
25. Linaje dorado
Recuerdo cuando era un niño. Recuerdo ahora mismo unas vacaciones en el pueblo de mi abuelo. Mi abuelo, un hombre recio y de campo. Tenía un olivar que era pura magia, lleno de olivos. Tengo tan presente en la memoria, cuando me sentaba con aquel sabio maestro, Vicente, mi abuelito. Hace mucho, ahora tengo treinta y un años. Hace ya algunos años que murió. Pero siempre recuerdo con cariño y con mucho amor, todas sus conversaciones conmigo, todos sus consejos para que me hiciese un hombre encauzando la vida con valentía y sosiego.
Mi abuelo hacía un aceite artesano para el pueblo. Los vecinos lo apreciaban muchísimo. Era un aceite de sabor denso, intenso y agradable. Se hacía en la boca una armonía, como si estuvieses llegando a la profundidad de la oliva, a ese sabor entre tierra cultura y alegría. Recuerdo una tarde de aquellas vacaciones, sentado al atardecer bajo un olivo enorme con mi abuelo. Teníamos un mantel puesto sobre la hierba. Aquella hierba fresca, la que era manto de aquel majestuoso árbol. Mi abuelo me contaba cuentos de un libro que tenía antiguo. Yo, lo miraba atento y con una ilusión y un agradecimiento que aún siento dentro me sentía feliz y contento. Y me siento feliz como en aquella vez… siempre igual, como aquella vez de nuevo.
Cómo son las cosas de la vida: mi padre al morir mi abuelo heredó aquel olivar, y hoy en día lo gestiono yo. Le cambié el nombre, al legado de mi abuelo, él lo llamaba: «mi rinconcito dorado». Yo le he puesto: «sabor a oro». Así se llama mi empresa. Compré unas tierras colindantes con las de mi abuelo y creé un imperio de aceite.
Un aceite exquisito, que recuperaba el sabor antiguo de la artesanía, la que aprendí al lado de aquel hombre sabio, (la sabiduría de mi abuelo). Esta empresa hoy en día da empleo a más de mil jornaleros, que cada año vienen para la cosecha de la aceituna. Bien es cierto que hoy en día hay muchas máquinas. Tenemos tractores y tenemos una manera más fácil de recoger el fruto del olivo, «del majestuoso señor de los oros». Pero, todavía por la gratitud a aquel hombre y su bondad… Porque él siempre ayudaba a sus vecinos. Por eso, yo todavía retengo el ser agradecido con la vida, y doy trabajo para que muchas personas cuiden de sus familias y tengan un futuro mejor y más desahogado. Así sé, qué allí dónde esté mi abuelo, mirará con orgullo el trabajo de su fruto. Podrá sentir el sabor de estas olivas que aún crecen de las ramas de los árboles, de los olivos que el cuidaba con tanto cariño y esmero. Tengo presente siempre a ese hombre de manos rudas y buenos sentimientos. Y sé, qué allá dónde esté descansando o en el lugar que siga viviendo y siga amando la tierra y lo natural, estará contento y orgulloso de que un nieto suyo en algún sitio continúe su legado, el precioso oro líquido que dejó para seguir alzando la riqueza gastronómica, que da la hermosura de las tierras que él tanto amó y les dio cuidado, que sigue deleitando su rinconcito a otros paisanos.
Hoy tengo dos hijos. Dos niños preciosos. A uno de ellos le he puesto Vicente, en honor a mi abuelo, (cómo no podía ser de otra manera…). Veo en ese niño la gratitud y la honradez que tenía mi abuelo. Parece que el destino ha querido que algo de aquel hombre bondadoso y trabajador esté en la criatura que he tenido con el amor de mi vida, mi mujer Cristina. Mi otro hijo se llama Pedro. El nombre de Pedro es el de mi padre. Mi padre siempre ha sido muy feliz. Sobre todo en la niñez. Porque sus padres Vicente y María lo cuidaron mucho.
Le dieron una gran educación llena de valores: de riqueza en la diversidad y en gratitud a los seres humanos. Haciéndole ver a él y a sus tres hermanos que toda persona tiene el mismo derecho a vivir y a ser amado. Mis hijos Vicente y Pedro tienen ahora quince y dieciséis años. Vicente que es el mayor, está aprendiendo todos los secretos de trabajar en los olivares, las tierras donde están plantados los olivos que tanto me han dado riqueza, bienestar y felicidad, como una vez lo hicieron en la vida de mi abuelo. Aunque él tenía menos olivos, los cuidaba con aprecio y les daba el mejor de los cariños: paciencia, caricias y temple, para cuando tuviesen el fruto recogerlo y darle ese maravilloso cambio al fruto, transformándolo en el líquido maravilloso que da un gusto a la vida, qué es esencia de felicidad y lo maravilloso de sentirse vivo y estar presente en esta existencia, algo magnífico que desde allá arriba nos ofrece y siempre nos da, mi querido, Vicente Palomar.
