
167. Aceite en el amor familiar
El olor lo paralizó, las náuseas palidecieron su rostro al tratar de sacar de su boca el amargo recuerdo.
–Este es Jaén, Antonio, la belleza de la que siempre te he hablado. En esta fecha podemos participar en la cosecha –dijo Lucía a su novio. Justo al frente del movimiento de personas en sembradío, él recordó las innumerables veces en Venezuela, cuando ella le contaba de su tierra, de su gusto por sus sabores. Ahora, enamorado, nunca se imaginó llegar a esa tierra sin haberle hablado de su trauma infantil. Su novia por el contrario respiraba a su lado procurando llenar todo su cuerpo de la fragancia de su pueblo, al que regresaba después de cinco años, saborea al hacérsele agua la boca, por degustar, por darle a probar a su novio los manjares que provienen de esta planta patrimonio de su pueblo.
Mientras, ella seguía contemplando la frondosa sierra. Extrañaba las plantas que lucen cual adornos en el paisaje. Busca en el sembradío reconocer a algún amigo o amiga.
Al volver de su emoción, se fija que Antonio estaba sentado en el taxi. Se apresuró hacia él, emocionada, lo besó, Antonio vio en Lucía un brillo en los ojos que nunca antes le había presentado. Salió del taxi, la sujetó con ternura, la llevó a la parte de atrás del auto. Ella dejó caer su sonrisa al ver la cara seria de su novio.
–Tengo que confesarte algo –dijo él con voz trágica.
–No me digas aquí, a unos metros de mis padres, que ya no quieres casarte conmigo –replicó ella nerviosa con decisión.
Antonio la besa en la frente, dejando sus labios por tres segundos que, en la piel de ella, representaron una eternidad perturbadora, que borró su alegría.
–No, mi amor, te amo, de eso no tienes que dudar nunca. Y hoy mismo, voy a pedir tu mano. Se trata de otra cosa.
Ella relajó su rostro, renovó la sonrisa, como si el aire le cargara energía, respiró profundamente varias veces el peculiar olor de Jaén, lo miró sin pestañear, le preguntó con gesto amable tocando su mejilla.
Apenado, Antonio apoyó su mano encima de la de ella, buscando completar una sonrisa, pronunció palabras sin orden, balbuceos desconocidos para ella. Lucía se contuvo para no reírse en su cara.
Antonio no está en sintonía con la respiración a la que lo ha invitado su novia.
–¿Tienes miedo?, también estoy nerviosa por mi padre –en tono consolador habla Lucía. –Es una formalidad, ya todos saben de nosotros.
Antonio niega levemente con su cabeza.
–Sí tengo algo de nervios, pero no es eso de lo que quiero hablarte.
La novia, sin perder la paciencia, marcó un gesto con el cual insistía que terminara de hablar.
–Antonio, me estás asustando, además de impacientarme –sentenció.
–Tranquila, lo que te voy a decir es una tontería, es hasta infantil. Pero no quiero incomodarte a ti ni a tu familia. Cuando era niño, sufrí de asma. Conocí el aceite de oliva, ese que tanto ustedes aman, como remedio. Muchos años tomé aceite con cebolla morada, con ajo, con zabila, con aceite de algunos pescados, otros montes, hierbas y preparaciones, todo lo que le dijeran a mi madre. Llegué a esconder las botellas, a quebrarlas, no soportaba el aceite en mi pecho, en mi espalda con mentoles y nunca más quise tomar aceite de oliva. Si hay algo que no tolero, odio y tengo hasta terror es el aceite de oliva. Perdona, es algo que no puedo controlar.
–¿Todavía sufres de asma?
Él negó rotundamente con un gesto.
A lo que Lucía asintió con discreta alegría y satisfacción.
Un vehículo de carga detrás del taxi interrumpió la conversación. Del camión bajó el padre de Lucía, don Manuel, sin cruzar palabras la abrazó efusivamente, la cargó girando con ella ante el grupo de aceituneros que lo acompañaban, le llenó el rostro de besos. Al bajarla, hizo hacia Antonio un ademán que emula un saludo para luego dirigirse al chofer del taxi.
–¿Cuánto estás cobrando por la espera? –ante la cifra del taxista le soltó en voz alta don Manuel:
–¿Le vas a cobrar por ver el paisaje?
Antonio saca su cartera, Lucía lo detiene subiendo sus cejas. Su padre hace un movimiento que los detiene a ambos.
