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163. El vuelo de los carboneros

Alberto Guaita Tello

 

El páter abandonó la modesta habitación de Manuel en el primer piso de la casa familiar.
Acababa de pronunciar por el anciano la antigua oración de la unción de los enfermos con aceite de oliva bendecido. “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.”
Aquello dejó en el aire el afrutado olor del picual y un poso de tristeza.
Esta vez parecía que la muerte estuviese empeñada en reclamarlo. La fiebre no dejaba de subir por mucho que el médico del pueblo lo hubiese intentado. No debería haber estado trabajando desde tan temprano a su edad, en las frías madrugadas que estaban teniendo. Llevaba un par de años jubilado, pero no era capaz de concebir su existencia sin estar en contacto con los árboles y la tierra.
Su hijo mayor, Ramón, estaba al pie de la cama. Había pedido estar a solas con su padre en aquellos últimos momentos y su familia le esperaba pesarosa en la planta baja de la casa. Se parecía mucho a su padre, aunque éste siempre creyó ver en su rostro los ojos de su madre, fallecida antes de poder ver a su único hijo convertido en un hombre.
Su recuerdo era lo único que ocupaba en esos momentos la febril mente de Manuel. Había sido una mujer buena y generosa, querida por todos. En su día pensó incluso en meterse a monja y dedicarse al servicio y la oración. Esos pensamientos salieron volando de su cabeza el día que se conocieron en las fiestas de su pueblo, Orcera. El único amor de Manuel hasta aquel día había sido el olivar que heredara de sus padres. A partir de entonces, tuvo dos amores, que pronto fueron tres: su esposa, su hijo y su olivar.
Ella tenía una especial afición, sacar adelante a los polluelos que había ido encontrando desde pequeña. Siguió haciéndolo con los que en ocasiones encontraba su marido medio muertos entre las raíces de los olivos. Tenía buena mano con ellos, y desde que era bien pequeño había enseñado a su hijo Ramón cómo cuidarlos.
En una ocasión, Ignacia le confesó a su marido que su mayor deseo era el poder volar, ser un ave y surcar los cielos para ver toda la belleza que les rodeaba desde arriba. Era algo con lo que soñaba a menudo y que a Manuel le encantaba que le contase antes de salir de la cama. Casi siempre soñaba que se convertía en un carbonero, y que se paraba a descansar en las ramas altas de los olivos, antes de seguir con su vuelo infinito. Curiosamente, Manuel siempre había tenido predilección por aquellas aves, decía que su piar era lo único que en ocasiones le quitaba las penas, sobre todo cuando el corazón se ponía a recordarle a su esposa. En esas ocasiones, le era imposible no imaginar que alguno de los carboneros que piaban sobre su cabeza en el olivar era su amada Ignacia, a la que esperaba que el único deseo que había tenido para si misma le hubiese sido concedido.
Ramón se aferraba con sus manos al pie de la cama que, como el cabecero, era de pulida madera de olivo. Las tenía casi tan callosas como las de su padre, uno tras media vida y el otro tras una vida entera de varear, recoger y podar los olivos. Era como si los nudos de los troncos de aquellos ancianos árboles, que ya habían dado aceite a los árabes hacía siglos, se hubiesen acabado contagiando a las manos de ambos.
Sus vidas habían sido una sucesión de fríos madrugones y de trabajar hasta dejar de sentir el dolor de sus espaldas, pero estaban orgullosos de su profesión y de hacer llegar aquel tesoro a miles de personas. Todo en sus vidas, las alegrías y las penas, los deseos cumplidos y los que no lo habían sido, giraban alrededor del pedazo de tierra que sus antepasados, antes que ellos, habían convertido en el lugar perfecto para que sus amados olivos creciesen y diesen sus frutos.
Si bien Ramón había entendido el significado de la muerte hacía mucho tiempo, tras el fallecimiento de su madre, su padre había sido para él una figura aparentemente eterna, como si se tratase de otro más de los olivos centenarios, milenarios.
Un trueno sonó en la lejanía.
Su padre, al que creía inconsciente, fue el único que lo escuchó.
—Abre la ventana, Ramón, quiero oler la lluvia por última vez —le dijo su padre con un hilo de voz mientras, inmóvil en la cama, ni siquiera abría ya los ojos.
Ramón se acercó a la ventana, descorrió la cortina de ganchillo, bordada por su madre para su ajuar de boda, y la abrió. Estaba tan hundido en su pesar que ni siquiera había escuchado la tormenta que, como con pereza, llegaba desde el norte. Algunas gotas iban cayendo sobre el suelo del olivar que rodeaba la casa de los Guzmán, arrancando del suelo el inconfundible olor de la tierra que empieza a mojarse. Su padre empezó a musitar algo que Ramón no entendió, así que se acercó hasta la cama y se arrodilló a la altura de la cara de su padre para entenderlo.
—Carbonero… carbonero… —parecía decir.
—¿Carbonero? ¿Tienes frío padre? —le dijo mientras lo arropaba—. ¿Quieres que suba la calefacción? Cerraré la ventana para que no…
Los ojos de Manuel se abrieron de repente y agarró a su hijo del antebrazo.
—Carbonero —repitió con un aplomo extraño mientras le miraba fijamente a los ojos.
Ramón escuchó entonces un aleteo que le hizo girar la cabeza. Algo había entrado por la ventana. Enseguida vio el vientre amarillo que hace inconfundibles a los carboneros.