Tengo que decir, que las vacaciones que tengo, (que son pocas al año), las paso siempre en la tierra de mi abuelo. Porque aunque trabajo todo el año, por ahí… para el aceite de oliva. Mi residencia habitual está a algunos kilómetros de Jaén. Pero en Jaén tengo la mayoría de tierras. Pero las gestionan otros que trabajan para mí. Voy muy a menudo. ¡Y eso sí!, cuando tengo el desahogo vacacional, tengo una casita. La casita que fue el hogar de mi abuelo y mi abuela. Dónde criaron a mi padre. Y allí siento todavía el aroma del cariño que entra por las ventanas al amanecer, y veo como bailan las ramas de los olivos en recuerdo de aquel hombre, el que entregó su esfuerzo y su vida por algo que siempre iría con él…
Tengo revoloteando por mi mente siempre un poema que a mi abuelo lo hacía muy feliz. Ese poema dice:
«Aquí en la tierra descanso y encuentro mis verdades.
Aquí junto a estos hermosos maestros, que son mis Olivares,
me siento bajo un olivo y puedo hallarme y encontrarme.
Aquí soy feliz y dichoso, tengo el amor que pido y no me falta de nada, porque cuando tengo sed bebo del Rocío,
y cuando tengo hambre me como una rebanada con aceite de oliva y con un trozo de tocino, que hasta hace que salive el alma mía».
¿A qué es simpático el poema?
Mi abuelo siempre me lo recitaba. Nos reíamos a carcajadas. Caíamos al suelo, nos dolía la barriga. ¡Qué recuerdos tan bonitos, de aquellos días junto a mi queridísimo abuelo!, disfrutando de la vida, como dos caminantes risueños.
Yo hoy pienso, que lo mejor que se puede encontrar, es la amistad en la familia, el amor en el ejemplo de verdad. Aún hoy, cuando recito ese risueño poema, cuando se lo verso a mis hijos, sigo acabando en pura carcajada con ellos. Mi mujer se pone feliz, aplaude efusiva. Porque ella sabe cuál es mi mejor recuerdo, se lo he explicado muchas veces… Ella sabe qué fue mi infancia acunada por ese abuelo, el que me entregó lo más maravilloso que hoy tengo: la bondad, el valor y la honradez para ser quién soy y ser quién camina a su lado. Quién procesa amor y entrega lo mejor de sí mismo a todo ser, siendo apoyo y estima para que no sea la vereda tan cruenta. Mi queridísima esposa me ama tanto…, casi como la amo yo a ella. Yo creo que mi amor es tan inmenso, que solo el suyo podría ser similar a lo que por ella yo siento.
La semana que viene voy a ir a un congreso de oleicultura. Voy a presentar mi aceite más honorable. El aceite que lleva por nombre: Fragancia de Olivares.
Ya ha pasado algún tiempo. He estado en el congreso y en la feria. ¡No os lo vais a creer! He ganado el primer premio. El aceite generado con la ilusión y el amor que aún retengo. Se alzó con el galardón de ser el más exquisito. Ese aceite que crece de ramas de olivos majestuosos y ejemplares.
Ahora tengo toda la vida por delante para seguir dándole al aceite el lugar que se merece. Y que esté presente en cada mesa, en cada instante de felicidad y de armonía. En familiares reuniones, de amigos, de parejas que amor se expresan. En que degusten junto a su confianza y su lealtad la magia que entrega un olivar.
Quiero que mi aceite esté por todo el mundo. Que lo adoren y le den su lugar y su valor en todos los rincones de la tierra. En todo sitio que se tenga que disfrutar de un instante de amor, de amistad y de reflexión. Para entender todo lo que se hace, y por todo lo que vivir en esta vereda.
Siempre seré el alumno de mi maestro, mi abuelo Vicente. El que en una tierra plantó unos Olivos y empezó un camino para darle el sabor al mundo que siempre había esperado, y con el que es más fácil vivir y seguir de lo natural enamorado.
Bueno, aquí dejo de escribir algo de mis recuerdos. Algo de mi vida y algo de lo que tengo en el alma tan prendido. Lo que siempre a mi mente la calma e ilumina, con aquel atardecer mirando a mi abuelo, cómo si la eternidad fuese un instante en una caricia de amor sabio y verdadero.
Ese recordar a mi querido familiar, a mi abuelo Vicente. Con el que pasé los mejores momentos de mi infancia. Con el que supe y aprendí que la vida es tener paciencia, trabajar la tierra, darle amor a los tuyos y ayudar y apoyar a otros que también por el bien y lo mejor para todos se esfuerzan.
No acabaré de escribir esto, sin decir que siempre, cada mañana al amanecer me como una rebanada untada de aceite.
Una rebanada de pan que traigo recién hecho del horno de unos amigos. Un horno cercano a mi casa. Y con mis hijos y mi querida compañera, desayunamos recordando todo el amor que nos da la riqueza de lo heredado, para poder seguir haciendo crecer el amor y esa gratitud a la tierra, tierra que un ser de luz regó con cariño y con los momentos más amados.