso, en cada ejercicio que estimulaba la magia de la psicomotricidad fina, se abría camino un recuerdo borroso que había tenido lugar mucho tiempo atrás, una noche de verano al inicio de la década de los años setenta. Esas historias dormidas que duelen recordar, volvían…

La tragedia oculta entre las nieblas de los recuerdos estiraba sus brazos para llevarla a aquella infausta noche tormentosa.

 

 

En la década de 1970, la Argentina vivía sin lugar a duda uno de los períodos más oscuros y convulsionados.

Su padre conocía las movilizaciones populares, estudiantiles, sindicales y, sobre todo, las acciones de grupos armados de izquierda y derecha, pero estaba dispuesto a no claudicar de las vacaciones familiares.

Pasadas las fiestas de fin de año, cargaron el auto rural con los pertrechos de camping: las carpas, mochilas, catres, cocina, provisiones de alimentos, luces de noche, bolsas de dormir y cajas de repuestos. Cada bulto se aseguraba en el techo del vehículo con redes y sogas plásticas. Era un armado casi perfecto que llevaba al menos dos días de estrategia desgastante para el grupo familiar.

Una vez todo cargado, después de unas pocas horas de sueño henchido de adrenalina, comenzó el viaje desde las sierras de Córdoba por la ruta nacional 60 rumbo a Aimogasta, La Rioja, que sería la primera parada, por demás esencial, pues nada evitaría el abastecimiento de las maravillosas aceitunas riojanas, pero sobre todo del aceite de oliva, que ya tenía un lugar especial en la bodega del auto rural. Después de aprovisionarse de las delicias olivareras anuales, continuarían el rally por más de mil novecientos kilómetros con destino final San Carlos de Bariloche, donde los paisajes patagónicos se visten de árboles añosos. La Cordillera de los Andes se funde en un intenso color azul y blanco que la hermana  con los lagos más bellos del planeta.

 

Volvamos a Aimogasta, que está ubicada al norte de la Rioja y es uno de los centros de cultivo de aceitunas más importante de la Argentina, en sus valles se produce una variedad única en el mundo que se llama “Arauco”. Esta variedad encontró aquí la geografía adecuada para su desarrollo, se las cosecha verdes y también maduras.

 

El viaje, de unos quinientos kilómetros, fue pesado y caluroso, en aquellos años los coches no tenían aire acondicionado. Debido al peso y al volumen de los bultos en el portaequipaje, la rural rodaba a una velocidad media. Así llegaron a la primera parada del circuito, con el ardor del verano riojano metido en las venas y la necesidad de armar el campamento lo antes posible para poder descansar.

El lugar geográfico destinado para el armado del campamento lo indicó el personal de la oficina de turismo, como ya hemos mencionado, no eran tiempos de paz y todo debía tener una autorización previa.

La familia se encaminó al parque de descanso en compañía del oficial del destacamento militar del lugar. El lugar destinado a los campistas ofrecía una pequeña acequia por donde corría agua fresca para el riego, árboles añosos que convidaban sombra suficiente por si el grupo debía permanecer un par de días. Un piso arcilloso recibió las estacas que sostenían los parantes, vientos y lonas de la carpa, que tuvieron que clavar con rudeza y a mazazos, pues es una zona geográfica con pocas precipitaciones anuales.

Una vez en pie la gran carpa blanca, decidieron no armar los catres y pernoctar en las colchonetas, directo sobre el suelo de lona, que parecía ofrecer un poco más de fresco en aquella tarde infernal riojana.

El grupo estaba conformado por madre, padre, hijo menor, hija mayor y un amigo de los padres que solía salir de aventuras con el grupo, con el que los niños no simpatizaban.

Las mujeres prepararon la mesa al amparo de los grandes árboles y los hombres cocinaron en el disco de arado una deliciosa cena de vegetales y legumbres.

Después de cenar, tomaron una ducha campestre rápida con agua extraída de la acequia. El cansancio los cacheteó y uno por uno fueron ocupando sus lugares en la carpa de campaña, se desplomaron sobre las colchonetas con fragancia al jabón de la última lavada en casa.

La noche llegó silenciosa, demasiado callada para una noche de verano.

El padre salió a encender un farol que lo hiciera sentir un poco más tranquilo. En aquellos años tremendos, la guerrilla se mezclaba con las fuerzas armadas, nadie sabía a ciencia cierta quiénes eran los malos. Además, el jefe de familia llevaba la carga pesada de su obsesión por los viajes; la incertidumbre de que tal vez no era el mejor momento para andar rodando con los niños lo atormentaba.

Cansado de tantos pensamientos negativos se metió en la carpa y entregó su conciencia al sueño. Apenas dormido, una vibración lo alertó; su oído, acostumbrado a los tiros de canteras, movimientos de tierra y rocas, lo puso en guardia.

