
31. La prisionera del cortijo Chaparro
Marchena cruzó la tapia que rodeaba al cortijo cabeceando sobre su caballo. A pesar de su estado de embriaguez escrutaba con interés las sombras de los olivos que a esas horas tan tempranas de la mañana, se proyectaban sobre las encaladas paredes blancas del cortijo. Entre tumbo y tumbo, regurgitaba los últimos tragos de “valdepeñas” de la tasca del tío Ambrosio. Otro hombre en su lugar temería las regañinas de su esposa. No era su caso. Desde el primer día había doblegado a la ignorante, frágil y sumisa Teresa sin apenas dificultad, “porque así era, porque así se había hecho siempre y porque así tenía que ser”, consiguiendo hacer de ella la más abnegada y sumisa de las esposas. Eructó y se enderezó de nuevo sobre su caballo. Los párpados amenazaban con caer pesados sobre sus ojos, más de repente los abrió como platos intentando dar crédito a la visión fantasmagórica de la sombra que silenciosamente se mecía pendular sobre la fachada del cortijo. Sin apearse del caballo, Marchena se acercó al bulto inerte que proyectaba la sombra, colgado de una rama del olivo centenario junto a la puerta. Lo que parecía un fardo colgante tenía un ropaje que le era de sobra conocido; cuando lo giró, el rostro que descubrió, tétricamente desfigurado, acabó de confirmárselo. Entre las titilantes medias luces del alba, un grito agónico y escalofriante salido de lo más profundo de su garganta recorrió las camadas del denso olivar.
* * *
Entre lágrimas, Teresa manifestó a su madre el nulo interés que mostraba por Manolo, conocido por el sobrenombre de Marchena (no era su apellido). Como muchas de las parejas del pueblo, la relación entre ellos se había forjado en las campañas de recogida de aceituna, dentro de ese ambiente de camaradería tan propicio que proporcionan las labores del olivar. Teresa que había nacido con el siglo, era bonita, pero tenía poco más que brindar: analfabeta y sin patrimonio; sus padres, como tantos otros, creían que su único objetivo –como el de cualquier mujer– debía ser buscar marido.
Marchena no era ninguna joya; venido de un pueblo vecino, se había destacado por su afición al cante y al jolgorio, al juego –en el que parecía ser brillante–, y por su desmedida afición a empinar el codo. Su soltura de lengua, su gracejo natural y su habilidad para encadenar chistes y el empleo de la hipérbole andaluza, también le habían facilitado sus relaciones con el sexo opuesto, aunque la mayoría habían acabado en fiasco. Teresa, muy apegada a su familia, un tanto huraña, carente de vivencias sentimentales y de una timidez casi enfermiza, se había convertido –sin pretenderlo– en el objetivo de Marchena; por su palmito y tal vez -pensando en positivo- por ese principio psicológico, sentido aunque no escrito, de la complementariedad. Las charlas y requiebros bajo el olivo dieron pie a los primeros encuentros en la plaza de Alfonso XIII, dedicada al Rey homónimo (corría el año 1920), recientemente estrenada tras la cesión de varias parcelas por parte de los propios vecinos del pueblo al Ayuntamiento. Plaza multifuncional que se empleaba como mercado de abastos por la mañana, como lugar de esparcimiento para niños y ancianos por la tarde; también para otros festejos, proclamas políticas y actos religiosos. El trayecto desde esa plaza a la iglesia era el comúnmente aprovechado por Marchena para acompañar a Teresa siempre seguidos por su propia madre, alguna vecina o familiar. En esa época, el sistema de “carabinas” era normal y estaba totalmente institucionalizado en la idiosincrasia del pueblo.