El ave hizo un breve vuelo fijo ante la cama del anciano, y después se posó sobre el dedo gordo de uno de sus pies destapados. Padre e hijo se quedaron en silencio, mientras la pequeña ave, sin decir ni pío, fue dando pequeños saltos hasta llegar al embozo de la manta, arremetido contra su cuello. Ramón no sabía qué hacer y siguió muy quieto, mientras veía cómo su padre sonreía bajo el áspero caos de su barba cana.
Los últimos deseos casi nunca se cumplen, pero Manuel había acabado compartiendo el deseo secreto de su Ignacia. Nunca se lo había contado a nadie, pero llevaba años rezando por que el deseo de ella se hubiese cumplido y por poder acompañarla en sus vuelos sobre los olivares.
Anciano y ave estuvieron mirándose fijamente a los ojos durante unos largos segundos, hasta que el carbonero le dio lo que parecía un diminuto beso en la boca al anciano. En ese preciso momento, Manuel expiró y cerró los ojos. El carbonero se elevó sobre la cama, dio un par de vueltas a la estancia, deteniéndose en el aire brevemente mientras piaba. Parecía estar observando a Ramón. Éste, en aquel momento, solo tenía ojos para su recién fallecido padre. El ave, seguidamente, salió volando por la ventana, alejándose con la tormenta que no había llegado a ser.
El joven, aún conmovido por aquella aparición, besó la frente de su padre, y le cubrió el rostro, que seguía sonriendo, con la ropa de la cama. Luego abandonó con paso lento la habitación, mientras las contenidas lágrimas se agolpaban por salir.
Para Manuel fue como si sus ojos se hubiesen cerrado solo un instante.
Tras ese parpadeo, pudo ver su propio rostro como si se observase en un espejo.
Se vio sonriendo, pero con los ojos cerrados. Aquello hizo que se sobresaltase.
Se sentía extraño, pero mejor que en mucho tiempo. En su sobresalto, empezó a aletear. Aquella era su habitación.
Revoloteó con torpeza, viéndose a sí mismo acostado en la cama. Se detuvo un instante ante su hijo Ramón, intentó decirle algo, pero lo único que pronunció fue un leve piar. Sintió en sus plumas la corriente que provenía de la ventana, y aún aturdido por aquella extraña transición, se lanzó por ella siguiendo un nuevo instinto.
Se dejó caer unos metros, para después batir sus pequeñas alas con una fuerza asombrosa, que le catapultó hacia el cielo. Seguía sintiéndose él mismo, de hecho, los recuerdos que la vejez había enmarañado en su memoria estaban más claros que nunca. Pudo recordar el primer baile con Ignacia, escuchando al detalle la música que en él sonaba. Sentía de nuevo el tacto de su piel, la primera vez que se abrazaron y que se amaron, con la luz de la luna colándose entre las ramas del olivo bajo el que habían extendido una gruesa manta. Era capaz de rememorarlo todo, detenerse en cada detalle; además solo afloraban a su memoria los buenos recuerdos de su existencia.
Se sentía libre por primera vez. Viró para mirar a qué altura estaba el sol. La escasa tormenta había dejado el cielo del atardecer incendiado de rojos y naranjas, al que aún le quedaban un par de horas para ser devorado por los morados del anochecer.
Tomó más altura y voló en dirección al sur.
Bajo sus alas se extendía un mar infinito de olivares en perfecto orden, que formaban un tapiz de líneas diagonales que se encartaban unas con otras. Aún había gente trabajando en muchos de ellos, podando como había hecho él mil veces para que naciesen aquellas verdes perlas de las que saldría oro líquido. Pronto sobrevoló la almazara de Don Anacleto, donde desde niño, había llevado con su padre el fruto de sus esfuerzos para que las prensas obrasen su magia. Aún recordaba la primera vez que había visto escurrirse el zumo de las olivas entre los capachos de esparto y el poderoso aroma que lo impregnaba todo.
Pasó por encima del Alto de Navalperal y vio el que había sido su pueblo. Orcera se extendía como un mosaico blanco, rodeado de olivares. Empezó a entender por qué su amada siempre había querido ver aquello desde lo alto. Allí solo llegaba la belleza, y las miserias por las que todos habían tenido que pasar en algún momento de sus vidas quedaban ancladas al suelo. Tomó rumbo sur oeste. No sabía cuánto duraría su transformación, pero deseaba poder ver la sierra de Cazorla y sobre todo, poder llegar al mar, que solo había visto en postales y al que nunca pudo llevar a su esposa.
Tenía el control absoluto de hacia dónde se dirigía, y el aire acariciaba sus plumas. Solo estaban él, el viento y sus recuerdos.
Pronto divisó el embalse de El Tranco entre la Sierra de Segura. Lo fue siguiendo largo rato. Decidió tocar el agua con sus patas en un vuelo rasante. Estaba disfrutando de cada instante, solo le faltaba su Ignacia. Mientras observaba cómo su sombra se deslizaba veloz sobre las tranquilas aguas, vio como ésta se desdoblaba, una segunda sombra recorría el embalse junto a la suya.
Entonces sintió cómo algo le rozaba el extremo de su ala y se giró. A diferencia de él, que tenía una banda oscura que recorría su pecho de arriba abajo, su acompañante tenía el pecho completamente amarillo. La voz de Ignacia resonó en su cabeza.
–Hola Manuel, llevaba mucho esperándote. Sígueme, volaremos al sur y veremos juntos el mar.

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