El papá saca de su cartera unos billetes, paga, rechaza el cambio con amabilidad. De inmediato le pide que abra para sacar el equipaje, hace una señal a dos de los que vienen con él para que saquen las maletas. Antonio busca ayudar, Lucía le pide que espere. Los acompañantes del padre se acercaron a saludar jovialmente y se alejaron.
El padre volvió a acercarse a la pareja. Lucía, ahora, busca hacer la presentación formal. Antonio extiende su mano firme ante el hombre que igualaba su estatura, pero lo supera en contextura y fortaleza, su poblado bigote, sus fuertes brazos y su estilo tosco, no dejaba de sorprenderlo, recordaba la detallada descripción que le había hecho su novia. El padre, entusiasmado con su hija, dejó a Antonio con el brazo colgado en espera por unos largos segundos. Antonio, incómodo, no encontraba hacia dónde dirigir su mirada. Hasta que el hombre respondió con enérgica sujetada de mano que sacudió toda la humanidad de Antonio, atrayéndolo unos centímetros hacia el rostro de su futuro suegro, que lo miraba como si examinara en sus pupilas su historia.
No tenía Antonio la preparación para mantener una sonrisa ni la seriedad.
–Bienvenido, bienvenido –dijo el papá con tosca amabilidad.
Antonio, con voz clara y precisa, respondió el saludo.
De inmediato el padre los invitó a subirse en la parte delantera del vehículo.
De ambos lados de la carretera caminaban trabajadoras y trabajadores, igual los que transitaban en vehículos pasaban saludando con actitud alegre a don Manuel, Lucía y a Antonio con peculiar simpatía.
Ya en casa, Antonio disfrutaba de una habitación reservada especial para él. La comodidad era insuperable y, aunque se sentía muy a gusto, no podía descansar a pesar del largo viaje y el cambio de horario. Inquieto, se acercó a la ventana, corrió la cortina, a través de los cristales podía ver cerca y a la distancia los frondosos árboles de olivo, hacia donde mirara el paisaje era olivos. Abrió la ventana, lentamente empezó a respirar, trataba de llenar sus pulmones sin abrir la boca, solo tomaba el aire por la nariz. Luego abrió su boca para inhalar. Se quedó paralizado, cerró la boca sin quitar la vista de los gruesos troncos, que forman columnas y filas perfectas a pesar de los diferentes tamaños donde se adentraba su mirar.
Mientras, en la cocina, la madre, después de girar órdenes para preparar la casa, ella misma se encarga de la preparación de la comida. Toda la familia en actividad como buenos anfitriones.
Entra Lucía, viene animada, después de una siesta y cambio de ropa. Vuelve a saludar con euforia a su madre, sin perder tiempo se acerca a un recipiente de vidrio para descubrir una rica pipirrana, busca la autorización de su madre quien le pasa una cucharilla, se sirve una pequeña porción donde resalta el verde de los pimientos, las frescas cebollas y jugosas aceitunas en el espesor del aceite, que se lleva a la boca, cierra los ojos mientras mastica lentamente, el crujir del sabor en recuerdos y emociones, su respiración se acompasa con la combinación de las texturas en el bocado que recorre los sentidos que se diluyen entre los líquidos. Como si volviera en un aterrizaje de sensaciones abre los ojos en un suspiro reconfortante, para encontrarse con la sonrisa de su madre que le ofrece una generosa porción. Lucía, al ver el plato, de inmediato se sienta. No puede evitar pensar sobre el tema del rechazo al aceite de oliva de su novio. Mientras come, decide preguntarle a su madre sobre el tema.
–Mamá, ¿qué piensas de una persona que…? Sin completar la frase entra su padre, saluda a ambas con besos, se sienta al lado de Lucía, de inmediato la madre le sirve y se mezclan en una conversación, mientras comen ríen hasta las carcajadas en la complicidad familiar que vuelve a reencontrarlos al hablar diferentes temas y comentarios.
La hora esperada ha llegado. Los invitados, familiares y vecinos cercanos, en la puntualidad del amor, formaron la reunión. Se encuentran en la sala la madre, el padre de Lucía y sus dos hijas menores, encargadas de atender a todos. Entra Antonio, trajeado un tanto elegante para la ocasión. El padre y la madre se sorprenden por la formalidad de Antonio, este se acerca a la madre y al padre de la novia; las dos hermanas menores, al verlo, después de saludarlo, salen del salón. Mientras los invitados son presentados y comparten con Antonio, Lucía entra renovada al salón escoltada por sus dos hermanas.
