
28. La almazara mágica
Catalina corría como alma que lleva el diablo por el gran olivar. Desesperada, tenía la esperanza de escapar de sus captores. Aún podía ver las luces de las linternas detrás de ellas.
-Un poco más, se dijo.
A pesar de ser noche cerrada, la gran luna de agosto coronaba el cielo en máximo apogeo. El mar de olivos se vislumbraba como un bello mar plateado de luces y sombras. Se cruzó varias hileras de olivos para cambiar la dirección y dificultar así la visión de sus perseguidores. Después de los últimos trescientos metros, apareció en un camino de tierra. Ahora estaba a descubierto y era aún más peligroso. Se volvió para comprobar si las luces se acercaban y al ver que no, un rayo de esperanza le hizo recargarse de unas fuerzas que pensaba no tenía.
Observó el cielo buscando la Osa Mayor y se dirigió al Norte corriendo por aquel camino. Casi se podía ver la claridad del alba cuando lo vio esperándola junto al coche. Él al verla, corrió hacia ella.
– ¿Estás bien?, preguntó preocupado.
– Sí, vamos, no creo que tarden en aparecer.
– ¿Lo tienes?, preguntó temeroso por escuchar la respuesta.
– Lo tengo, contestó al tiempo que una bella sonrisa iluminaba su rostro. A pesar del esfuerzo y carrera, nada podía enturbiar su belleza natural. Metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y abrió la mano para mostrárselo.-Aquí está.
Pedro sonrió y la abrazó. Estaba sumamente orgulloso de ella. Era la mujer más fuerte, valiente y preciosa que había conocido jamás. Parecía que no había nada que no pudiera lograr.
Se metieron en el coche y condujeron camino a la autovía.
Después del gran esfuerzo que le había supuesto, en cuanto Catalina se acomodó en el coche con el aire acondicionado que rebajaba las altas temperaturas de las noches Jiennenses de agosto, se quedó dormida.
Pedro la despertó cuando llegaron al aparcamiento que estaba cerca del hotel. Se hospedaban en el Hotel Xauen, cerca de la catedral de Jaén.
– Cata despierta, hemos llegado, dijo tocando suavemente su brazo.
Ella remoloneó como si fuera un gato y le sonrió.
– Vamos, pronto podrás descansar.
Salieron del coche y se dirigieron al hotel que estaba a la vuelta de la esquina. Estaba amaneciendo y casi no había nadie por las calles. Subieron a la habitación y Catalina se desplomó sobre la cama. Pedro cogió el ordenador y se puso a trabajar. Ahora que tenían la pieza, tenían que ser más cuidadosos y lo primero era dejar el hotel, pues sería el primer sitio dónde los buscaría.
Abrió un portal de alquiler y venta de viviendas y se dispuso a buscar un apartamento dónde poder quedarse. Quizás por la zona de la Universidad o por el boulevard. Necesitaban un piso lo suficientemente céntrico como para que un par de jóvenes no llamaran la atención y la zona de expansión Norte, era la mejor para ello.
Después de revisar varias fotos, encontró un apartamento de dos habitaciones en un residencial en el Boulevard que además contaba con plaza de garaje. Era bastante luminoso y lo más importante, se podía alquilar por meses. Sin pensarlo más, contactó con el dueño para poder verlo esa misma mañana. Con suerte, en unas horas podrían estar en su nueva casa.
Miró a Cata que dormía plácidamente. Cada vez llevaba peor que ella se involucrara de esa manera en las misiones. A ella le apasionaba el riesgo y la aventura, pero él temía que cada vez que se separaban, le ocurriera algo y no soportaba a idea de no estar a su lado para protegerla.
Se levantó y se dirigió hacia la cómoda. Envuelto en un pañuelo, estaba el objeto que les había costado tanto conseguir. Abrió el pañuelo y observó con detenimiento el medallón de bronce. Tenía cincelado un paisaje. En la parte superior, el corte de una cadena montañosa. Una de esas montañas, tenía una hendidura. Aún recordaba la primera vez que miró esas montañas y le dijo a su padre:
– Papá, esa montaña está rota, le falta un trozo.
El padre sonrió por la ocurrencia y le acarició la cabeza el tiempo que le explicaba:
– Es el cerro de la Mella, Pedro
– ¿De la mella? ¿lo mismo que los dientes?
– Algo así.
– ¿Era una montaña de leche?
El padre rompió en una tremenda carcajada por la ocurrencia del chaval.
Centró de nuevo la atención en el medallón y observó el mar de olivos que había a la falda de la cadena montañosa. Al Sureste estaba la marca que los llevaría hasta su destino. El medallón contaba con dos muescas para situar el mapa. Una de ellas era el cerro de la Mella y la segunda, agua dentro del olivar. Ahora solo debían encontrar a qué correspondía esa masa de agua.
