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166. Lo que queda con los olivos

Jesús Mudarra

 

“Les dije adiós con la mano, apoyado en la azada. Mi pequeño huerto, ese en el que tanto habían disfrutado las niñas este verano, está muy cerca de la carretera que da acceso a Frailes y desde allí me despedí por unos meses de ellos. Se iban, como siempre, con el maletero hasta los topes de nuestro aceite y con el batir de manos de los cuatro como despedida. Las lágrimas que corrían por la cara más pequeña de aquel coche me partieron el corazón en dos. Y tuve que darme la vuelta para que no viesen que me había emocionado.
Todos los veranos me resultan fugaces pero este último reconozco que fue como un parpadeo. Fue esta la reflexión que me asaltó mientras volvía a casa en la moto, con Piqui entre mis piernas tan curioso como siempre. ¿Qué harían ahora las niñas hasta Navidad sin naturaleza, rodeadas del eterno ‘run run’ de la gran ciudad, humo y cemento? Le pregunté al perro, como si él tuviese la respuesta o al menos pudiera hablar. Ojalá pudiese porque nos llevaríamos aún mejor de lo que nos llevamos ya.
Se me escapó alguna lágrima más al recoger la piscina hinchable en la que habían estado chapoteando en los días más calurosos. La más pequeña, Ana, se tiró con ropa y todo el primer día que monté la piscina recién traída, mientras ellas dormían. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Cómo habían disfrutado y que hueco me dejaban. Hasta casi me alegré en aquel momento de que llegase el otoño y con él la aceituna. Pensé que al menos el trabajo y los días más cortos harían que el volver a verlas llegase antes.
Y es que, cuando todavía podía leer la matrícula del coche alejándose, ya sabía que los iba a echar horriblemente de menos. Ellos me decían que nos seguiríamos viendo a través de las videollamadas pero, aún si acertaba a saber cómo funcionaba el chisme ese, sabía que no sería lo mismo. No iba a poder subirlas a la cama cuando se quedasen dormidas en el sofá, ni iba a tener mucho sentido el madrugar un poco más para comprarle a José el panadero las napolitanas, que tanto les gustaban, recién hechas.
A mi tristeza de aquel día había que sumar además que las niñas crecen más rápido que la hortaliza incluso. Juro que noté el estirón de Lola nada más verla aparecer escaleras abajo aquella mañana. Ya era casi una adolescente y, aunque se pasó todo el verano imitando bailes que veía en el móvil y grabándose para enviárselo a sus amigos, me divertía mucho verla ensayar. “¡No te rías, abuelo!”, me regañaba cuando se caía intentando alguna pirueta. Pero ¿cómo no me iba a reír? La risa es algo que no abunda en mi día a día, ni siquiera en la partida de dominó de cada noche.
Sé que no alcanzan a imaginar todavía lo que supone para mí el tenerlas conmigo estos meses. Más aún desde que no estás tú con nosotros cariño. Sergio está muy pendiente de mí. Hablamos prácticamente cada día y ha hecho un grupo del móvil en el que él, Laura y sus hermanos envían y comparten fotos de las niñas y sus primos. Cada vez que cojo el móvil que me regalaron las pasadas navidades hay más de 200 mensajes. Me encanta entretenerme leyéndolo todo y algunas veces pienso en contestar a alguna cosa, pero se me da muy mal escribir en ese chisme. Sabes que yo siempre he sido más de lápiz y papel, incluso para los contratos, y como tardo tanto para cuando termino de decir que lo quería ya hay varios mensajes nuevos, así que directamente les mando la cara de los besos, para que sepan que me acuerdo de todos ellos.
Estuvimos todos juntos en el velatorio de Ramón. Fue muy poca gente. Su relación con sus hijos nunca fue muy allá. Ojalá Raúl no tenga que pasar por eso, que me entierre él y que las niñas me traigan una flor. No quiero más, ni siquiera una lágrima. Que se acuerden como yo hago yo mientras recogemos la aceituna de los ratos que pasamos todos juntos y de lo bien que estamos en esos momentos. De eso también te quería hablar Manoli. No sé qué hacer con las olivas. Sé que Raúl no las quiere. Él disfruta trabajando en lo suyo y venderlas para él será un engorro e incluso puede que lo engañen porque él no sabe de esto. Sé que lo mejor es que las venda yo y guarde ese dinero para cuando yo no esté, pero es que todavía no me quiero quedar sin ellas. ¿Es muy egoísta pensar así?
Disfruto cuando llega la cuadrilla del pueblo temprano con los termos de café y hablamos un rato de fútbol o de caza antes de empezar la faena. Todavía tengo fuerzas para ayudar a varear y el campo siempre me ha dado tranquilidad y paz. No me costará encontrar un comprador si finalmente me decido porque en el pueblo ya sabes que siempre ha habido quien ha querido quedárselas porque son buenas, pero si es que a mí me gusta esto. No ya solo los meses de recogerla, sino que ahora en la cooperativa están además dejando que cada uno, en función de cuando la recogemos y cómo lo hacemos, elijamos un envasado u otro. La marca no la cambio. Me han insistido por activa o por pasiva pero ese nombre que se te ocurrió a ti no lo cambio ni por todo el oro del mundo, pero la verdad es que queda mucho mejor nuestro aceite en esa botella con forma de diamante que nos hizo la diseñadora.
Dicen que se están vendiendo como rosquillas en varios países y que en nosequé restaurante hasta las tienen a la entrada, como decoración. Me enseñaron las fotos y Raúl se puso como loco, pero yo no le presto demasiada atención a estas cosas. A mí lo que me gusta es lo de siempre, ir todos los días a verlas, trabajarlas. Allí no me siento tan solo.
Te echo de menos, como siempre, y te quiero más aún que cuando te tenía aquí conmigo, pero todavía no me quiero ir. No sin volver a pasar al menos un verano más con mis niñas. Sin verlas bañarse, jugar con Piqui y pasear con ellas por la Hoya del Salobral viendo los rebaños de cabras. Quiero verlas crecer y disfrutar de ellas un poco más. Sé que lo entenderás y que no estarás enfadada conmigo sino todo lo contrario. Espero que estés donde estés puedas estar viendo todo esto. Hace unos días incluso me pareció escuchar que me llamabas entre las hileras de nuestros olivos y quiero creer que sí que había algo de tu voz en el viento que mecía aquella tarde las ramas. Me voy a despedir ya porque Piqui se está poniendo nervioso. Mira que yo madrugo, pero el perro siempre me espera despierto, ojalá lo hubieses conocido. Te habría sacado de quicio, pero en el fondo lo habrías querido mucho. Te quiero, Manoli, y no me olvido de ti ni un solo segundo.

