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30. El Abuelo

Gabriel Gil

 

La vida tiene milagros que muchas veces no somos capaces de entender, milagros que unen y que separan a personas, demostrando que en la fragilidad de todo lo que sucede está precisamente la fuerza para mantenerse eterno. Cuando me trasladaron al hospital comarcal de Andújar, sentí que no solo iba a cambiar mi vida. Presentía que algo extraordinario estaba esperándome sin saber qué.

Fue así como conocí a Juan la noche que llegó con su esposa en la ambulancia. Era un señor de unos setenta años, delgado y alto. Yo estaba de guardia. Una voz que luchaba por mantenerse viva, después de horas de incertidumbre, cuando los primeros rayos del alba anunciaban el nuevo día, rompió el silencio de la habitación número once…

—¿Te acuerdas querida Carmen de cómo empezó todo? Sé que me oyes, aunque no hagas ningún gesto desde la fría cama en la que reposas esperando un final amargo que ninguno de los dos imaginábamos cuando nos conocimos. Tu mirada clavada en el techo, ausente, parece pedirme tantas cosas que no puedo darte. El doctor me ha dicho que te queda poco tiempo, no temas, no tardaré mucho en seguirte. Después de tanto vivido juntos en estos campos de Andújar, me considero afortunado y no le pido más a la vida. En nuestros corazones viajará para siempre “El Abuelo”, nuestro olivo. Quédate tranquila, no temas, lo están cuidando bien y lo seguirán haciendo por muchas generaciones. Mientras él viva, nuestro amor seguirá vivo en esta tierra que nos vio crecer, amarnos y luchar hasta lo imposible.

—Perdone Juan, debe dejar la habitación, Carmen hace unas horas que murió, haga un esfuerzo por comprenderlo, usted debe descansar y nosotros hacer nuestro trabajo. No se preocupe, cuidaremos de ella y se hará lo que usted decida. Acompáñeme a tomar un café, la enfermera estará con ella hasta que volvamos. Le he oído hablarle de un viejo olivo. Su mirada llena de ternura mientras le hablaba me deja con la intriga de conocer su historia, la que intuyo que es tan bella como el amor que le profesaba en las últimas palabras que le he oído decir. Soy nuevo en ésta tierra centenaria, creo que, a través de su relato, puedo comprenderla, comprender a sus gentes y quizás llegar a amarla tanto como ustedes.

—Tiene razón doctor, tomemos ese café. Si me acerca la chaqueta encontrará en el bolsillo izquierdo una foto, somos nosotros al poco de conocernos. A nuestras espaldas está “El Abuelo”.

—Muchas gracias Juan—respondí con voz serena.

Confieso que me emocioné al ver aquella pareja de jóvenes, llenos de vida y de amor. La sombra del olivo era tan grande que parecía ser el único cielo que les cubría. Un cielo de verde esperanza para una vida juntos.  Mientras la miraba, hicimos en silencio el camino hasta la cafetería del hospital. Un café con leche y una infusión fueron nuestros acompañantes. Juan me miró como si buscara una razón para negar lo evidente, miró a la ventana y tras unos segundos en los que parecía contar los rayos de sol que la cruzaban, comenzó su relato…

Mi padre trabajaba en una finca de olivos cerca de aquí, era el hombre de confianza del dueño. Allí nacimos sus hijos y allí nos criamos. Carmen era una niña bonita, la primera vez que la vi en la campaña de la aceituna, tirando de aquella malla verde, casi me caigo del tractor. Ella me miró, sonrió. Llevaba el pelo recogido por un pañuelo y solo pude ver un par de mechones que le caían por la frente, por ello supe que era morena. Una chica alegre a la que todos conocían y querían.

La campaña era larga y no me faltaron excusas para visitar su cuadrilla y mirarla en la distancia o acercarme a ella por imperativos de las labores propias de la faena. Yo era un chico tímido y no encontraba la forma de romper la distancia que el silencio había creado entre ella y yo. Dios pareció escuchar mis rezos y una mañana, casi finalizando la jornada, cuando todos se montaban en el remolque para volver al cortijo, ella se golpeó el brazo con una rama seca, una compañera dio la voz de alerta y la llevamos a la oficina donde yo tenía un botiquín. Por suerte la herida era superficial y no hubo que llevarla al hospital. Era la primera vez que estábamos juntos solos, tenía que aprovechar aquella oportunidad. Fue entonces cuando supe su nombre: Carmen.

Cuando le hice la cura, la gente se había marchado y me ofrecí a llevarla a su casa. Una llamada telefónica fue suficiente para tranquilizar a sus padres. El camino de vuelta estuvo lleno de risas y de miradas discretas pero delatoras. Ya sé que suena tópico decirlo, pero es cierto, el tiempo se paró con ella.  La mañana siguiente desperté distinto, más alegre, los olivares parecían un jardín donde ella era la única rosa y ansiaba encontrarla con sus ropajes de cenicienta, aunque para mí ya era mi princesa.

