
159. Santo Óleo
Josefa dormía esa madrugada con una sonrisa plácida coronando su cara. Antonio la había amado como nunca lo había logrado otra persona: cuidándola en cada mimo, en cada gesto cómplice, en cada placer deshecho. Cuando se amaba de verdad, pensaba ella en el duermevela, solo persigues el bien del otro. Y él la observaba sereno; escudriñando su piel curtida pero tersa y aterciopelada. Los primeros rayos del alba se colaron por una de las rendijas de la persiana entreabierta y descubrió el cuello desnudo de Josefa. Una gran cicatriz circundaba su garganta. Ella la había enmascarado hasta ahora con elegantes, finos y sutiles pañuelos que se habían convertido en un rasgo distintivo de su indumentaria. Para Antonio resultó tentador recorrer la herida con la yema de su dedo índice pero se contuvo porque un pálpito lo avisó de que era terreno prohibido.
Por la mañana, mientras desayunaban zumo de naranja y una contundente rebanada de pan con el denso AOVE de la casa, Antonio la asaltó:
—¿Operada de tiroides, verdad?
—¿Cómo? —respondió confusa Josefa.
—La cicatriz de tu garganta —insistió él.
—Sí, sí —titubeó Josefa, al tiempo que se le ruborizaba el rostro y los ojos se le tornaban vidriosos.
Apuró el zumo de naranja y espetó:
—Salgo ya que me espera Paco con los Jeep para la primera excursión.
Antonio lamentó su atrevimiento durante todo el día porque Josefa lo esquivó siempre que pudo. Se fustigaba porque desde que puso los pies en la almazara Santo Óleo la relación con su principal propietaria había pasado por la complicidad, la confianza, el respeto, la admiración, la cooperación y, últimamente, la magia. Ahora sentía que con solo una pregunta había traicionado un poco de todo esto.
Ambos se conocieron en la tercera Feria del Aceite de Oliva Virgen de la comarca Nororma en la provincia de Málaga. Él era comercial de Agrosur, una empresa dedicada a la venta y reparación de transporte agrícola y ganadero. Josefa participaba en la muestra exhibiendo el resultado de la nueva cosecha de “Santo Óleo”. Antonio formaba parte del jurado que tenía que deliberar qué aceite virgen extra de la zona se alzaría con el premio “Aceituna de Oro”, un galardón que permitiría a la cooperativa seleccionada introducir el producto en el mercado internacional. Los organizadores de la cita olivarera se comprometían a gestionar esta incursión a través de las principales empresas de catering de aerolíneas extranjeras, así como en el servicio de restauración de importantes hoteles de la Costa del Sol. Josefa no aspiraba a tan magna empresa. Era consciente de que su aceite tenía un magnífico potencial, pero su negocio nunca había sido ambicioso ni competitivo. Ella producía con métodos puramente artesanales nada compatibles con un alto rendimiento comercial. En Santo Óleo se vareaba cada árbol y se separaban a mano las ramas y hojas caídas durante la recogida de la aceituna. Una vetusta piedra y el entrañable e incombustible mulo Aníbal hacían la molienda sin prisas. La masa resultante se batía a una temperatura entre los 24 y 27 grados para extraer la primera prensada en frío. Cuando emanaban los primeros chorros dorados por los capachos apretados de esparto, brotaban a la par las lágrimas de júbilo de todo el personal de la finca. Era el legado que le dejó su abuela Catalina, quien siempre le había recordado cada 22 de septiembre la importancia que tenía la fabricación del “Santo Óleo” para toda la familia y en especial para su existencia.
Sin convicción alguna, Josefa se inscribió en el certamen por compromiso. Su vecino de finca no podía presentarse en esa edición porque tuvo problemas con la cosecha y sabía que no tenía opción de ganar. Sin embargo, le daba rabia que un pueblo con tantos olivos como era Villanueva de Tapia no tuviera representación en la convocatoria aceitera. La cata de “Santo Óleo” obtuvo la máxima puntuación: encandiló al jurado el tímido picor que dejaba en boca, el incandescente aroma que invadía las pituitarias y el color ocre que había salido del fruto maduro y que ahora traslucía de la pequeña tinaja de muestra. Una vez que se hizo entrega de las distinciones oficiales del concurso, Antonio quiso felicitar a la premiada personalmente. Durante el cóctel de celebración sorprendió a Josefa invitándola a una copa de vino para brindar por el triunfo.
—¡Larga vida a “Santo Óleo” y a su creadora! —exclamó animoso Antonio.
—¡Que así sea! —respondió ella con la voz entrecortada.
