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20. La fiesta de los campos

Manuel Gila Puertas

 

Hablo de ti. Hablo de mí. De tu pueblo y del mío, porque quizá también tú recuerdes aquella vida, aquel tiempo.

Era un tiempo en que la vida se tejía en los trancos de las puertas. Un tiempo en que las abuelas enlutadas mondaban patatas al sol con la parsimonia de siglos mientras los abuelos limpiaban las jaulas de los pájaros y las colgaban de un clavo para que tomaran el generoso sol de la mañana y las mujeres regaban los geranios que prendían colgados en el macetero de la fachada y esperaban al marido, que araba los campos o trillaba la mies con el tiro de mulas.

Un tiempo de calles rebosantes de carreras infantiles de niños que jugaban a las bolas o al fútbol con pelotas hechas de trapos viejos o vejigas hinchadas del cerdo de la última matanza, y de niñas que jugaban al corro o saltaban a la comba entonando viejas canciones como la de la Chata merigüela, que como era tan fina, tico, tico, ti, se pintaba coloretes con vaselina, lairón, lairón, lairón», o «Al pasar la barca me dijo el barquero que las niñas bonitas no pagan dinero«, o «Soy la reina de los mares y ustedes lo van a ver, tiro mi pañuelo al suelo y lo vuelvo a recoger«. Calles en las que siempre había algún vecino dando una mano de cal a su fachada y un corro de madres que se contaban sus pequeñas historias mientras lavaban la ropa con jabón que ellas mismas hacían con aceite y sosa cáustica en el lavadero de la Fuente de la Seda, remendaban calcetines o sacaban el bajo a los pantalones del niño que había dado el penúltimo estirón.

Tiempo para una cultura de no tirar nada, de aprovechar las cosas hasta al límite, de arreglar ropa de un hermano para otro, de dar la vuelta a los abrigos y de compartir la vida con los amigos.

Era una vida donde el tiempo pasaba lentamente y las horas las marcaba el reloj de la torre que había frente al estanco. Una vida sencilla con un guion que se repetía de generación en generación, donde las normas y costumbres se labraban a golpe de «Enciclopedia Álvarez» en la escuela de Micaela con don Manuel Quesada y don Jesús o en los Grupos Escolares con don Francisco Muñoz Mulero; en la mesa a la hora de las comidas y, sobre todo, en las calles y plazas donde se iban aprendiendo casi todos los secretos para sobrevivir.

Una vida de puertas y ventanas abiertas por donde se escapaban los sonidos de cada casa y los olores de las cocinas para que todo el mundo supiera lo que cocinaba el de enfrente. Donde todos nos conocíamos por nuestro nombre, nuestras historias y nuestras ilusiones, porque hablábamos de ellas en las largas tertulias de las noches de verano cuando el calor insoportable de los dormitorios no nos dejaba otro refugio que sentarnos en la puerta de la calle a esperar el sueño.

Una vida tan blanca como las casas encaladas donde se compartía el perejil o la carterilla del azafrán, y en la que cuando un niño hacía la Primera Comunión, toda su calle se ponía de limpio para darle un duro por la estampita del recordatorio con la foto vestido de marinero, y en la que cuando alguien moría, todos iban al velatorio y no se ponía la radio ni las mujeres cantaban mientras lavaban o hacían patatas con carne para llevar a la familia del difunto. Donde la pobreza se llevaba con tanta dignidad que las anécdotas estaban a la orden del día, como la de ese niño que tras devorar la comida aportada por el vecindario con motivo de la muerte de su hermano, pedía a la madre que al día siguiente se muriera otro («Mama, ¿por qué no se muere mañana el Alonso»?).

Tiempo en que había hombres con las huellas de los surcos del arado impresas en la cara como si hubieran envejecido varios años. Hombres jóvenes que llevaban la ilusión en la mirada por llevar su primer sueldo a casa. Había mujeres enlutadas a las que la juventud les había pasado de largo esperando aquel enamorado que nunca llegó porque el tiempo de luto eterno por la muerte del padre o de algún hermano truncó la boda anunciada y no resistió la espera. Había niños que habían pasado de puntillas por la escuela y tenido que abandonar su mundo de juegos y muñecas para ser adultos antes de tiempo, y también los había viejos que no tenían edad ni fuerzas para trabajar, pero que necesitaban seguir respirando ese momento supremo de la recolección de la aceituna y que cada mañana acudían a compartir con los amigos del oficio el ponche y el café.

