
17. El pequeño olivar
31 de julio del 2020, 10 de la noche.
Hace cosa de un mes se me presentó, por segunda vez en la vida y por Messenger, un señor para que participara en este concurso. Indagué en su perfil de Facebook y vi que había estudiado periodismo en mi ciudad, Málaga, siendo él de Jaén, luego le perdí la pista. Repasé nuestra conversación pasada, era de hacía un año, y concluía con que no me daba tiempo a participar. “Esta vez sí”, dijo. Le recordé que tengo publicadas con la Editorial Bubok 10 novelas, autoeditadas sin gastar un céntimo, que en papel y en formato digital llegan a cualquier lugar del mundo y le di el enlace donde cualquiera puede leer las primeras páginas, algunas sinopsis y críticas. También creo que le pasé el enlace a mi blog, donde cuento todo lo ocurrido (reseñas, entrevistas, artículos y más) desde que decidí dar a conocer mis libros en 2013.
En fin, en ese momento realmente estaba repasando mi décima novela que acabo de mostrar al público a través de las redes sociales en las que me muevo: Instagram y Twitter, además de la anteriormente mencionada. Es una novela donde relato lo que viví a principios del 2011 hasta junio de ese mismo año. Me ha costado repasarla, me ocurrió también el verano pasado con la novena, pero a esta me la quité de encima en un par de semanas, la de este año me ha llevado todo el mes.
Tengo escritas unas diez más, con extensión (200 páginas) y estructuras similares, casi los mismos personajes y tengo la intención de publicarlas cada verano, aunque ya digo que me cuesta, creo yo porque no me motiva el no vender. Las portadas no son las que me gustarían, aunque no me importa eso tanto, soy más de fondo que de forma; mis novelas tampoco han pasado por un corrector ni por censura alguna, lo cual no me importaría si con ello lograra vivir de la escritura, ahora lo hago de dar clases en un instituto de secundaria, lo llevo haciendo desde el 2016, pero no tengo mi plaza, mi puesto fijo, que no sé si algún día conseguiré porque acabo del trabajo cansada casi a diario, es decir, desde septiembre a junio intento convertirme en un robot, lo cual me es muy difícil: trabajar de lunes a viernes, el sábado ir a hacer las compras de la semana y descansar y el domingo limpiar la casa de arriba abajo.
La casa no es mía, es de alquiler, aún no he conseguido tener casa propia, y eso que tengo cincuenta años, y solo desde que soy profesora he podido vivir por mi cuenta, antes lo hice en compañía, fui precaria, trabajé poco. Ahora sueño con poder comprar un pisito modesto en un par de años y decorarlo con todos mis cachivaches que llevan empaquetados un par de décadas en casa de mis padres. Regalitos más que cosas que yo misma comprara.
Llevo unas 500 palabras y aún no he hablado del aceite, que es lo que me trae por estos lares.
1 de agosto 2020, 1 de la tarde.
Desde pequeña mi madre nos inculcó, a mis hermanos y a mí, que de los aceites el de oliva era el mejor y, de hecho, no consumíamos otros. Si compraba unas latillas de atún estas tenían que ser en aceite de oliva, nada de aceite de girasol, por ejemplo. Si me remonto a mi infancia, en este sentido, también recuerdo a mi padre cantar aquello de Paco Ibáñez, la de “aceituneros altivos, decidme del alma quién, quién plantó estos olivos, andaluces de Jaén”, tiro de memoria, lo digo porque quizás haya cambiado un poco la letra, no presumo de ella.
La madre de mi madre murió cuando esta tenía 3 años, en 1950, y era de Mengíbar (Jaén). Emigró a Málaga porque en un reparto de tierras, supongo que un pequeño olivar, a ella no le tocó nada por ser mujer. Mi madre pudo ir a este pueblo una sola vez, cuando yo contaba con 16 primaveras, fuimos toda la familia, quiero decir mis padres y mis hermanos.
Desde que vivo sola, bueno con mi perrilla, Rosi, siempre desayuno pan con aceite de oliva, le puedo restregar un ajo y añadir tomate y jamón, aunque la más de las veces es queso porque no quiero comer animales, o comer los menos posibles.
Aprobé las oposiciones en verano del 2014 y, ya me he referido a ello, no me llamaron para hacer una sustitución de un mes y medio hasta finales de febrero del 2016. Estaba muy angustiada y triste. Angustiada porque, hasta ese glorioso día de la llamada para entrar a trabajar en el puesto de una profesora enferma, temía que tuviera que presentarme otra vez a los exámenes de junio (hasta hace poco así era, tenías que presentarte cada dos años, aunque ya estuvieras trabajando), tener que intentar aprobarlos de nuevo, con el esfuerzo tan grande que habían supuesto. Triste porque mi perrito Mitón había fallecido el 16 de noviembre del 2015, con quince años y cinco meses. Pocas semanas antes se le había caído un colmillo que hace unos meses engarcé en oro y llevo colgado al cuello.
Había pedido que me enviaran a cualquier pueblo de Andalucía, de hecho, estamos obligados a pedir dos provincias andaluzas como mínimo ¿Y sabes qué pueblo fue mi primer destino? El pueblo de mi abuela Carlota, Mengíbar.
8 de agosto del 2020. 10 de la noche.