Su teléfono sonó indicando que tenía un mensaje. Era el dueño del apartamento, en dos horas los esperaba junto al Hotel Infanta Cristina para enseñarles el piso.
Era hora de ponerse en marcha.
***
Sentados en el comedor de su nueva casa, miraban con atención varios planos topográficos de la zona Norte. Señalaron los caminos y siempre teniendo presente el dibujo del medallón, empezaron a encuadrar las distintas localizaciones que podrían encajar con lo que buscaban.
El día era tremendamente caluroso. A pesar de ser las ocho de la tarde, le temperatura seguía siendo superior a los cuarenta grados. Calculaba que, en medio del olivar, aún subiría más, pero necesitaban realizar la visita con luz para poder encuadrar el cerro de la Mella en la localización. Pedro fue hasta la bolsa de deporte negra que había guardado en el armario, sacó el arma y varios cargadores. Si daban con ellos, la cosa se pondría bastante peligrosa. Catalina lo observó y abrió su bolso mostrando la suya. Pedro le acercó unos cuantos cargadores y el resto se los guardó en una mochila junto con los planos y varias botellas de agua.
Cogieron el coche y se dirigieron hacia la carretera de Fuerte del Rey. Desde allí, partían varios caminos que debían empezar a revisar.
El primero de los caminos, resultó estar demasiado al Oeste. El cerro les quedaba descuadrado. Estaba claro que debían desplazarse más al Este. Exploraron varios caminos, pero ninguno tenía la misma perspectiva que el medallón. Catalina fue tachando en el mapa las localizaciones descartadas.
Volvieron a Jaén y pusieron rumbo al Norte por el antiguo camino de Las Infantas.
– Espera, le dijo Catalina antes de que avanzaran más, – quiero comprobar una cosa.
Pedro paró el coche y Catalina se bajó con el medallón. Localizó el Cerro y lo encuadró en el medallón. Una sonrisa iluminó su rostro.
– Creo que lo tenemos, mira.
Pedro se situó a su espalda y observó el medallón. La luz del horizonte se colaba por la muesca e iluminaba un olivo a la derecha de la imagen.
– Este punto, dijo Pedro tocando el olivo que se estaba iluminando, -¿será casualidad o nos estará queriendo indicar algo?
– No existen las casualidades, ya lo sabes.
Catalina se volvió hacia la derecha y observó el olivar. No se veía nada a simple vista. Abrió una aplicación de su teléfono y situó la ubicación actual. Acercaron el zoom hacia la zona dónde debían buscar y descubrieron una casa en medio del olivar.
– Vamos, tenemos que ver que hay ahí.
Con el punto de destino marcado, se fueron metiendo por distintos caminos hasta que divisaron al fondo una gran casona blanca.
– Parece que no hay nadie, comentó Catalina
– Será mejor que esperemos que oscurezca, contestó Pedro,- además, no sabemos que debemos buscar ahí.
Catalina cogió el medallón y tocó de nuevo el olivo marcado. Desde ese olivo hasta la segunda muesca, parecía que el camino se abría en línea recta.
– Creo que solo es un punto más para seguir el camino, mira. Le acercó el medallón y trazó con el dedo el camino que aparecía desde el olivo a la segunda muesca.
– Puede que tengas razón.
– Vamos, necesitamos la luz del ocaso. Puede que al estar allí se marque otro punto en el medallón.
– Me acercaré un poco con el coche y lo esconderemos. Iremos a pie.
– De acuerdo.
La tierra estaba seca y caliente después del largo día sol. Caminaba a través de los olivos, evitando así el camino principal y que alguien pudiera verlos.
Una vez cerca, se quedaron agazapados observando la casona. No había signos de que hubiera nadie. Persianas y puertas cerradas. Tampoco se veían ningún coche o animales en el exterior.
– Vamos rápido, dijo Pedro tirando de ella.
Catalina se situó mirando al cerro y empezó a mover el medallón hasta que la luz que se colaba por la muesca superior trazó una línea que iluminó el punto donde estaban. Entonces, una nueva línea de luz se marcó en el medallón hasta iluminar la segunda muesca.
Pedro sacó la brújula y midió la dirección de la línea.
– Lo tengo. Vamos a ver si hay camino que nos lleve ahí.
Volvieron a abrir la aplicación y situaron la dirección hacia la que querían desplazarse. A su derecha se abría un camino a la derecha que iba casi en paralelo a la dirección que buscaban. Pusieron rumbo Este.
– ¿Qué será esta segunda muesca?, preguntó Catalina
– ¿Has visto si hay alguna construcción cerca? Se supone que debe haber agua.
Catalina miró la aplicación y sus ojos se agrandaron al observar el mapa.
– ¡Aquí! exclamó señalando en el mapa,-¡aquí hay agua!