¡Estaba por ocurrir una catástrofe!

Salió de la carpa y apoyó la oreja contra el suelo arcilloso, segundos que fueron suficientes para despertar a la familia y al amigo con gritos de terror.

Le ordenó a la niña que llevara lo más importante de sus pertenencias y que cuidara de su madre “pase lo que pase, no la abandones”, le dijo.

¡Busquen lo importante y corran todos hacia los olivos, ya!”, gritaba el hombre.

Sin pensarlo dos veces, y conociendo a su esposo como lo conocía, la madre no tuvo duda de que estaba por ocurrir lo peor. Rescató la valijita de médico que llevaba siempre en los viajes, en ella guardaba lo imprescindible para las urgencias: cintas, agujas, anestesia, bisturí, elementos de sutura y medicamentos. Se unió al amigo y a la niña. El hombre llevaba un poncho, la madre su caja de médica y la niña su guitarra. Marcharon rodeados de truenos y relámpagos que anunciaban presagios. Un rugido avanzaba hacia ellos a manera de un batallón de infantería pesada que los aterrorizaba a cada paso. La niña sujetó el estuche de su guitarra y logró girar el cuerpo para hablar con el padre que había quedado retrasado con el hermanito, pero ¡no estaban!

Resultó que a último momento el padre decidió dar arranque al auto rural para llevarlo a la ruta y salvarlo de la creciente que se anunciaba por el cañadón que hacía las veces de parque de descanso. Aquella fue la última vez que lo vio, porque una pared de agua y lodo avanzaba hacia ellos dejando al grupo dividido, el rugido se transformó en una muralla de agua de dimensiones espectaculares.

Corrieron hacia los olivos que se retorcían sobre una elevación del terreno, a simple vista parecía ser el lugar más alto. Los rayos caían sobre algunos de los árboles dejándolos partidos en trozos arrancados de sus sitios por la corriente de agua que bramaba y desataba miedos a su paso.

La madre hablaba con el amigo proyectando una salida inexistente, la pobre mujer estaba segura de que el espejo de agua que rodeaba al olivar era una superficie plana por donde transitar y de esa manera llegar hasta el auto que, según ella, cobijaba a los rezagados. Ante la insistencia de la mujer, el hombre se aventuró a bajar del monte de olivos, un rayo iluminó su marcha torpe a los tropezones con el poncho empapado que hacía de peso nefasto sobre su cuerpo gordo. Cuando el próximo rayo iluminó el trayecto, el hombre y el poncho habían desaparecido. La corriente los devoró con su boca de espuma sucia de barros arrastrados desde el nacimiento mismo del corazón de la Tierra.

La madre seguía con el convencimiento de que aquel era el lugar por donde descender y que dejaría el maletín en manos de la adolescente para volver pronto a buscarlo, después de que encontrara a su hijo menor, al marido y al amigo. Fue aquel el momento exacto en que la niña tomó la decisión de atar a mamá al olivo con la correa que hacía de sostén para el estuche musical. Amarró al árbol uno de los brazos de aquella mujer que había perdido la cabeza por completo.  Descarriada en llanto la pequeña le suplicaba el perdón, no la dejaría ahogarse en la correntada, había hecho la promesa de cuidar de mamá y la cumpliría así fuera con la vida misma.

La mujer hablaba y gritaba incongruencias, el agua subía sin tregua y faltaban pocos metros para que las alcanzara la espuma.

El olivo que sostenía a la mujercita le ofreció su centro para hospedarla y allí se trepó, abrazada al estuche mojado de la guitarra que era en aquel momento el tesoro más valorado de su vida.

Allí estaba, sin padre ni hermano; y un hombre al que nunca quiso había sido devorado por las aguas infinitas de la creciente. Como si fuera poco, su madre deliraba incongruencias atada con una correa al olivo vecino. La vida se había transformado en segundos iluminados por los truenos y relámpagos que, en lugar de traerle seguridad, la atormentaban con visiones de terneros y vacas desesperados que intentaban salir de la corriente con gritos de terror, para desaparecer después bajo las aguas oscuras que no detenían su ascenso.

El olivo la protegió mientras vaciaba el contenido de su estómago con intervalos de llanto desesperado. Niña, guitarra y olivo se fundieron en un abrazo que duró lo suficiente para esperar el amanecer y darse fortaleza entre los tres.

Cuando la claridad llegó, pequeñas aceitunas recorrieron aquel rostro infantil poblado de rulos endurecidos de barro y lluvia; con suavidad, rozaron la espalda adolorida, mientras  la mujercita era envuelta por las ramas del árbol milagroso. El olivo le dio la fuerza para enfrentar la luz de la mañana. Los troncos se abrieron para mostrarle el suelo pegajoso, ayudándola a afirmarse con los pies descalzos.