Marchena era un hombre de buena planta, requerido bracero, fuerte y sano; pero sus excesos, sus ínfulas, su arrogancia y sus intereses tan primarios y terrenales, nunca consiguieron conquistar el corazón de Teresa que dentro de su sencillez, tenía aspiraciones intelectual y moralmente más elevadas. En sus paseos con Manolo –como ella le llamaba– en los que el simple roce estaba prohibido, nunca consiguió ese dulce efecto del amor que hace a las parejas sentirse atraídas y motivadas. La falta de connivencia, de intereses comunes, de complicidad en definitiva, hacía que los paseos fueran para Teresa largos, tediosos e insustanciales, deseando siempre la pronta finalización de los mismos. Nunca el agraciado físico de Manolo supuso para ella un acicate suficiente. El, en cambio, aunque la conversación de Teresa le fuera poco entretenida, sí que la consideraba pieza a batir, idónea para la consecución de sus objetivos centralizados en la atención del huerto, de los sembrados y de los animales domésticos; en el cuidado de la casa y de la cocina, y –supuestamente– apta para calmar las urgentes necesidades de su entrepierna.
En los casi dos años de relaciones, Teresa intuyó la tempestad desde el primer momento. Nunca acaba bien lo que mal empieza, y en más de una ocasión confió a su madre sus dudas y elucubraciones. Veía en Marchena un hombre violento, insensible y desalmado; hasta consideraba dudosa la protección que pudiese alcanzar a su lado. Su madre era consciente de sus temores, pero consideraba vergonzosa la cancelación de un compromiso ya iniciado y conocido por todos. Para Teresa, probablemente se cerraran las posibilidades de encontrar nuevo pretendiente, aunque ella ya lo tenía pensado y antes que acabar atada a Marchena prefería atarse a Dios, pensado en la posibilidad de meterse a monja de clausura. O sea, que para ella, no era ningún desánimo, ni suponía fracaso alguno, el “quedarse para vestir santos” en el estricto sentido de la palabra. Con este objetivo, el convento de Santa Clara de Alcaudete, rondó siempre por su mente; pero los padres de Teresa, cuya voluntad prevalecía sobre la de ella misma, no veían con buenos ojos este final que ellos consideraban drástico, teniendo en cuenta que, sintiéndose mayores y puesto que el resto de sus hijos había emigrado, Teresa era ahora el único asidero al que agarrarse. Por otro lado, no acababan de aceptar lo que consideraban “falta del sentido del deber” que una mujer decente tenía para con su cónyuge. Los dos coincidían en que la mujer había nacido para cuidar, ayudar y estar al servicio de su marido “porque así siempre había sido”.
Aunque Teresa no mostrase un especial énfasis en la defensa de sus ideas e intereses, lo que sí es cierto es que, no por ser humilde y poco ilustrada, careciera de ellos. De estas ideas tan –supuestamente– avanzadas, los padres culpaban a su nuera Dora, casada con su otro hijo Antonio: era la republicana, la roja de la familia que andaba malmetiendo en el pueblo conceptos de igualdad y solidaridad, novedosos y revolucionarios por aquellos lares. Dorita y Teresa, aparte de cuñadas eran amigas, y los influjos mutuos bastante evidentes. Dora fue la primera que conociendo a Marchena y su comportamiento, alertó a Teresa y la instó a escrutarlo con lupa, y de ser necesario, interrumpir su relación. Según ella, avanzada para su época y contra las ideas de sumisión de sus suegros, una relación que no se establece en términos de igualdad nunca puede llegar a buen término. Así opinaban también Victoria Kent y Clara Campoamor, dos recientes diputadas que, desde los altos estamentos del estado, iban a trabajar por la consecución del voto femenino, algo que Dora nunca habría valorado suficientemente de no ser por los fervientes deseos mostrados en este tema por su padre Ciriaco.
Para los padres de Teresa, Marchena, era simplemente un hombre más, pero eso sí, propietario del pequeño cortijo Chaparro muy próximo a La Bobadilla, tan bien situado que desde él, era fácil divisar diariamente el arco que describe el sol desde su nacimiento por la Sierra Caracolera hasta su puesta áurea sobre las lomas de Villodres. Para un matrimonio de tan escasos recursos, tener una boca menos que mantener, ya era también un alivio. Ni las súplicas de Teresa, ni el apoyo de su cuñada Dora fueron suficientes para doblegar la voluntad de unos padres incapaces de barruntar la tragedia. La ancestral sumisión a la tradición, el miedo al ridículo y al qué dirán de la gente, les hizo anteponerlo todo a la propia felicidad de su hija. Por otro lado, Marchena sintió que debía agilizar la boda, pues a sus propios intereses domésticos en el cortijo, se unía ahora la necesidad de justificar el estado civil de casado, a fin de eludir los alistamientos que se estaban realizando entre los solteros del pueblo para combatir en Marruecos, donde España había emprendido una política expansionista, tal vez queriendo contrarrestar los recientes fracasos en Filipinas, Puerto Rico y Cuba.