Pedro detuvo el coche y cogió el teléfono.
– Parece una especie de piscina, pero es agua, podría valer. Hay un camino que bordea el olivar hasta llegar ahí. Vamos.
El Sol estaba próximo a ocultarse. Catalina miró al horizonte y colocó los dedos midiendo el tiempo.
– Tres cuartos de horas, le dijo a Pedro.
– Espero que sean suficiente.
Pedro fue al maletero y abrió una bolsa azul. Dentro tenía un equipo de buceo. Se quitó la ropa y se puso el buzo. Mientras se preparaba, Catalina se acercó a la piscina. El agua estaba turbia y no se veía el fondo, solo una masa oscura de agua.
Pedro se acercó al borde y cogió una linterna.
– Ten cuidado, por favor.
– Tranquila, lo tendré.
Se acercó al borde y se tiró de espaldas al agua.
Catalina contemplaba el agua. Miró a su alrededor y observó la zona. Solo una piscina en mitad del campo. No había construcción y ni cercado para proteger la zona. Era sumamente extraño.
El ocaso estaba cerca. Volvió a medir la luz con los dedos. Apenas quince minutos de luz. Sería mejor que Pedro se diera prisa en salir. No le gustaba que estuviera ahí dentro. De pronto empezó a agobiarse, ¿y si le pasaba algo? ¿Qué podría hacer ella? No habían traído más equipos. Tirarse a cuerpo no era lo más razonable. No sabía que podía contener el agua, pero era más que obvio que no lo iba a dejar ahí abajo.
El agua comenzó a moverse y Pedro sacó la cabeza. Catalina respiró aliviada.
– ¿Has visto algo?
– He encontrado una caja. Ayúdame a subirla, le dijo al tiempo que sacaba una caja negra del agua.
Cogió la caja y luego lo ayudó a salir. No había escaleras, por lo que Pedro tuvo que salir a pulso. Una vez fuera, Catalina lo abrazó.
– ¡Eh!, comentó acariciando su espalda, -¿va todo bien?
– Sí, solo es que…nada, soy una estúpida, olvídalo.
– Ven, dijo al tiempo que tiraba de ella para besarla, -¿ya pensabas si tendrías que tirarte por mí?
– Ya ves, no iba a dejarte ahí abajo…
– Veamos que contiene la caja.
Volvieron al coche y Pedro sacó su equipo de ganzúas. Después de realizar varios intentos con distintas herramientas, la cerradura cedió y se abrió. Se miraron expectantes y Catalina lo apremió para abrirla. Dentro había un papel doblado.
Con sumo cuidado, lo abrió y leyó el contenido.
Ahí tenían lo que estaban buscando desde hacía tanto tiempo. La ubicación de una antigua almazara que tenía propiedades medicinales. Ya en el siglo XIII, la utilizaban para fabricar aceites curativos. Al principio pensaban que podía deberse a las maravillosas cualidades del aceite de oliva. Al cabo del tiempo, descubrieron que las fantásticas cualidades del aceite se unían a la de la tierra donde estaba ubicada y como resultado, tenían el aceite más extraordinario que hubiera existido jamás.
Ellos querían que todo el mundo se pudiera beneficiar de ello, pero había intereses financieros para evitarlo. Una multinacional farmacéutica andaba tras sus pasos para evitar que pudiera salir a la luz. Habían llegado incluso al extremo de secuestrar a Catalina. Suerte que ella había conseguido escapar. Los habían adiestrado para este tipo de situaciones, pero eso no evitaba que cada vez la situación se pusiera peor.
El medallón apareció en una pared de la iglesia de San Andrés en Jaén, en pleno barrio de la Judería, mientras hacían trabajos de remodelación en la sacristía. Uno de los obreros tenía un primo que era historiador y le enseñó la foto del medallón encontrado. Así fue como empezó esta aventura que ahora dejaba vislumbrar dónde estaba el santuario del aceite más milagroso del mundo.
– Y pensar que hemos estado pasando por allí todos estos días, comentó Pedro.
– Bueno, es obvio que no está en la superficie, sino enterrado o algún tipo de subsuelo. Lo importante es centrar qué es lo que hay ahora encima.
– Lo que me extraña es que esté en el centro de la ciudad.
– Bueno, tiene sentido si recuerdas que, en la antigüedad, las almazaras se situaban en el centro de la ciudad para estuviera accesible a todo el mundo, contestó ella. – Además, continuó, – no creo que se trate de toda la construcción, podría estar solo la muela de piedra.
Pedro cogió el mapa y situaron el plano haciendo cuadrar el cerro de Santa Catalina con el plano.
– Lo tenemos, dijo Catalina orgullosa mirando a Pedro.
Ambos se volvieron a contemplar de nuevo la ciudad de Jaén desde aquel campo de olivos. Solo un paso más, para llegar a su objetivo