
164. Malajes y milagros varios
La abuela siempre decía que el tiempo estaba malaje. Malaje era el sol. Malaje eran las nubes. Malaje era el viento levantando el toldito del porche. Malaje era todo tipo de día. Una no se podía fiar de esas extrañas previsiones meteorológicas con tanto malaje que se traía aquella mujer pa arriba y pa abajo. “No estareih uztedeh penzando en ir al campo con ezte viento malaje. Ojú, con ezte malaje, a veh zi ze va ya pa Cai. Ze ha levantao una malaje que tira a uno pa caza”. Malaje también era mi hermana cuando gritaba de más, el perro del vecino que ladraba a las seis de la mañana o el suelo de la calle lleno de grietas por las que me caía patinando. Malaje, como no podía ser de otra forma, era mi berrinche al entrar en casa con las rodillas rojas y hechas un cristo. En el otro extremo del vocabulario de la abuela, metido en un altar, cerquita de su Dios y sus misas de domingo, estaba el aceitito de oliva. “Que lo cura to´, hasta er alma, mi niña”. Sorprendentemente, al igual que el malaje, aquella mujer era capaz de sacarlo en cualquier situación. Rodillas rotas, aceite. Garganta a punto de anginas, aceite. Cabeza estrellada contra pared, aceite. Mocos, aceite. Tos, aceite. Viento, aceite. Malaje, aceite. Papas, aceite. Cocina, aceite. Estrés, aceite. Tristeza, aceite. Y así podríamos continuar la lista hasta hartarnos porque no había asunto en este mundo que el aceite de oliva, el bueno y el de verdad, no curase. La recuerdo ahí, en el porche, con su bata azul y su permanente de rulos, la mano azotando el aire y un tarrito pequeño de aceite en el bolsillo. Aquel líquido pringoso que nos iba untando en las muñecas, el cuello, la frente o cualquier trocito de piel que veía a su alcance. “No vaya a zer, que nunca ze zaben estah cozah. Una pizcaita de aceite lo cura to´. Incluso ezoz hojillos trizteh que me llevah tu hoy”. Entre el malaje y el aceite la abuela se distribuía sin problemas todos los males que iba encontrando a su paso. Y, como uno curaba al otro no había razonamiento que la sacase de aquella creencia. Por lo que cada vez que íbamos a su casa salíamos churretosos de aceite no fuese a ser que nos entrasen unas anginas por ese viento malaje que venía por la izquierda y se colaba en el salón.
Mi padre, que era un hombre al que no se podía tomar en serio ni aun estando delante de un juzgado, tuvo un año la ocurrencia de comprar un olivo. Un árbol hecho y derecho que decidió meter en el coche de camino al pueblo tras comprarlo atropelladamente en un vivero que encontramos en medio de la nada. Era agosto, hacía al menos cuarenta grados, yo creía que el coche se derretiría allí mismo y el olivo iba dando golpes en el maletero. Pum. Curva y carretera. Pum. Curva y carretera. Pum. Y mi madre atacada de ansiedad por la tierra, las ramas, el coche hecho un campo de gitanos y el malaje y todas aquellas cosas por las que siempre acababa con el ansia viva en la garganta.
–Cuando lleguemos ya te da mi madre un poquillo aceite de oliva pa que se te curen esas angustias que me llevas, Carmen –iba diciendo mi padre tan pancho apoyado contra la ventanilla del copiloto mientras el olivo parecía estar arrasando con todo el maletero. La tierra empezaba a llegarme a los pies–. Verás qué contenta se va a poner la abuela. Este árbol debe estar a la derecha de Dios en esas creencias suyas. Le va a encantar–. Y luego se reía solo mientras mi hermana y yo nos mirábamos en busca de alguna explicación lógica a por qué comprar un olivo y meterlo de aquella manera en el coche.
