
161. Retorno a las raíces
Federico consultó, por enésima vez, su reloj. Al otro lado de la ventanilla del tren, el paisaje se deslizaba rápido y monótono: campos y más campos de dorado cereal jaspeados de cuando en cuando por una parcela verde o marrón. Suspiró. Llevaba dos horas allí sentado y empezaba a arrepentirse de haber cedido al capricho de la compradora de que él, personalmente, le mostrase la finca antes de firmar el contrato.
La finca que había sido de sus padres, en la que habían trabajado toda su vida, que se habían negado a abandonar cuando él, ya bien establecido, los había reclamado a su lado.
“¿Qué vamos a hacer nosotros en esa ciudad tan grande, hijo?”, le había dicho su madre con voz dulce y ojos tiernos. “Aquí tenemos nuestra huerta, nuestra parcela de garbanzos, nuestro olivar… allí no seríamos más que un estorbo para ti”. Su padre se había limitado a esbozar una mueca bajo su eterno cigarrillo sin filtro y a asentir toscamente. Nunca fue hombre de muchas palabras, su padre.
Durante unos momentos se dejó llevar por los recuerdos, esas pequeñas joyas que le devolvían porciones de su infancia en el pueblo. El olor de los tomates recién cogidos de la mata que duraba horas en las manos, la excitación al descubrir la primera miniatura de calabaza oculta entre las tupidas hojas, la habilidad con que su madre trenzaba las ristras de ajos. El sabor de aquellos garbanzos verdes que hurtaba de los márgenes de la parcela mientras su padre ataba el burro a la noguera y fingía no verlo. Los madrugones para ir a varear las olivas junto con su tío y sus primos, y el entusiasmo cuando el camión del Baldomero traía de vuelta los enormes garrafones de aceite, oscuro y espeso, con aquel aroma intenso que impregnaba toda la despensa. Aquellas gruesas rebanadas de pan recién hecho, aún tibio, empapadas de aceite, salpicadas de sal. Notó que la saliva inundaba su boca y el estómago protestaba con un sonoro rugido, y se sonrojó levemente ante la mirada de reproche de su vecino de asiento.
Pronto, el panorama cambió y las infinitas llanuras dejaron paso a los montes en cuyas laderas prosperaban los olivos. El tren serpenteó por el valle de su niñez y se detuvo con un quejido en la vetusta estación, por la que no había pasado apenas el tiempo. Algún desconchón más en la fachada, pintada del mismo tono ocre desvaído; alguna grieta más en el suelo del andén, del mismo cemento rugoso; algún banco de madera menos en la umbría sala de espera. El jefe de estación, en cambio, era un mozo de hombros anchos y amable sonrisa, muy distinto del vejete cascarrabias que los amenazaba con su banderín enrollado cuando los sorprendía, a él y a sus primos, arrojando piedras a las vías.
El trayecto de media hora desde la estación hasta la casa por la estrecha carretera bordeada de zarzales lo hizo a paso lento, sin prisa, disfrutando de los lugares conocidos, del peculiar sabor del aire, del frescor del río orlado de juncos a su paso por las afueras del pueblo. Sonreía para sí cuando se cruzaba con los lugareños que le miraban curiosos, escrutando su rostro en busca de rasgos familiares, y cuchicheaban sin discreción alguna apenas les daba la espalda: “es el hijo del Gregorio, míralo, es igualito a su padre de joven”.
La llegada al caserón le supuso un impacto mayor de lo que había esperado. Allí seguía, igual que siempre, tal como su abuelo lo había levantado a partir de pequeños corrales y bodegas en desuso, uniendo pedazos de parcelas compradas con pocos recursos y mucho regateo, echando mano a veces de un par de gallinas o incluso de un valioso cerdo para llegar al precio fijado. Su peculiar arquitectura, los gruesos muros de adobe revestidos de piedra que la aislaban de las temperaturas exteriores, las paredes que se unían en ángulos poco ortodoxos, los rincones imposibles que le fascinaban de pequeño y que resultaban ideales para jugar al escondite. Estando lejos era fácil perder de vista todas esas remembranzas que ahora le asaltaban tan vívidas como treinta años atrás. Casi esperaba oír los cascos del burro resbalando sobre las losas del patio al entrar en la cuadra con su padre, o ver a su madre asomando de la despensa para ofrecerle un choricillo en aceite o la rosquilla de la merienda.
El chirriar de la puerta de la calle le sobresaltó. Una voz extraña llamó desde el portal y Federico se apresuró a bajar las escaleras para reunirse con la compradora, suponiendo que fuera ella y no un polvoriento fantasma de su pasado infantil que regresaba del más allá para increparle por vender la casa y las tierras de sus ancestros. Al llegar abajo se rio de sí mismo por haber dejado que una idea tan peregrina pasara siquiera de refilón por su cerebro: quien aguardaba en el portal no era ningún espectro sino una mujer atractiva y elegante, que le tendió la mano con una sonrisa tras presentarse como Elena, interesada en adquirir las propiedades.