Entre el humo del tabaco y la humedad del mes de diciembre que se colaba por los huesos, entre el olor de los cafés mañaneros y las copas de anís, reinaban los bares antes de que amaneciera. Las voces de los hombres competían con los ladridos impacientes de los perros y los taconazos herrados de las bestias que, cargadas de pesados mantones y varas, saludaban con sus rebuznos alegres.

Hablaban un lenguaje de palabras incompletas que sólo ellos entendían. Ir a recoger la aceituna tenía ese aroma de aventura que rodea a todo lo prodigioso. Uno tenía la sensación de haber atravesado el túnel del tiempo para regresar siglos atrás, donde seguramente regían las mismas formas, las mismas normas de convivencia donde recoger y llenar un saco de aceituna para cargarlo en la mula o en el borrico significaba el sustento diario de toda una familia.

Y cada día, con su nuevo amanecer, daba comienzo aquel ritual festivo que hacía enmudecer al pueblo para que fueran los campos quienes hablaran rebosantes de vida. Chanzas, bromas, chistes y escarceos amorosos entre aquellos hombres y mujeres que, ateridos, recogían la aceituna de redruejo y la de salteo que caía fuera del mantón con los dedos llenos de sabañones buscando una a una entre la gélida tierra escarchada mientras sus hijos se calentaban en la lumbre prendida con pestugas secas de las costeras, o jugando en el improvisado columpio del tronco de la oliva grande al que yo no podía acceder porque el jefe de la cuadrilla de los aceituneros me «multaba» con una arroba de vino para los hombres y una cesta de mantecados de Fermín para las mujeres. Vareo de hombres con el palo largo para las aceitunas de la copa de arriba y con el garrote corto para las de los haldares, que caían al mantón mientras las mujeres y los jóvenes se afanaban en recoger en espuerta de caucho compartida todas aquellas aceitunas rebeldes que salían del trapo de tela recia o que, desprendidas por el viento de la helada noche anterior, se habían desprendido de su pezón y ahora yacían incrustadas en la tierra bajo una fina capa de hielo en los cellajos.

Y el parón de descanso a las diez de la mañana que anunciaba el encargado para dar de mano y recuperar fuerzas en torno a la lumbre, alimentada de ramones tiernos desprendidos en el vareo, en la que se asaba el cuarterón de tocino fresco o el chorizo portado por cada cual en su capacha de pleita con cierre de cuero y la damajuana común de vino peleón hacía su ronda acompasada para volver al tajo, limpiar de tallos y hojas el mantón para formar la pava donde las recogedoras expurgaban las aceitunas perdidas.

Reatas de mulos cargando a sus lomos sacos repletos invadían carretera y caminos guiadas por el mulero ufano, que con gorra torcida y palillo de dientes entre los labios, predicaba orgulloso el trabajo de la cuadrilla aceitunera mientras formaba cola ante la puerta de la almazara hasta que llegara su turno para el cribado, pesaje y vuelco en los trojes de almacenamiento que alimentaban sin descanso la noria de la molturación ininterrumpida día y noche. Y noria de cada día. Volver para comenzar de nuevo. La vuelta de los campos en grupos alegres con el jornal en el bolsillo, lirios silvestres y un brazado de «collejas»  y verdolagas en la mano para echar en el puchero de la fría noche vecina que el Aznaitín ya avisa.

Y todos los jóvenes de la calle, del pueblo, tarde o temprano, acababan enamorándose de una niña con trenzas, y los novios se citaban al atardecer en las puertas de las casas, y hablaban de pie delante de los ojos siempre vigilantes de las madres, que generosamente daban algún respiro «para vigilar el puchero«, y que al volver de la mili ya eran todos unos hombres porque habían estado en Melilla y entonces ya podían casarse y enseñar a todo el vecindario el ajuar que la novia había bordado durante tan larga ausencia. Finalmente, un día se casaban y se iban para siempre del pueblo para buscar la comodidad de los pisos de la ciudad. Y cuando volvían para pasar la Fiesta de Mayo o en verano, contaban cómo había cambiado su vida, cómo habían progresado en sus pisos de moderna construcción con habitaciones individuales, bidé y hasta bañera. Y nosotros nos quedábamos pensativos porque no queríamos reconocer que los años habían pasado y aquella forma de vida se había marchitado. Nos costaba creer que ya no podíamos seguir lavándonos los sábados en un barreño ni pasarnos las tardes tirados por las albercas llenos de churretes.

Y a ti y a mí, amigo o amiga, nos costó mucho digerir que las calles de nuestros pueblos empezaran a quedarse vacías, y reconocer que aquel tiempo tuyo y mío, el de nuestra infancia, se había agotado.

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