Cuando por fin llegamos a la casa mi madre estaba lo que se podría definir en términos de la abuela Malaje con letras mayúsculas y poco agradables. El olivo había conseguido llenar de hojas verdes y tierra todos los rincones del maletero y mi padre, ajeno a todo, tarareaba cancioncillas. Yo esperaba que de aquel olivo se pudiese sacar mucho pero que mucho aceite para arreglar aquella situación porque ni con las setecientas garrafas de aceite de la abuela se iba a poder salvar el desastre. Habría que haber bañado a mi madre en aceite varias veces, en duchas y bañeras consecutivas, para quitarle aquella angustia que pronto se había transformado en cabreo.
Mamá, mamá, mamá –mi padre corría dando saltos hacia la abuela. Definitivamente había perdido el juicio–, que te hemos comprao un olivo de camino aquí. Estaba tan grande y hermoso en la puerta del vivero que he dicho, este pa mi madre, pa que le cure las penas.
–¿Tu eztah hablando en zerio niño? Y a ónde voy a poner yo eze olivo zi en ezte jardín no quepo ya ni yo.
–Tu hijo, que no tiene cabeza Mariángeles y nos ha traído a todos con un olivo dando vueltas por el maletero. Habla tú con él que yo no quiero saber nada del tema. Pero ese bicho no entra de nuevo en mi coche.
–Pueh zi que me traeh tu malaje hoy. Anda, niña, anteh de entrar te voy a dar un poquito aceite ahí en la frente pa que ze te curen ezoz maleh–. En los cinco minutos que mi padre tardó en sacar aquel árbol del maletero, la abuela ya nos había untado a todos con aceite desde la cara hasta los pies porque veníamos con una malaje en el cuerpo que no se podía aguantar. Aquella mujer hubiese dirigido ejércitos si hubiese querido, creedme. Sólo le bastaba con alzar el botecillo de aceite en una mano y con la otra manotear el aire para que todos hiciéramos exactamente lo que ella tenía en mente.
–Mamá, te voy a ir poniendo el olivo aquí cerquita de la puerta. Pa que te dé sombra cuando te pongas a hacer tus costuras. Eh, ¿te gusta tu nuevo olivo?
–Por dioh Manueh. Qué árbol tan hermozo me ha traído tu a mí. Íralo, íralo. Zi de aquí normal que zalga el manjar de todoh. Zi, zi, zi, niño, tu ponmelo ahí cerquita. Que hermozura de árbol, miarma. Qué malaje el no haberlo tenío yo antes aquí conmigo. Espera aquí un zegundo, que te ecsho yo algo aceite en el cuello, no vaya a zer que te vaya tu a quemah ahí al zol.
Al olivo lo plantaron a la entrada de la casa hasta que llegó el tito Juan. Entonces fue trasplantado al otro extremo del jardín. Luego el vecino llegó y lo movió a la izquierda, pa que no le diese sombra a su huerto. El tito Javi consideró que aquel no era un buen sitio y se lo llevó cerca de la piscinita. A mediados de septiembre, la tita Merche arrancó el olivo de allí y lo colocó junto a la reja. Juan lo llevó cerca del patio trasero. Mi madre puso el grito en el cielo al volver a ver el olivo cerca de sus pertenencias y se armó de valor para trasplantarlo ella solita al otro extremo del recinto. El olivo volvió gracias a la tita al final del jardín. El vecino volvió a coger al pobre árbol para llevarlo a un paradero nuevo. La tita se quejó de su sombra. El recinto empezaba a parecer un campo de minas con tanta tierra movida y removida de un lado a otro. Días después, justo antes de irnos de vuelta a Madrid, mi padre lo volvió a plantar a la entrada. Y así estuvo el olivo dando vueltas por todo el jardín hasta que la abuela se alzó un día sobre sus pies, tarrito de aceite en la mano, y dijo que como no dejásemos al pobre árbol en paz este se iba a morir de un disgusto y ella nos iba a echar a todos de allí a la calle. Al fin y al cabo, mi padre tenía razón, aquel árbol era santo y sagrado