Federico le estrechó la mano calurosamente y la guio por la casona, explicando detalles y anécdotas de las diferentes estancias, tanto para hacer más amena la visita como para enfatizar el considerable valor sentimental que la hacienda tenía para él. Al terminar el recorrido Elena quiso examinar también las fincas, por lo que descendieron la cuesta del pueblo hasta la huerta, tapizada de ordenadas hileras rebosantes de judías verdes, tomates, pepinos y melones.
– La cultivan mis primos –aclaró Federico–. No hay motivo para desperdiciar un buen terreno.
Elena expresó su aprobación con un murmullo y solicitó ver el olivar.
– Es aquél de allí, el que está entre dos terrenos en barbecho. El pequeño.
Elena echó a andar de inmediato, lo que permitió a Federico admirar las suaves curvas de sus caderas balanceándose al caminar. ¿Era impresión suya o se contoneaba más de lo normal? Meneó la cabeza, divertido ante su imaginación desbordada, y se apresuró a alcanzarla. Recorrieron el camino hasta la finca en un apacible silencio, punteado por los crujidos de la gravilla del sendero y algún que otro tábano zumbando por los alrededores.
El último tramo ascendía en una pronunciada pendiente, por lo que ambos llegaron sin aliento al olivar. Federico se volvió y paseó la mirada por el valle, a sus pies. Un cierto malestar en el estómago le hizo cuestionarse si estaba cometiendo un error al deshacerse de la casa donde nació, de las tierras que dieron de comer a su familia durante años, de los olivos centenarios a cuya sombra había pasado con sus primos incontables tardes de verano. Tantos recuerdos…
Pero él tenía su vida en otra parte, nunca se había planteado regresar al pueblo, y desde su divorcio dedicaba todo su tiempo y sus energías a la empresa de informática en la que trabajaba. “No sé por qué dudo todavía, si ya lo tenía decidido”.
– Es una hermosa vista.
La voz a su espalda rezumaba dulzura. Federico se giró y vio a Elena recostada contra el tronco añoso de un grueso olivo. Las ramas pintaban su rostro con sombras cambiantes y un racimo de aceitunas de un bonito color verde brillante rozaba su cabello, como la diadema de una novia. Sus ojos, ligeramente entornados, tenían una expresión soñadora mientras vagaban por el valle, planeaban sobre los olivares, acariciaban el rostro de Federico. Sus labios entreabiertos, su respiración agitada, sus dedos enredando en los botones de su blusa, eran como destellos de un faro en medio de la niebla. Y Federico ni siquiera se planteó resistirse: se abandonó a su guía, navegó hasta ella y naufragó gozosamente frente a sus costas, rindiendo bandera, patria y dios a aquella mujer que lo abrazaba como si le fuera la vida en ello.
Sus manos la recorrieron con reverencia, piel contra piel, en dichoso abandono, las ropas de ambos olvidadas en un revuelto montón al pie del vetusto olivo. Y a medida que sus voces impregnaban el aire con gemidos de pasión y éxtasis, el árbol parecía reverdecer, como si de pronto corriera savia nueva por sus artríticas venas, y el susurro del aire entre sus hojas jugaba a imitar los jadeos de la pareja.
Un buen rato después, extinguido ya hasta el último de los rayos anaranjados del atardecer, Federico y Elena descendían por la ladera, de vuelta al pueblo, a la plateada luz de una luna apenas menguante que jugaba al escondite con las nubes. Sus manos se rozaron al caminar y sus dedos se buscaron a ciegas para entrelazarse.
En silencio iban trazando sus planes.
Elena quería convertir la casa en hotel rural, adquirir una modesta almazara que estaba en venta cerca de allí, y ofrecer a los turistas la posibilidad de conocer de primera mano todo el proceso de producción, desde la recogida de la aceituna en aquel pequeño y encantador olivar hasta la botella de aceite virgen con su nombre impreso en la etiqueta que se llevarían de regalo.
Federico había decidido instalar un moderno equipo informático en la buhardilla de la casa y trabajar desde allí; al fin y al cabo, ya tenía experiencia con el teletrabajo y le constaba que su jefe no era contrario a la idea.
En silencio se miraron de reojo, Elena deseando que Federico quisiera compartir con ella aquel proyecto que tanto la ilusionaba, Federico deseando que Elena quisiera compartir con él aquel inesperado retorno a sus raíces.
En silencio llegaron al pueblo, a la casa, a una nueva vida juntos. Aquel olivo centenario que dio cobijo a su primer encuentro fue también testigo de su boda, y parece sonreír a los visitantes desde la gran fotografía enmarcada sobre la chimenea que preside el salón de su hotel rural.