Tras el desastre de Annual (1921) y el clima de tensión producido por la creación de nuevos partidos y sindicatos revolucionarios, el general Primo de Rivera tomó las riendas del Estado apoyado por el Rey (1923). Para esa fecha, Marchena y Teresa, ya se habían casado en la pequeña iglesia parroquial de San Isidro Labrador de La Bobadilla. Y puede decirse que los problemas de la pareja, cuyas relaciones íntimas les habían estado, como era habitual, sistemáticamente prohibidas durante el noviazgo, comenzaron a aflorar desde el primer momento de su boda. Teresa, la hasta entonces cortejada, pasó a ser inmediatamente la criada y barragana particular de Marchena y el cortijo Chaparro su prisión y su calvario.
Como era de suponer, el día de la boda, Marchena cogió una impresionante borrachera, y en la noche de bodas, totalmente ajeno a los sentimientos de Teresa y sin ningún tipo de escrúpulos, respeto ni refinamientos, mostró a Teresa toda la crudeza de sus peores instintos. De alguna forma quiso hacerla saber cuáles iban a ser las bases sobre las que se asentaría su futura relación y pensó que debía obviar todo tipo de paños calientes, mostrando la crudeza de sus métodos desde el principio. El gran drama de Teresa fue la constatación, día a día, de que aquella esperpéntica e inenarrable primera noche de bodas, no fue algo puntual debido a una borrachera, sino que iba a ser una violación continua y sistematizada en la que los niveles de excitación y placer de Marchena corrían directamente proporcionales al sufrimiento de Teresa.
Marchena tuvo bien claro desde el principio que debía rentabilizar su inversión matrimonial y mientras, abotargado, cerraba las tascas de La Bobadilla, Alcaudete, Noguerones y sus contornos; su mujer Teresa, a cambio del consabido plato de lentejas, atendía el cortijo en una incesante actividad, alternando las labores caseras con el cuidado de animales domésticos, atención del huerto y sembrados, almacenaje de paja, cereales, leña y forraje. En fin, quedaban a su cargo todas las actividades inherentes al campo. Algún rato de asueto a la sombra del olivo centenario junto a la puerta, era el único descanso que podía permitirse, siempre que Marchena no estuviera presente. La llegada de la noche se convertía para Teresa en un infierno cuando, tras la cena, se veía obligada a atender en la cama los caprichos de Marchena que día tras día, maloliente y borracho, implacable en sus vejaciones, la sometía a cada vez más novedosas, crueles y bochornosas excentricidades. Apenas si había pasado un año desde la boda y Teresa ya estaba llena de hematomas, moratones y todo tipo de magulladuras, unas producidas en el campo, otras por los excesos del propio Marchena. Tenía prohibidas las visitas a su familia y su único consuelo era el que le proporcionaba su cuñada Dora que, de cuando en cuando, la visitaba a escondidas. Sus consejos nunca pudieron suplir la falta de una normativa de ayuda a la mujer maltratada cuando el concepto de “violencia de género” era aún inexistente y cuando a las conductas abusivas del marido, tan generalizadas, aun no siendo compartidas por muchos, se les hacía vista gorda porque “así siempre se había hecho y así siempre debía ser”.