Una semana sin aparecer por aquí. Lo puedes notar por la fecha, por el tono, por lo que cuento. Si bien continuaré relatando algo acerca del pueblo de mi abuela materna, algo que allí me sucedió, antes insistiré en lo de que me cuesta escribir quizá por el calor, quizá por la falta de hábito, quizá porque quedé un poco en estado de shock cuando me enteré del fallecimiento de Pablo Aranda… Estas líneas son mi pequeño homenaje. Tenía solo dos años más que yo y hace tiempo había tenido la fortuna de conseguir dejar la docencia para dedicarse a la escritura. Le compré su primera novela cuando la publicó porque me gusta apoyar a la gente que empieza y más si son de mi tierra. Lo tenía de amigo en Facebook y una vez incluso me dio su dirección, por Messenger, a raíz de una especie de experimento literario donde le enviabas un libro a alguien que no conocías, envié uno de los míos a alguien de Córdoba, y esa persona, o no sé quién, le daba tu dirección a otra y tú podías recibir más de un libro. Sé que no lo he explicado bien porque no me acuerdo de la mecánica exacta del experimento, pero sí recuerdo que, unos meses más tarde, llegué a recibir un par de libritos desde Sudamérica. Estos días, alguien escribió que, siendo ya reconocido, Pablo se presentó a un concurso literario en Antequera, bajo seudónimo, y no ganó nada. Lo comentó él cuando, años después, lo invitaron a ser jurado del mismo.
En Mengibar me quedé más de un mes porque me pilló la Semana Santa y luego otra semana de espera a ver dónde me enviaban de nuevo. Existe un museo del aceite y compré algunos productos de cuidado corporal, para mí y para mi familia, que incluyen este ingrediente.
Al poco de llegar, seguía llorando, antes de acostarme, la muerte de mi perrito. Una noche soñé, por primera vez desde su partida, con él, y en el sueño aparecía una perrita a la que realmente no veía y a la que alguien desde lejos llamaba por su nombre a gritos: “¡Roooooosiiiiiiiiiiii, Rooooooosiiiiiiii!”
Tres días después encontré a mi chihuahua de patas largas, pidiendo algo de comer, en la terraza del bar donde iba a desayunar con mis compañeros del instituto.
En Mengibar encontré una tienda llamada igual que el primer apellido de Carlota, y una historia, en la ermita del Cristo de las Lluvias, acerca de una señora con dicho apellido, que vivió hace cientos de años, y que dejó en herencia un manto para la Virgen, pero no indagué nada más porque mi madre así me lo pidió. Solo, al final de mi estancia, comenté algo a mi casera y ella me contó que había dos familias con ese apellido y que seguramente mi madre tendría que ver con una de ellas, pero que hacía falta el certificado de defunción de mi abuela y contactar con un señor, muy conocido en el pueblo, que se encargaba de investigar estas cosas con mucho gusto.
Terminé el curso escolar en Granada, mi segundo destino, que siempre quedará en mi corazón por su belleza. Viví en Haza Grande, junto al Albayzín que recorrí, casi todos los días, aquel verano. Luego tuve que esperar, otra vez en casa de mis padres desde mediados de septiembre, hasta mediados de febrero del 2017 para que me volvieran a llamar. Esta vez me tocó de nuevo, y por poco más de un mes, otro pueblo de Jaén que desconocía: Linares.
26 / 9 / 20
Ya no me da tiempo a hablar sobre mi experiencia en Linares si quiero participar en este concurso.
Conmocionada por lo del perrito Timple en Canarias, me dediqué a compartir información en las redes sociales acerca de lo que hay que hacer si se conoce un caso de maltrato animal (llamar al Seprona: 062); recogí firmas para que se haga justicia por el gatito “Grisito” y por otros seres inocentes; informé de concentraciones en diferentes puntos de la geografía española en defensa de una ley contra el maltrato animal más justa, para que los monstruos vayan a la cárcel.
Así que tampoco me da tiempo a escribir sobre las lámparas de aceite ni de una bebida antioxidante, ecológica, que descubrí estos días en una gran superficie, llamada Agua de olivo, hecha con las hojas de este árbol. Estos días también descubrí que el acondicionador para el cabello que uso lleva aceite de oliva.
Ya han comenzado las clases y ahora nos toca no solo impartirlas en el aula sino enviar tareas por Internet, como cuando nos confinaron, trabajar por las tardes y los fines de semana, agotados…
Hubiera contado con más detalle, más detenimiento, que estando en Linares aproveché para visitar Baeza y Úbeda y que en este último pueblo precioso no solo hice fotos del bar “Calle Melancolía” que homenajea a uno de sus hijos predilectos y artista profundamente admirado por mí (sobre todo en sus comienzos): Joaquín Sabina. También topé con una tienda, junto a la plaza del ayuntamiento, cuyo escaparate me llamó la atención, creí que vendían perfumes, pero al fijarme me di cuenta de que era el oro líquido de estas tierras: el aceite de oliva lujosamente embotellado. Es la foto que acompaña a estas letras.
Mil ochocientas doce palabras…
30/6/21
Hace unos días recibo, no solo por email sino también por Twitter, una invitación de la organización para volver a participar en el concurso. Pero, si el año pasado ni siquiera aparecía como participante. Recuerdo que pasé semanas buscándome y nada. Esta vez cambio la foto, en ella se puede leer en francés “Le petit olivier” (“El pequeño olivar”), me recuerda a “El principito” (“Le petit prince”) y me trae a la sesera lo que cantaba Camarón de Lorca que en gloria estén: “En los olivaritos niña / te espero / con un jarro de vino y un pan casero.”