para ella pues de sus frutos se extraía el líquido amarillento que todo lo curaba y arreglaba daba igual el mal o el tamaño del desastre. Si Jesús había venido a la tierra para salvarnos, según nos contaba cuando intentaba adiestrarnos en eso de la religión, el aceite de oliva había nacido para arreglar junto a él todos y cada uno de los fallos del mundo. El dúo dinámico de la abuela, según decía mi padre entre risas. Si esto ve que Dios no puede arreglarlo, ella saca su aceite y se acabaron todos los males. Mi madre solía decirle que cómo le escuchase decir eso de aquella manera iba a darle un buen manotazo. La verdad es que mi padre tenía razón. El malaje, el aceite y Dios eran la santísima trinidad de mi abuela. Intocables, santos y sagrados, como las comidas de los domingos a las dos y media de la tarde. Ni un minuto más ni uno menos. Y cuidado con intentar cambiar el orden de acontecimientos o prioridades, cuidadito con llevarle la contraria a la abuela, que te consideraba malaje y ya sacaba su tarrito de aceite del bolsillo para untarte en él cualquier trozo de piel visible. Desde aquel año, gracias a la ocurrencia de mi padre, el olivo se convirtió en un miembro más de la familia al que cuidar y querer como a uno más. La abuela se sentaba todas las tardes junto a él y le hablaba bajito, como si estuviese confesándose allí junto al árbol y no ante un cura. Nos reñía si nos subíamos a sus ramas, si no le hacíamos caso, si colgábamos una cuerda a modo de columpio, si nos veía hacer cualquier malaje cerca de su árbol. Según decía ella, tener a la puerta de la casa un ejemplar como aquel, solo podría traer cosas buenas a la familia. Apartaría todos los malajes habidos y por haber en nuestra estirpe y podríamos vivir bien agusto bajo la protección de sus ramas. Con el olivo, su Dios y los litros de aceite que guardaba a buen recaudo en la despensa, mi abuela murió segura de tener a toda la familia bajo una protección divina e inquebrantable.
Ahora, cuando entro con el coche en la finca y veo el olivo junto al banco de la entrada, la sombra oscura sobre el suelo de tierra y el sol cayendo a plomo contra la pared blanca, puedo escuchar a mi abuela y su “un pizcaita de aceite en la muñeca y ze te cura ezte malaje de la ciudad que me traeíh con vozotroh. Una pizcaíta na máh y to´ze oz va a areglar”. La Santísima Trinidad, como solía decir mi padre. Dios, el aceite y el malaje cubren aún los espacios blancos y luminosos de la vieja casa que en su día fue el reino de mi abuela. Ella, hace tiempo que descansa bajo la tierra del olivo, su cuerpo será ya pasto de sus raíces, su alma estará en algún lugar del cielo que tanto solía nombrar. Me la puedo imaginar persiguiendo a pequeños angelitos con su tarrito de aceite. Seguro que el malaje también existe dónde quiera que se haya ido. Nosotros, su estirpe, como le gustaba decir así entre risas, seguimos yendo allí cada verano. Nos sentamos en las tardes frescas de septiembre a la sombra del olivo. Reímos entre sus pies, enseñamos a nuestros hijos a quererlo. Nos dejamos proteger por él. Mi padre, ya viejo, se sienta a su lado cada noche y le habla, bajito, como a susurros de confesión. Será cosa de familia esto de curar los malajes bajo un olivo y con una pizcaíta de aceite de oliva. Será cosa de familia esto de untar las orejas con aceitillo no vaya a ser que nunca se sabe. La abuela siempre decía que el aceite lo cura to, hasta el tiempo, hasta las tristezas más hondas. Ya sabes, lector, una pulguita aceitillo de oliva en la nuca y se te quita to ese malaje que llevas encima. Hazle caso a mi abuela, ese líquido es santo y sagrado. Sentaíto a la derecha de Dios está.