
162. Historia del rey y «El Orujillo»
El rey, poseedor de todas las tierras, señor de todos los mantos que cubren todas las colinas y todas las montañas, hasta de las de más difícil acceso, califa de todos los tonos verdes y de todos los tonos plata, zahorí de todas las aguas escondidas, y monarca de todos los seres vivos que a los pies de los castillos alimenta, en su regia soberanía tuvo a bien entregar a Alonso, “El Orujillo”, una ínfima parte de sí mismo en forma de oro para que dispusiera de él a su antojo.
Y Alonso lo derramó sobre el pan y lo coronó con diamantes de sal.
El trato
“El Orujillo” no habituado a la opulencia, se acostumbró poco a poco al disfrute del obsequio del rey, primeramente, con cautela, después con comodidad y finalmente convirtiéndolo en una necesidad, solo dándose cuenta de ello el día en que el oro se le consumió.
A partir de ese momento cada una de las horas de sus noches, y sin ninguna buena intención, las dedicó a colarse en todos los castillos que conocía, y en los que no conocía también, en busca del preciado y ansiado tesoro.
Sin éxito alguno, el desasosiego y la desazón se adhirieron a Alonso de tal forma, que el color de sus ojos mudó, el latido del corazón varió y el aliento que desprendía se oscureció.
El rey consciente de todo ello, y viendo como había quedado trabado “El Orujillo”, sintió remordimiento, por haber sido él mismo el que le había tentado, y se le ocurrió proponerle un trato para apaciguar su conciencia.
El rey le pidió que cada invierno recogiera de los campos el envero, el morado y el negro, con el fin de convertirlos en oro. A cambio, Alonso podría quedarse con las cantidades que deseara, sin límite alguno. Para alcanzar esa transformación, le revelaría los secretos de la alquimia necesaria para ello.
El primer invierno, Alonso muy ufano pensando en todo lo que iría a parar a su saco, recogió todos los colores del rey, acabando completamente baldado. “El Orujillo” acostumbrado a deambular por la tierra sin horarios ni calendarios, esas jornadas se le hicieron interminables. Ni terminaba el día, ni terminaban las lomas ni terminaban los cerros. Finalmente, con los campos desnudos de color, aliviados y aligerados, Alonso obtuvo su premio, y tomó todo el oro que cupo en su morada.
El segundo invierno, “El Orujillo” se dirigió a los campos menos ufano y más mohíno, pues en esta ocasión ya sabía lo que se le venía encima. A sabiendas que la hora se acercaba, y a la par que llegaron los días en los que el viento asomó en sus paseos a menos temperatura, Alonso empezó a descomponerse.
El tercer invierno, y con la intención de que no hubiese un cuarto, arrancó “El Orujillo” a maquinar en su cabeza la forma de zafarse del compromiso convenido, por supuesto sin imaginar siquiera el riesgo de perder su valioso oro. Y pensó que quizá el rey se apiadaría de él como lo hizo la primera vez, y luego repensó de verdad, y tomó conciencia de que la primera vez que se apiadó de él, le tuvo tres inviernos, molido a trabajar, luego no estaba seguro de que la piedad fuese una de las virtudes del rey. “El Orujillo” siguió devanándose los sesos, pero no encontraba la forma de hacer buenas migas con el soberano, con el fin de lograr un entendimiento donde él pudiese obtener lo que pretendía sin tener que deslomarse.
Tras mucho cavilar, se dio cuenta que pensar le suponía un quebradero de cabeza y un esfuerzo incluso mayor que el físico, y aunque cientos de ideas abarrotaban su cabeza, no necesitaba más que unos segundos para desecharlas, por su incoherencia y su poca utilidad. Y como no era capaz poner orden en el barullo que se había formado en su mollera, decidió tomar el camino más sencillo, pues, aunque no solucionaba su problema, tampoco tendría que enfrentarlo.
Entonces, Alonso huyó.
Ese año los colores morado y negro alfombraron la tierra, pues ni hubo quien los recogiera, ni hubo alquimia que los convirtiera en oro, y esa fue la razón por la que el rey se debilitó. Pero como en cada ciclo, con el paso de las estaciones, una nueva energía creció y recorrió las venas de su majestad, dándole el brío necesario para que los colores volvieran a pintar los campos. Y en esas estaba, cuando a lo lejos vio acercarse a Alonso, que una vez más, necesitado de oro, no tuvo más remedio que regresar.
Avergonzado “El Orujillo” se disculpó ante el monarca por haberle abandonado el invierno anterior, para luego exponerle sus excusas en forma de lamentos y quejidos. Incapaz de retenerlas todas, una de estas quejas llamó particularmente la atención del soberano, pues vio en ella gran parte del problema. El dolor de pies y piernas causado por tantas horas y días en pie.