A Josefa le turbaba a menudo el halago sobre todo si procedía de alguien a quien no conocía mucho; máxime si se trataba de un varón. La facilidad de palabra de Antonio fue haciendo amena la conversación y permitió que ella aceptara otra copa y una tarjeta de visita. Él se despidió mirándola fijamente a los ojos y con ademanes de embaucador le dijo: llámame para lo que necesites.
Josefa pasó la noche inquieta. La jornada había estado plagada de emociones: la cata, el premio, las fotos, el gentío, el vino y los ojos de miel de Antonio. Todo ese presente se mezclaba con imágenes turbias del pasado en una pesadilla densa en la que se fundieron los olores del penetrante alpechín, con el de un mosto dulzón e incluso con el aroma ferroso de la sangre caliente. Se despertó a las cinco de la mañana azogada y encharcada en sudor. Tomó un poco de limonada fresca y esperó a que amaneciera. Anduvo dos días indispuesta y al tercero cogió la tarjeta de visita y telefoneó a Antonio. «Tenemos que hablar de negocios». Ella quería reorientar el beneficio que había supuesto obtener el galardón para “Santo Óleo”; quería huir de la promoción de su aceite en el mercado internacional pero no rechazaba que el mundo conociera cómo se conseguía extraer ese bendito oro líquido en su almazara. Le planteó a Antonio que sumaran conocimientos, esfuerzos y contactos para crear una empresa de turismo rural y ecológico. Josefa soñaba con preservar la autenticidad de “Santo Óleo” compartiendo ese bien con los demás. Quería que se asociara la marca con una experiencia grata, didáctica e inolvidable. En seis meses tuvieron redactado el proyecto y en otros tantos los Jeep de Paco recorrían la finca paseando a turistas que se deleitaban con el paisaje, con la degustación del aceite extra virgen y con la recreación animada del tradicional sistema de producción que Catalina le había enseñado a Josefa cuando esta apenas tenía 16 años. A menudo, en las mañanas frías de noviembre, cuando paraba el Jeep junto a los jornaleros que vareaban los centenarios olivos para explicarles a los viajeros esta labor, miraba al cielo, respiraba hondo y percibía el reflejo del orgullo que podía sentir su abuela desde las alturas. «No te olvides de la esencia, Josefita; por ella estás aquí». Aún podía sentir cercanas sus palabras. ¡Cómo voy a olvidarla! Los celos y la huella de la gélida navaja de Miguel me han acompañado cada día frente al espejo. No lo esperaba: me esperó en el portal y fue certero. Mi cuello era un manantial de vida desparramada sobre la camisa rasgada. En la Casa de Socorro de calle Madre de Dios sostuvieron la hemorragia, pero durante el traslado al Hospital Civil se agravó la situación. Mi abuela tuvo que llamar apresuradamente a don Federico, párroco de los Santos Mártires, que acudió como un relámpago al centro sanitario. El cura efectuó la última confesión y unció mi frente con aceite bendecido por el obispo en la misa crismal de la anterior Semana Santa. La abuela Catalina había donado ese año a la Catedral un ánfora de su cosecha para preparar los óleos sagrados que los religiosos repartirían luego por todas las parroquias de la diócesis para la celebración de los distintos sacramentos. Ella se asía a las cuentas de un manido rosario de huesos de oliva y se persignaba sin cesar mientras don Federico dibujaba una cruz con parsimonia sobre mi piel. El desenlace era cuestión de horas. La respiración era un levísimo susurro pausado y armónico. Durante la madrugada, la frecuencia cardíaca se fue reavivando y en tres días la abuela había buscado un cuatroele para sacarme a escondidas del hospital. Aprovechó que en un diario habían publicado a toda página, de manera precipitada y con tintes melodramáticos el fallecimiento de “la joven degollada en calle Beatas”, para traerme al pueblo. De hecho, siguió la recomendación que le hicieron desde la Comisaría de Vigilancia la noche de autos: “Si su nieta superara el trance, llévesela lo más lejos que pueda; como el “chavó” se entere de que está viva todavía, volverá a intentarlo”. Y desde que llegué a estos campos, estoy en deuda con su “Santo Óleo”; es el que me sigue curando las heridas desde aquel oscuro 22 de septiembre de 1966. Cuando terminó el relato, Josefa tenía las manos de Antonio entrelazadas con las suyas. Él la miraba con el rostro minado de angustia, de consuelo y de ternura. En ese momento, ella se quitó el pañuelo del cuello: ya le había perdido el miedo a los hombres.