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160. La casa de los olivos

Óscar Grifoll Ponce

 

La puerta de madera crujía cada vez que el viento la hacía oscilar. Cada leve movimiento hacía estremecer a Nicolás, oculto tras las esbeltas piernas de su madre. Tembloroso.
– ¿Qué temes, Nicolás?
Sin contestar, Nicolás salió del resguardo de su madre y empujó la puerta con todas sus fuerzas para que no emitiese ese desagradable sonido que le producía pavor.
– Esa puerta siempre hace ese ruido.
La madre de Nicolás contemplaba cada estancia de la casa con nostalgia. En cada rincón guardaba un recuerdo entrañable y no pudo contener las lágrimas cada vez que abría una puerta o un cajón. Un armario. El tacto del mimbre de una silla. Todo le devolvía escenas de un pasado que creía olvidado. Pero allí estaba presente en cada esquina. Al llegar a la cocina se le contrajo el estómago, allí era donde pasaba la mayor parte del tiempo con su madre. Todavía emanaba de las paredes el inconfundible aroma de oliva que tanto fascinaba a su propia madre. La abuela que Nicolás nunca conoció.
>> ¿Quieres una tostada con aceite, Rosa?
El eco de la voz de su madre era inconfundible, aunque con el tiempo se iba difuminando, se borraba de su memoria, pero sus recuerdos en aquella casa parecía que quisieran perdurar para siempre.
Nicolás se paseaba con temor por aquella casona grande y seguía a su madre que serpenteaba por cada habitación en busca de anécdotas que despertasen su memoria. Su niñez permanecía impregnada en aquellas paredes donde colgaban cuadros con imágenes de olivos centenarios, almazaras, aceitunas y trabajadores en el campo. Fotos en blanco y negro. Pinturas y dibujos que colgaba con orgullo su padre. El abuelo que Nicolás no vio en persona, sólo en fotos como aquellas que colgaban de la vieja casa de los olivos. Así llamaba Rosa la casa de sus padres. Los abuelos que no conocieron a Nicolás. Sus lágrimas le inundaban sus ojos al mezclar su pasado y su presente. Por los pasillos le parecía contemplar a su padre con aquel pantalón de pana marrón. Sus tirantes y aquella boina gris ladeada. Con remolinos grisáceos que sobresalían por encima de sus orejas. Y siempre sonriente. Y sudoroso. Su padre vivía siempre ocupado. Activo. No paraba un instante. Su trabajo siempre estuvo ligado al olivo, aunque su afición fue siempre la pintura. La fotografía. Y aquellos cuadros que colgaban de las paredes reunían ambas pasiones. De no haber sido tiempos tan duros, su padre se habría mezclado en un ambiente bohemio. De artistas. Y en sus dibujos, colores, formas y expresiones estaba presente su otro amor. La aceituna. Verde. Oliva. Su padre podía pasarse el día describiendo el sabor de una aceituna. Por todos lados, nos rodeaba aquel ambiente que envolvía la casa. Se percibía todavía una esencia entremezclada del perfume a pimentón, tomillo y romero que recordaba a las aceitunas gazpachas que sus padres almacenaban en enormes tarros de barro en una alacena que en su día quedaba cercana a la cocina. Pero ya no existía. Aquella casa solo era un esqueleto de lo que fue. Sin vida. Con los despojos de lo que sucedió décadas atrás. Vidas que ya no recordaba sino ella. Para Nicolás todo era desconocido. Ajeno. Un olor que no le producía ninguna sensación. Tan sólo pareció sorprendido cuando su madre le explicó al llegar a la casona que los olivos de la entrada tenían cientos de años.
– ¿Cómo pueden vivir tantos años esos árboles, mamá?
– Con mucho cariño, Nicolás.
De su niñez, la madre recordaba retazos. Su pasado del que vislumbraba apenas imágenes que aparecían y desparecían. Flashes de lo que fue. Todo aquel ajetreo constante en la casa que se producía cuando recogían las aceitunas durante la cosecha y se llevaban hasta la almazara. Con un carro de madera trasladaban las aceitunas que llevaban en enormes sacos que sólo parecían cargar al hombro su padre y sus tíos Antonio y Carmelo. Todos no eran ya sino espectros en su mente. De aquella niña sorprendida por aquel trabajo de su familia apenas quedaba un recuerdo, puesto que se quedó con la imagen de ella apostillada en aquella puerta de la cocina que ahora crujía esperando que su padre le diese alguna aceituna al pasar por su lado. Le gustaban las aceitunas que picaban, como le pedía ella a su padre. Y él le daba alguna cuando su madre no le veía, puesto que solían provocare dolor de barriga durante un rato, pero su capricho era superior a sus consecuencias gástricas. Ella las llamaba ‘olivas picantes’. Y su padre se las daba a escondidas.
Nicolás observaba con parsimonia las estancias vacías, sin saber bien a qué jugar o con qué entretenerse mientras su madre miraba por última vez la casa de su infancia que pronto pasaría a manos de otra familia que nada sabría de todos los recuerdos que albergaba esa casa.
– ¡Mira, mamá!
Rosa observó el dibujo que señaló su hijo. Era la habitación donde recordaba dormir hasta que tuvo ocho o diez años. Después no volvieron mucho por aquella casa que acabó abandonada, rodeada de olivos centenarios que ofrecían un manto verdoso que envolvían la casona. El dibujo era de una niña pequeña con una enorme camiseta blanca de tirantes que le llegaba hasta las rodillas junto a un olivo al que su padre llamaba El Abuelo.
– Sí, Nicolás, esa niña es la mamá.
Rosa cogió el marco que colgaba de la pared y un sobre cayó al suelo. Apenas había rastro de aquella niña sonriente con un sombrero de paja que tocaba con sus dedos aquel árbol que ya debía ser viejo para el abuelo de su abuelo.
– ¡Mira, este olivo todavía está ahí fuera, luego nos haremos una foto!
Rosa cogió el sobre y extrajo una hoja amarillenta con una letra minúscula que enseguida reconoció de su padre. Aquel mensaje debía estar décadas esperando que alguien lo encontrase, como así fue. Rosa tenía las manos temblorosas: era un mensaje desde el pasado del puño y letra de su propio padre. Y decía así:

>> Querida Rosa, mi niña, mi amor, cuando leas estas palabras ya no serás una niña, aunque para mí siempre serás mi pequeña Rosita. Quizá ya no esté a tu lado cuando encuentres este sobre, pero ahora te veo corretear por la casona, buscándome para que te dé un puñado de aceitunas picantes mientras tu madre nos prepara unas tostadas con aceite para almorzar. Y me gustaría parar el tiempo, detener este instante para siempre, para confesarte lo feliz que me siento desde que naciste, cambiaste mi vida y siempre te querré, tanto que me abruma y sé que eres una niña que algún día crecerá y olvidarás lo felices que fuimos en esta casa. Ojalá un día, en un futuro lejano, vuelvas a esta misma casa para contar a tus hijos la alegría que respiró esta casa cuando todavía éramos jóvenes y el mundo nos depararía todavía muchas sorpresas. Te quiero ahora y siempre, mi amor, mi Rosita, mi niña, espero que seas feliz, siempre. Tu papá siempre te querrá, no lo olvides nunca.

Rosa no pudo contener sus lágrimas y casi no acabó las últimas frases pues sus ojos estaban tan húmedos que le costaba descifrar las palabras. Su hijo Nicolás la vio tan afligida que le ofreció la mano sin saber muy bien la razón por la que lloraba su madre.
– ¿Por qué lloras, mamá?
Rosa cogió a su hijo al brazo y lo puso sobre sus rodillas mientras le mostraba la niña que aparecía en el dibujo que pintó su padre muchos años atrás.
– Este dibujo de la mamá, cuando era niña, lo hizo tu abuelo, ¿sabes? Le gustaba mucho pintar. Y le encantaba esta casa. Su pasión era recoger las aceitunas de esos árboles tan viejos que hemos visto al llegar, y con la abuela y los tíos y vecinos hacían el mejor aceite del mundo…
– A mí me gusta mucho el aceite, mamá.
– Lo sé, lo sé, Nicolás, y me hubiese gustado que vieses cómo era esta casa cuando vivían los abuelos…el abuelo te habría dado a escondidas unas aceitunas picantes…
– ¡Aghhh, aceitunas picantes!
– ¡Mmmmh, estaban buenísimas, pequeñajo!
– ¡No me gusta picante!
– Te habría encantado…y la abuela te habría llamado para ponerte una tostada con aceite…lo hacían aquí al lado, en la almazara…habías sido feliz en esta casa, como lo fui yo cuando era así, como esta niña del dibujo…
Nicolás dio un beso al cristal del cuadro y su madre lo volvió a colgar de la pared. No quería llevarse ninguno de esos recuerdos, Rosa pensaba que los objetos deben quedarse en su sitio y aquel cuadro pertenecía a esa casa. Y aunque los nuevos vecinos que habían comprado la casa decidiesen tirar todo lo que había, para Rosa, en su mente, aquel cuadro seguirá, por siempre, en aquella misma pared.
Al salir de la casona, Rosa miró por última vez la casa. No volvería a la casa de los olivos, como siempre la había llamado, pero en su recuerdo permanecerían por siempre todas las vivencias de aquella etapa feliz de su vida.
– ¡Ponte allí, Nicolás, junto al árbol!
– ¡Qué árbol más grande, mami!
– Sí, ese árbol se llama El Abuelo.
Nicolás se puso frente al árbol mientras Rosa sacaba el teléfono móvil para hacer una foto que se convertiría en un recuerdo de cuando estuvieron en la casona de los olivos por última vez para ella. Y por primera vez para Nicolás, que apenas recordaría nada, pero siempre le quedaría esa foto.

>> Mi Nicolás, mi niño que ya no serás, esta foto es la muestra del día que viste la casa de los olivos, un lugar que me hizo feliz y donde pasé una etapa de mi vida que no olvidaré jamás, con tus abuelos, que no conociste jamás, pero que te habrían querido tanto como me quisieron a mí. Quizá algún día, cuando seas mayor, vuelvas a la casa de los olivos, y todavía esté el mismo árbol centenario que siempre hemos llamado El Abuelo. Y tal vez, si entras en la casa, encuentres un cuadro de una niña junto a este mismo árbol que pintó tu abuelo y que soy yo cuando tenía la misma edad que tú en esta foto. Mi niño, mi pequeño Nicolás, espero que te acuerdes de este día, cuando volvimos por última vez a la casa de los olivos.

 

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