Toda la atención de los presentes se va hacia ella, su vestido también sorprende a sus padres, así como a todos los sorprende. Antonio, sin dejar de mirarla, se excusa con un movimiento de cabeza con las personas cercanas a él, avanza hacia ella, la toma de la mano, la besa en la mejilla. Las jóvenes presentes dejan oír un suspiro entre un rumor de alegrías.
Don Manuel y doña María, orgullosos, se acercan hasta ellos, quedando cada uno a un lado de la pareja. De inmediato empiezan a correr las copas de mano en mano hasta que todos tienen el vino listo para el brindis.
–Es para nosotros un honor que nos acompañen esta noche tan importante para celebrar el regreso de nuestra hija Lucía y, bueno, su novio, que nos acompaña –dijo el padre entusiasmado, todos aplauden. La mamá se va al lado de don Manuel quien, con alegría, levanta la copa para invitar el choque de copas. Lucía, carraspeando un sonido, llama la atención del salón en pleno, y detiene a su padre. Todos dirigen sus miradas hacia ella, Lucía, con discreción mira a su pareja.
Antonio se acomoda, observa a los presentes, se detiene justo ante los padres, sujeta la copa con sus dos manos en el centro de su pecho. El salón entra en un silencio expectante, la pausa de Antonio logra incomodar a don Manuel.
–Señoras, señores, señor don Manuel, señora doña María. Desde que llegué hace pocas horas, me he sentido como en casa, son ustedes una familia maravillosa, un pueblo maravilloso. Y quiero aprovechar este recibimiento a su hija, para pedirle formalmente la mano de Lucía. Solicitamos su consentimiento para casarnos –Antonio suelta una mano de la copa para sujetar la mano de la novia y la lleva hasta su pecho. La pareja se mira sonriente, luego voltean a esperar la respuesta de don Manuel y doña María. El papá, desencajado, temblando por la sorpresa, levanta la bebida, en la emoción miraba a todos los presentes mostrando la satisfacción que le causaba la noticia. La madre sin esperar se acercó a abrazarlos seguido del padre.
Don Manuel mira el rostro de su esposa, doña María asiente con una sonrisa emotiva que no cabe en su cuerpo. Levantando nuevamente la copa Don Manuel habla.
–Ahora esto es una gran fiesta. Que mi hija haya regresado era la mejor noticia, que tengamos una boda multiplica mi alegría, nuestra alegría familiar. Concedida la mano de mi hija, concedida. Salud por los novios.
Todos, en una algarabía, brindaron tronando las copas, todo el salón se desplazó para chocar las copas con los futuros esposos y los suegros, se acercaban a felicitar a la pareja y a tomarse fotos con las copas en las manos.
Los minutos pasaban, como sucede en todas las celebraciones los grupos se fragmentan según las edades, sexo y cosas en común: por un lado los jóvenes, por otro los niños, todos compartiendo en alegría, el ambiente llegaba a la algarabía, la comida circulaba en una ingente cantidad. Don Manuel notó que Antonio se había negado en tres oportunidades a probar comida. Todos degustaban, cada invitado, sin esperar que le ofrecieran, iba a servirse de las variadas opciones.
Don Manuel, para buscar acercarse a su futuro yerno, llamó a varios de sus amigos para hacer gala ante él, se fueron a un rincón del salón. Sacó vasos de hacer cata de aceite, las copas coincidían con el número de hombres incluyendo a Antonio, quien todavía no entendía de qué se trataba. Don Manuel sacó una botella que los sorprendió, la destapó, después de quitar las tapas de las copas, sirvió una a una.
La música al fondo empezaba a reunir a mujeres y hombres que bailaban en grupos. Desde el otro lado del salón Lucía observaba mientras cumplía con el ritmo de la música en brazos de un viejo amigo de su padre.
Don Manuel entrega a cada quien una copa. Antonio al recibirla ya no mostraba un rostro festivo, todos proceden a oler el aceite. Antonio bloqueó sus sentidos de tal manera que al acercar la copa a su nariz no percibió el olor. El hombre a su lado paladeó un pequeño trago del aceite que hacía pasear en su boca como catadores, con buches parecidos a gárgaras. Antonio sentía que sus piernas estaban a punto de quebrarse. La mirada incisiva del señor don Manuel frente a él, empujaba la copa a la boca de Antonio. Ya todos tienen el espeso líquido recorriendo sus gargantas donde se perciben los ácidos, el picor y la textura del aceite. Antonio, a segundos de irse al desmayo, tenía la copa a centímetros de sus labios, cuando la mano de una de las tías de Lucía, hermana de don Manuel, interrumpió apartando la copa, que colocó en la bandeja y se lo llevó sin explicaciones, motivándolo a la alegre danza, dejando una estela de risas entre los presentes que celebraban a los novios, solo la mirada acuciosa de don Manuel no estaba complacida al ver la copa completa, luego cruzó mirada con Lucía, quien respondió con un guiño, mientras bailaba animada en el centro de un gran círculo de aplausos con Antonio.