Escuchó una sirena como de bomberos o ambulancias; intentaba no patinar en el lodo cuando decidió buscar a su madre que estaba dormida entre las ramas del olivo vecino abrazada a su caja de primeros auxilios.

El agua descendió con la rapidez que había crecido. Ceñida al estuche, que nunca abandonó, le dio las gracias al olivo. Caminó unos pasos de la mano de su madre, que seguía perdida. En efecto, no muy lejos del lugar, varias sirenas aullaban. Con la fibra juvenil que  quedaba en su interior pidió ayuda a los gritos. Varios bomberos con camillas vinieron a rescatarlas, pero la niña se negó a ser transportada de esa manera. Los camilleros metieron a la mujer dentro de una ambulancia y  tuvo el deseo  de gritar, pero no lo hizo. Voces de hombres y mujeres le hablaban a la misma vez, todo daba vueltas infinitas…

De pronto, un silbido familiar fue lo único que la hizo volver al mundo real; levantó la vista a pesar de la hinchazón de los párpados pegados por el barro y a lo lejos pudo ver el auto rural. Siguió el derrotero del silbido…

¡Era su padre! ¡Con el niño enganchado en la espalda!

Le gritaba como poseído. La niña se abrió camino entre los troncos de árboles desgajados y trozos de lona blanca enganchadas en terneros muertos para refugiarse en los brazos paternos y volver a la vida…

 

Han pasado muchos años desde aquella catástrofe que quedó inmersa en los rincones del olvido, aliado poderoso que protege nuestras mentes de fantasmas y terrores.

La década del 70 se ha ido junto con el siglo XX.

 

El presente le ofrecía un convite mágico, que ella  aceptó.

Al llegar a La Rioja, como siempre pasa después de mucho tiempo, todo había cambiado. En la entrada del hotel la recibió la publicidad del concierto con su foto. Un banner ilustrado con olivares anunciaba al visitante que Aimogasta se caracteriza por la actividad agrícola, el turismo, por ser el mayor productor provincial de aceituna, y aceite de oliva de la Argentina. Universidades y centros de recreación exhiben sus bellezas. En la localidad de Arauco hay un olivo centenario precedido por un cartel que reza “Olivo fundador de la olivicultura argentina, plantado en el siglo XVII”. En un folleto más pequeño encontró parte de la historia que revisó con cuidado y explicaba que en el año 1870, el rey de España, Carlos III, mandó talar todos los olivos ubicados en  aquella zona geográfica porque sus aceitunas competían con las españolas. Ese añoso ejemplar es uno de los pocos sobrevivientes y ha sido declarado monumento nacional, además de ser el “abuelo” de las cepas de las aceitunas riojanas.

 

En la suite del hotel encontró la tranquilidad necesaria para revisar las obras que interpretaría en la velada musical.

El concierto fue un éxito.

Había aceptado la invitación sin dudar a pesar de las restricciones de la pandemia. Interpretó el repertorio elegido con serenidad y aplomo, bendecida por los años que llenan el cuerpo de arrugas sabias, marcas de guerras ganadas y algunas perdidas.

A la mañana siguiente pidió un auto y se dirigió a la zona de olivares, cargó el estuche, llamó a su niña interior y partió al monte de los olivos.

Reconoció el lugar y escuchó el miedo que trepaba por sus venas una vez más. La soledad la embargó con espumas de crecientes borrascosas y aullidos de muerte. Cargó el estuche, que por alguna razón pesaba más de lo debido y caminó en ascenso forzado hacia los olivos. El corazón cansado palpitaba en su pecho con un ritmo raro, no obstante, el esfuerzo de llegar al olivar valía la pena.

El nudo del dolor arrinconado en su memoria salió expulsado junto con un aire mustio que habitaba en sus pulmones para disolverse en el cielo azul de aquel paraje olvidado, que la observaba sin prejuicios ni condenas. Lágrimas lavadoras rodaban por el rostro avejentado, a la vez que una paz reveladora la invadía de a poco. Buscó refugio en el aroma de aceitunas verdes; esas, que acarician la piel y el alma.

Como aquella noche de los años setenta, al fundirse con el olivo encontró que su huella humana era semejante a la del árbol que la cobijaba. Acomodó el estuche de su compañera de vida y cerró los ojos…

Árbol, guitarra y mujer en completa armonía.

 

¡El silbido amado la llamaba otra vez desde la otra orilla!

La tormenta de la vida había pasado…

 

Días después, los diarios argentinos anunciaban en sus primeras planas el trágico deceso de la concertista de guitarra en los olivares aimogasteños.

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