El rey quiso hacerle más llevadero el trabajo a Alonso, y creyó recordar en una ocasión escuchar a través del viento una conversación relativa al alivio de estas extremidades, y le vino a la memoria que se mencionaba como solución, sumergirlas en un balde de agua fría para calmar el padecimiento. Y quiso el rey aliviar los pies a Alonso.
Blanco
Ese invierno toda la tierra quedó cubierta por un manto blanco, una capa suave y mullida sobre la que los pies no sufrirían hinchazón alguna. Una envoltura fresca que reavivaba a cualquier espíritu. Y orgulloso de su obra, el rey pensó que había ayudado a Alonso, y que éste se sentiría agradecido y nunca más volvería a marcharse.
En efecto, bajo toda esa nieve, los pies de Alonso no se hincharon ese invierno, aunque él no podía percibir si era así o no, ya que no era capaz de sentirlos. Simplemente los tenía entumecidos e inconexos del resto de su cuerpo. Desprovistos de movimiento, perdió el equilibrio y cayó varias veces porque sus pies adormecidos gélidamente no obedecían las órdenes de su cerebro. Eso sí, al llegar al suelo, lo recibía una superficie esponjosa y blanda.
La dificultad para la recolección fue tal, que nunca en su vida había estado tan cansado, pues necesitó el doble de esfuerzo para dar los mismos pasos que en otros inviernos, ya que el espesor del manto llegaba en algunos tramos a rozarle las rodillas.
De todas estas vicisitudes fue informado el rey, quien, sorprendido por las quejas a su plan inmaculado, quiso enmendar de nuevo la situación para la próxima cosecha.
Dorado
Al finalizar cada día de ese nuevo invierno ideado por el rey, Alonso llegaba a casa desesperado por desprenderse de la ropa que a esas horas pesaba ya varios quintales de más. Los miles de gotas de sudor que afloraban en el cuerpo de Alonso se descolgaban y se refugiaban en las prendas con las que se cubría, tornándose cada vez más y más pesado su avance por el campo. Era insoportable seguir con la recolección sometido a esas temperaturas. Ni una sola nube impidió que el sol calentara a Alonso ese invierno. Éste le rehuía, e intentaba salir al campo, aún a oscuras cuando el astro todavía no se había personado, o esperaba a que el cielo le echara a última hora de la tarde para poder volver a la cosecha, lo que conllevó la división de su sueño en dos tiempos: unas horas durante la noche y otras durante el día. Costumbre que no le desagradó y adoptó por muchos años.
Llegada la primavera, Alonso volvió a transmitir al rey su descontento por la sofocante calima que había sufrido durante meses, y empezó a recelar de sus buenas intenciones, llegando a figurarse que todos estos sinsabores tenían como origen su huida durante aquel invierno, pues no debía ser coincidencia que se originaran a partir de aquel momento.
El rey nuevamente sorprendido no comprendía la razón de su enojo, ya que había intentado resarcirle del corazón del problema anterior, a su entender el frio, y por eso le concedió un invierno más cálido y agradable. Un tiempo después, el rey recapacitó sobre el asunto, y comprendió que un verano tan largo no era bueno, pero tampoco era adecuado un invierno glacial, así pues, volvió a intentar complacer a Alonso. Y Alonso tembló.
Verde
Ese año, el invierno se dejó arrebatar un pedazo para dárselo al otoño. Al no haber un cambio tan abrupto entre estaciones, durante esa fase más pausada, el rey tuvo tiempo para observar que, en el circular de las mismas, un color nuevo le había pasado desapercibido. Perdido en el ajetreo en el que había estado inmerso, no había sido capaz de verse a sí mismo, de advertir que bajo el color verde suave que teñía todas sus tierras, un verde vivo había estado dando paso a los demás, pero nunca se había fijado en él. Considerándolo desaprovechado, pidió a Alonso que también recogiera parte de ese color, el cual vio en este cambio de parecer, una nueva consecuencia tendenciosa a sus quejas del año anterior, pues con esa decisión, la temporada se extendía y Alonso debería permanecer en el campo más tiempo, ahora también durante el otoño.
Al terminar el invierno, Alonso decidió no lamentarse más, temeroso de volver a ser de nuevo cuenco receptor de la benevolencia del rey. No solo dejó aparte su gimoteo avinagrado, sino que se sentía especialmente contento, pues las joyas de la corona aumentaron gracias al nuevo oro verde y con ellas las riquezas de “El Orujillo”.
Y el rey quiso compartir una primera cata de este nuevo oro verde con “El Orujillo” antes de que ambos se separaran, como sucedía cada año, y volvió a ofrecerle una ínfima parte de sí mismo, que Alonso aprovechó para derramar sobre el pan y esta vez, dada su nueva condición más boyante que al inicio de esta historia, lo coronó con virutas de jamón.