Todo fue sucediendo muy lentamente, nuestro amor quizás se hizo sólido por eso, porque no teníamos prisa por nada, vivíamos el momento juntos como si no fuera a repetirse. El día que le pedí que fuera oficialmente mi novia, la llevé a un viejo olivo al que yo llamaba “El Abuelo”. Un olivo centenario, de sombra tan grande que cabía una familia a la hora del almuerzo. El lugar perfecto para las tardes de otoño. Y también para declarar un amor verdadero e incondicional.

Carmen aceptó, confesándome que le había gustado desde que aparecí por el camino aquella fresca mañana de otoño. Desde aquél día fue nuestro nido de amor. Los dos soñábamos con tener hijos y traerlos a jugar como hicieron mis padres conmigo y mis abuelos con ellos. Sin embargo, algo cambió nuestras vidas para siempre. Los dueños vendieron la finca y los nuevos propietarios querían arrancar todos los olivos para dedicar la tierra a la agricultura y ganadería extensiva.

Poco a poco fueron arrancando los árboles sin que yo pudiera hacer nada. Carmen y yo rezábamos para que no matasen nuestro olivo. Hablamos con mis padres, con el ayuntamiento, con quien se nos vino a la mente que pudiera ayudarnos. Nada parecía detener el paso de las excavadoras.

Llegamos incluso a hacer guardias para evitarlo. Fueron tiempos duros para todos. Los nuevos dueños me despidieron por mi acto de rebeldía y nos prohibieron entrar en la finca. Sin embargo, no tenían forma de evitarlo, me crie allí, conocía todas las entradas y salidas y, todos los vecinos nos apoyaban. “El Abuelo” era el símbolo de nuestro amor y el símbolo de nuestra tierra, la herencia viva de nuestro pasado y no iba a rendirme.

El día que la excavadora fue a matarlo, yo me até con una cadena a sus ramas. Hasta el cielo se alió para evitarlo. Llovía como nunca lo había hecho, los caminos se llenaron de barro, la excavadora apenas avanzaba. Carmen se puso delante. Se peleó con la guardia civil, con los guardas de la finca, con los dueños y cuando todo parecía perdido, algo apareció en el camino. Un murmullo inmenso lo colapsó todo. Cientos de personas rodearon el olivo, formando un muro de corazones y piel, que, sin decir nada, parecían esperar algo.

Momentos de tensión que culminaron cuando un todoterreno blanco llegó a todo gas y de él se bajó un abogado conocido por todos en el pueblo. En sus manos llevaba una propuesta de declaración del olivo como patrimonio vivo de la humanidad. Aquello detendría toda acción contra él. Un grito de alegría multitudinario se oyó en toda la comarca, fue así como los dueños tuvieron que ceder y “El Abuelo” siguió vivo, no solo para nosotros sino para todos los que lucharon por su vida.

Carmen y yo hicimos nuestro sueño realidad. Allí dieron nuestros hijos sus primeros pasos, allí los vimos crecer y partir en busca de su futuro a tierras lejanas. Doctor, quiero que incineren a mi esposa y que sus cenizas sean enterradas entre las raíces del viejo olivo. ¿Es eso posible? Compréndame, es una vida juntos y era su voluntad, nuestra voluntad, hagan lo mismo conmigo cuando llegue mi hora por favor.

—Así será, yo mismo me encargaré de los trámites. Volvamos a la habitación y despídase de ella, regrese a casa con sus hijos, le avisaremos cuando todo esté listo.

Así fue como conocí al centenario olivo que tantas emociones había despertado en mi corazón en tan breve tiempo. Juan me invitó a acompañarle cuando dejó los restos de Carmen al cuidado para siempre del ser por el que tanto habían luchado. Jamás habrá palabras para describir lo que sucedió aquella tarde. Con sus manos escarbó en silencio, parecía que rezaba unas veces y otras que recitaba un poema de amor como despedida.

Lentamente fue dejando caer las cenizas y las cubrió con tanta delicadeza que lloraron hasta las alondras que cantaban no muy lejos. Juan se puso de pie, abrazó el árbol y me miró. Con su mirada supe que quería que lo dejase solo y volví al pueblo.

Su historia marcó mi vida. Juan era un hombre sabio, agradable y nos hicimos buenos amigos. Años después dejé la medicina y me compré un pequeño olivar, me casé con una chica de Andújar y como ellos, tuve hijos y también fuimos muchas veces a comer y a jugar bajo su sombra. Dejando siempre flores en el lugar en el que reposaban los restos de Carmen. Flores que nunca faltaban porque Juan iba cada día a visitarla.

Cuando Juan murió, cumplí mi promesa, y junto a sus hijos y los míos, depositamos sus cenizas junto a las de su amada. Pasados unos años, alguien me trajo un par de aceitunas con forma parecida a un corazón.

—¿Son del abuelo, verdad? —pregunté esbozando una sonrisa.

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