19. El último regalo
Siempre recordaré aquel día como el más triste de mi vida…
―Venga abuela, cuéntame otra vez esa historia.
―No tengo ganas hija, estoy muy cansada, es la hora de irme…
―No por favor, venga, la última vez.
―!Está bien, está bien!… siempre consigues de mí lo que quieres. La última vez…
” Ese año había llovido poco y la recogida se había retrasado bastante, recuerdo que era esa época cuando se está a gusto con una manguita pero que cuando cae el sol hace fresco… Yo tendría unos diecisiete o dieciocho años y ayudaba a mi madre a mantener la casa para los señores. También me encargaba de la cocina, ¡ya sabes que siempre tuve buena mano!… Pero lo que me gustaba de verdad era ir a ver las labores del campo. Cada vez que podía, me escapaba de la casa y paseaba por las tierras de la finca. Siempre me encantó sentir la tierra bajo mis pies y pasar mi mano por los troncos de los árboles, sobre todo, por esos que el tiempo ya había llenado de nudos y arrugas, ¡como nuestra piel!… Saber que aquellos árboles podían haber nacido mucho antes que yo y que seguramente me sobrevivirán me entusiasmaba… ¡y ese olor!… La mayoría de la gente dice que los olivos no huelen, pero yo los huelo… ¿Sabes esas florecitas blancas de antes de nacer las aceitunas?… ¡el esquimo!… ¡tienen un olor inconfundible!
” Aproveché que aquel día había acabado pronto con las tareas y que los señores no estaban en casa para ir a ver como cosechaban. Normalmente conocía a todos los trabajadores, pero ese año había muchas caras nuevas. También faltaban muchos de los de siempre. La guerra había tratado bien a nuestro pueblo, pero, aun así, muchos ya no volverían nunca.
” Tenía costumbre de sentarme en la sombra de un acebuche que había justo antes de la plantación y ver el trajín de los jornaleros. Cuando yo era chica, ordeñaban los olivos, pero desde que pusieron de encargado al marido de la Antonia empezaron a varear, él decía que como eran para aceite daba igual como se recogieran las aceitunas… Yo siempre he pensado que las cosas de comer son agradecidas, mientras mejor las trates, más ricas están… ¡Lo mismo va a saber una cosa cogida con la mano que otra harta de palos! Pero bueno, al fin y al cabo, yo no entendía de eso y, además, no era mi labor…La cuestión es que desde que empezaron con el vareo me gustaba sentarme en aquella sombra a ver llover. !Sí, a ver llover!…. Si los olivos estaban bien cargados, cuando los braceros los vareaban, parecía que llovía de color negro bajo sus copas.
” Allí estaba sentada cuando noté un pequeño golpe en la cabeza. Al principio no le di importancia, pensé que algún bichillo se había chocado contra mí o que algún fruto maduro había decidido dejarse caer sobre mi pelo. Pero poco después, noté otro golpecito y, tras él, otro más. Entonces escuché una risilla… Miré hacia arriba y lo vi, ¡allí estaba el granuja! Subido a las ramas del árbol…
― ¡Oye, tú, déjate ya de bromitas y bájate de ahí ahora mismo si no quieres que te baje yo de una oreja! ― recuerdo que le dije. El pobre bajó en un santiamén.
― No sabía yo que los ángeles eran tan cascarrabias. ― me contestó.
― ¡Encima me llamas cascarrabias! Como se lo diga al capataz te vas a enterar…
― Anda, no te enfades, que te van a salir arrugas ¡y los ángeles con arrugas deben estar muy feos! Toma, un regalo… Por cierto, ¡me llamo Quique! ― Gritó mientras dejaba algo en mi mano y se perdía corriendo entre los olivos.
” No imaginas la sorpresa que me llevé cuando abrí mi mano y vi el regalo. Era el hueso de una aceituna, pero estaba hueco, y en su interior había tallado un barquito. Nunca en mi vida había visto algo igual.
” Tardé dos días en volver a verlo. El señorito quería que preparara aceitadas, los dulces esos que me enseñó a hacer la tía Antonia, ¡la de Zamora! Que esos se comen en Semana Santa, pero a él eso le daba igual… Bueno, pues necesitaba huevos y fui al corral a coger unos cuantos cuando lo encontré, estaba sentado sobre una muela de molino rota que había detrás de la casa… !De un cabezazo dicen que la rompió Miguel el de la Dominguita! ¡Que bruto era el pobre, que en paz descanse!… Perdona hija, que me voy por las ramas… Pues allí estaba sentado Quique, esmerado con algo que tenía entre sus manos. Recuerdo que cogí una aceituna del suelo y se la lancé con toda la fuerza que pude a la cocorota. ¡Saltó como un resorte!
― Para ser un ángel, eres bien vengativa, ¡eh! ― dijo sacudiéndose la nuca.
” Tenía el pelo castaño, con unos rizos… y unos ojos enormes del color del aceite… Pero no del aceite de las botellas de la tienda, no, del aceite sin filtrar, de el del primer apretón… ¡Verdes, verdes!… Debía tener unos cinco o seis años menos que yo, y una cara de pillín…
― Quería darte las gracias por el regalo del otro día, es muy bonito. ¿Lo hiciste tú?
― Claro que lo hice yo…mira, otro. ― dijo mientras lanzaba algo al aire y echaba a correr.