Francisco Gámez, 30 de septiembre de 2019”.

Raúl tuvo que usar incluso un pañuelo para secarse la cara mientras se agachaba para soltar la carta. Sabía que no estaba bien lo que hacía. Aquellas misivas que su padre depositaba una tras otra cada mes sobre la tumba de su madre, en el panteón familiar, eran algo privado que él no debía estar leyendo, pero le había podido la curiosidad y además pensaba que de esa forma podría enterarse de que si su padre tenía algún problema que no le quisiese contar. Siempre había sido muy dado a guardarse todo para él con tal de no preocupar y tras el susto que habían tenido un año antes quería estar todo lo encima de él que pudiese sin agobiarlo.
Todas las cartas que había leído hasta el momento le habían emocionado. En ellas había encontrado en su padre un amor eterno hacia su madre, arrepentimiento por la relación enquistada con algunos de sus hermanos y una soledad que nadie habría imaginado en su cara siempre amable, en sus jocosas palabras. Aquella carta le había hecho ver que tenía en su mano la oportunidad de hacerle verdaderamente feliz. La distancia entre Madrid y Jaén no era tan grande como para alejar tanto tiempo a su padre de sus hijas. Puso rumbo a la puerta del cementerio prometiéndose a sí mismo que iba a bajar más a menudo, que convencería a su padre de que subiese al menos alguna semana a casa con la excusa de cuidar de las pequeñas y que aprovecharía de verdad el tiempo que le quedase con su padre. Cogió a Lola de una mano y a Ana de la otra al cruzar la reja negra de la puerta y les dijo: “¿Nos vamos con el abuelo a cuidar de sus olivos?”.

 

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