La celebración continuaba entre baile, bebidas y variedad de tapas. Don Manuel, como hombre detallista, observaba al futuro esposo de su hija. Ansiaba saber si contaba con las cualidades para asumir el trabajo que por tradición milenaria ha estado su familia. Seguía notando que Antonio se negaba a consumir los platos que contenían aceite de oliva. En esta observación indiscreta y hasta infantil, fue descubierto por doña María, quien lo llevó a un lado a reclamarle.
Al momento de la cena, la mesa estaba dispuesta para que los novios estuvieran en el centro, algo distante de la cabecera donde le corresponde a don Manuel.
La mesa presentaba un banquete colorido y muy variado, en el centro jarras de aceite de oliva estaban dispuestas para los comensales.
Desde varios asientos don Manuel detalla que Lucía servía para ella comidas diferentes a los de Antonio, que tenía casi vacío el plato.
Don Manuel, cerca de la borrachera, antes de empezar la cena se puso de pie, usando una cucharilla sonó una copa para llamar la atención. Todos los presentes, ya sentados, voltearon hacia él.
–Esta noche me he sentido muy feliz, mi hija regresó y trajo un nuevo hijo a esta familia. Ahora sí puedo descansar, bueno todavía no. Primero debo preparar a mi futuro yerno para ser parte de esta familia –dijo entre impresiones e incómodas pausas don Manuel.
Con la cuchara en la mano y la misma botella de aceite que había servido en el salón, se acercó hasta el asiento de Antonio. Algo tambaleante destapó la botella mientras buscaba estabilizar la cucharilla, Lucia buscó una cucharilla, la sumergió en la pipirrana, sacando en ella pimientos, cebollas y algo de huevo, y la colocó estable ante su padre, haciendo ademanes para negarse, terminó aceptando y completó la cucharilla con un poco de aceite.
Antonio, sentado, sintió la gruesa y pesada mano de su suegro en la espalda como una amenaza, como sentencia final de la persecución, la carga en su hombro de la áspera mano asestaba un temor superior al superado en la petición de mano. A su lado, de pie, su novia lo miraba, trataba de auxiliarlo de alguna manera. Ante ellos la cuchara se acercaba como una serpiente. Antonio vio en Lucía el rostro de su madre cuando le daba el aceite como remedio, las voces en la extensa mesa repetían al unísono en un coro desafinado y descoordinado: “Tómalo es saludable, es por tu bien, así te vas a curar”, con un eco que irrumpía en su cabeza.
Antonio despertó en un sudor profuso, temblaba de miedo, miró tras simultáneos parpadeos a su novia, asintió abriendo su boca con timidez.
La cuchara entró tan despacio que parecía anestesiado en su paladar. Ella esperó que él cerrara sus labios para inclinar el contenido en su boca.
El silencio casi llamaba a apostar. Antonio, sin masticar, dejó que el aceite corriera por su lengua, que bordeara sus encías. Experimentaba desde los sabores de su boca unas chispas, pequeñas explosiones de sabor que al aplanar el primer mordisco, se trasladó a un clímax inesperado, desconocido para sus papilas gustativas. Miró a los ojos a su novia. Decidido, emprendió un masticar, su nariz retoma el aire, esta vez llenándose de nuevas sensaciones, una sonrisa en su rostro iluminó al salón, volteó a mostrar su risa al suegro, a todos al engullir.
Lucía lo besó, y todos celebraron como si se tratara de un hecho insólito.
Don Manuel, sujetando por un brazo a Antonio, lo hizo poner de pie para abrazarlo.
Le dijo al oído:
–Este aceite es milagroso, mejora la hipertensión arterial, eleva el colesterol bueno, elimina el malo, previene la diabetes, además cura el asma.
Antonio, desde el abrazo, volteó para ver a su novia. Ambos sonrieron.
Una fila de mujeres preparaba sus cucharillas con diferentes bocados aderezados con aceite para alimentar al novio.