” En esa ocasión no era un barco sino un caballito lo que había tallado en el hueso de aceituna. Aquel muchacho era un artista…
” Sus regalos se hicieron costumbre y su presencia, una buena compañía. Cada mañana, cuando iba a la cocina para empezar con las tareas, un hueso tallado me esperaba en el poyete de la ventana… Yo iba a buscarle cada vez que las labores en la casa me daban un respiro y él venía a verme cada vez que podía escaparse, que era muy a menudo. Era hijo de dos de los jornaleros… ¡pero no parecía un niño criado en el campo! Sabía leer y escribir y tenía la cabeza más amueblada que muchos de los señoritos que pasaban por la finca. Hacía que los días se me pasaran volando… Me enseñó muchísimo sobre el aceite, ¡conocía todos los tipos de aceitunas! La Arbequina que era más suave, la Picual con un sabor más intenso, La Hojiblanca… ¡No imaginas cuantos tipos de aceituna hay!…
― Debería descansar señora. Lo que mejor le viene es estar tranquila y no hacer esfuerzos. ― nos interrumpió una enfermera.
― Sí señorita, pero le estoy contando una cosa a mi nieta, además, ya mismo voy a estar callada mucho tiempo, déjeme hablar mientras pueda ― le contestó mi abuela.
― … ¿Ya se ha ido la enfermera? Me va a mandar a callar a mí, ¡vamos! Venga que te sigo contando…
― Abuela, a lo mejor tiene razón y deberías descansar.
― Tú me has pedido que te cuente esa historia y te la voy a contar, así que no me interrumpas…
” Un día vinieron a la casa el hermano del señor con su mujer y su hijo. El hombre era militar, pero no de los que iban a la guerra, era uno de esos que van bien vestidos, con muchas medallitas en el pecho…
” Pues el hijo se fijó en mí, ¡vamos! que no tardaron ni una semana en hablar con mis padres para arreglarme con él. El muchacho tenía buen porte y era educado, mi madre me dijo que era un buen partido, que era una suerte que alguien de ese nivel se hubiera interesado por mí… Yo entonces tenía más ilusión por pasármelo bien que por pensar en casamientos, pero claro, él era mayor que yo y buscaba otras cosas… ¡No veas cuando se lo conté a Quique!… Recuerdo que andaba liado con un hueso cuando se lo dije.
― ¡Pero eso no puede ser! Tú eres mi ángel ¿lo entiendes? ¡El mío!… ¡Yo te vi antes! … Además, que sepas que ese nunca te va a querer tanto como yo ¡Eso es imposible!
― Pero Quique, tu eres muy joven aún ― le dije ―. Cuando pasen unos años encontrarás a alguien de tu edad y te olvidarás de mí.
― ¿Olvidarme? ¿Cómo voy a olvidarme de lo que siempre me acuerdo? ¡Tú lo verás muy fácil, pero yo no te podré olvidar nunca!… es porque soy pobre ¿verdad?… ¡Claro! Llega el señorito montado en su coche y se cree que puede conseguirlo todo por tener dinero…
― No es eso Quique…
― Que yo te entiendo, ¡eh! El señorito puede darte bienes y tierras y yo solo puedo darte huesos…Yo también me iría con él… ¿Pero sabes lo que te digo? estas tierras que pisas serán tuyas algún día, no pararé hasta que lo consiga. ¡Aunque sea lo último que haga!
” Me partió el alma ver como se alejaba con la cara bañada en lágrimas… Lo busqué durante días, pero nunca volví a verlo. Llegué a pensar que todo había sido invención mía y que Quique nunca había existido, pero, mientras duró la cosecha, cada mañana aparecía en mi ventana un hueso tallado.
” Tu abuelo me quiso y me trató bien… y yo he sido feliz, no puedo decir lo contrario, pero ahora que ya me toca irme, puedo decirte, que no ha habido día que no me haya acordado de él…
― ¡Abuela, Abuela!… ¡Enfermera!…
No habría pasado un mes de la muerte de mi abuela cuando recibí una llamada citándome en una notaría del centro de la ciudad. Un señor enchaquetado me atendió en su despacho.
― Buenos días y gracias por venir señorita. Me puse en contacto con usted como única heredera de su abuela recientemente fallecida, mis condolencias. Realmente era a ella a quién buscaba, me ha costado trabajo encontrarla. Soy el notario y custodio de la última voluntad de Don Enrique Gutiérrez García. Él me dejó encargado que hiciera entrega, tras su muerte, de dos cosas a su abuela. Ahora son suyas.
― Disculpe, pero debe ser un error, no conozco a ese señor.
― Es posible señorita, no obstante, tras la defunción de su abuela, esto le pertenece y debo entregárselo.
Aquel hombre me entregó un sobre cerrado y un pequeño paquete envuelto con esmero. Hasta llegar a casa no reuní el valor suficiente para abrir aquello que ahora me pertenecía. Del sobre salió un taco de folios marcados con apostilla notarial. Eran las escrituras de una suerte de tierra de cien hectáreas de olivar a nombre de mi abuela, al instante supe quién era aquel tal Enrique e imaginé lo que contenía el pequeño paquete. Dejé de leer y lo desenvolví de inmediato. Una cajita de madera oscura se escondía tras el papel de regalo. La abrí con cuidado, con una sonrisa en mis labios y dos lágrimas recorriendo mis mejillas, ojalá aquello hubiera llegado un mes antes…
En el interior de aquella cajita había, envuelto con delicadeza en una tela de terciopelo, como si de un tesoro se tratara, el hueso de una aceituna y en su centro, labrado con esmero, la cara de un ángel.