El día de hechos, Teresa se quedó en el cortijo aseándose tras la vuelta de una agotadora jornada de recogida de aceituna que ambos realizaban bajo la fórmula “a destajo”. Manolo, alias Marchena, se despidió nada más llegar porque en una finca vecina se celebraba la “fiesta del remate”, y el fiestero no se perdía una. Teresa suspiró viéndole desaparecer por la linde, aprovechando para dirigirse a la cama e iniciar el que supuso iba ser un sueño reparador. No duró mucho su frágil descanso pues a últimas horas de la noche, las gallinas del cortijo emprendieron un despavorido revoloteo que la despertó. El ruido de cascos de los caballos de Marchena y su “séquito”, hizo ladrar a los perros, balar a las cabras y rebuznar a los burros. Abelardo “el Adelantao”, Paco “el Tuerto” y Miguelillo “el Fino”, eran la terna que acompañaba a Marchena, a cual más ebrio y desnortado. Con dificultad bajaron de las sillas de montar moviéndose entre el relinchar de sus caballos.
Al grito de: “¡Niña, ponnos algo!”, Teresa que apenas si había tenido tiempo de vestirse adecuadamente, corrió temblando a la cocina aportando el habitual “valdepeñas” de su marido. Marchena lo tiró de un manotazo: “¡Ese no, tráeme el otro que tengo guardado para las ocasiones, el rancio!”. Según contaron los amigos, tras el remate en la finca, habían seguido la fiesta tomando unos vinos en la Venta de Pantalones acompañados de unos exquisitos zorzales fritos. Marchena insistió en acabar la fiesta en su propia casa y, tras la llegada a destino, Paco “el Tuerto” sacando su guitarra de las alforjas del caballo, se dispuso a amenizar la fiesta entre fandangos y tarantas. Teresa, enormemente cansada, intentaba escabullirse con disimulo entre los cacharros de la cocina, esperando que a aquel atajo de crápulas pudiera rendirles el vino o el cansancio. Pero errada estaba y no tardó Marchena en sacarla de su enclaustramiento: “¡Niña, ven aquí y ponte de rodillas, que se van a enterar éstos de cómo se trata a una mujer!”; y luego, dirigiéndose a los amigos “¿Sabéis? La mejor forma de acabar una fiesta es con una buena corrida”. Paco soltó la guitarra y –aunque beodos– todo el equipo miró absorto con extrañeza y expectación. Marchena, sentado, estiró las piernas y abrió la bragueta de su pantalón, luego agarró a Teresa por el pelo y, sin el menor miramiento, le atrajo su cabeza con furor. Teresa, sin poder articular palabra, gemía entre espasmos mientras iniciaba la felación; llegado un momento, Marchena retiro su cabeza que seguía teniendo agarrada por el pelo, le dio un par de bofetadas haciéndola sangrar por la nariz, luego, violentamente, la forzó a continuar. Con los ojos sanguinolentos miró a sus amigos que habían quedado estupefactos. “Esto es lo que merecen todas las mujeres” –prosiguió–. “Supongo que a las vuestras las tendréis también bien aleccionadas, ¿no? Ya sabéis que unas bofetadas son lo primero que necesita una mujer al levantarse cada mañana, si vosotros no sabéis porqué, ellas seguro que lo saben”. Y se echó a reír a carcajadas sin pensar que su chiste, nada original, era de sobra conocido y se había convertido, en esta ocasión, en algo repugnante incluso ante sus propios amigos. Paco, Miguel y Abelardo estaban tan borrachos como Marchena, quizás eso les impidiera salir en auxilio de Teresa, pero conservaban aún ese mínimo de cordura y humanidad que les movió a animar a Marchena a desalojar el cortijo y a dejar en paz a Teresa. La excusa: que el tío Ambrosio aún tenía abierta la tasca y necesitaban echar la espuela. A regañadientes y presionado por los amigos, Marchena aceptó y el grupo abandonó el cortijo.
Cuando Teresa quedó a solas se dirigió al lavabo y se aseó. Intentó detener la hemorragia que aún seguía manando de su nariz. Sus lágrimas fluían en cascada mezclándose con la sangre. Temblorosa y jadeante se dirigió a la cuadra y extrajo una cuerda del jergón. Muy decidida sacó una silla a la puerta y la colocó bajo la rama del olivo centenario al que ató la cuerda. Luego la anudó en torno a su cuello. Antes de dar la patada a la silla, sus ojos, por primera vez, centelleando de alegría, brillaron en señal de triunfo.