
158. Una sabia decisión
Todo empezó con un mensaje erróneo y una cascada de malos entendidos, suposiciones que precipitaron un sunami destructor. Los acontecimientos no tardaron en sucederse, en derramarse por su vida sin darle tiempo a reaccionar. Cada ficha que movía era demasiado tarde para subsanar su error. Las consecuencias no tardaron en precipitarse hasta dejarla completamente seca, hundida en la más absoluta tristeza.
Sila era ya algo mayor para empezar de nuevo. Había apostado demasiado para tener a su hija con ella. Trámites de adopción, informes, pruebas de idoneidad y un largo etcétera que por fin se vio culminado con aquella niña, su niña. La que iba a ser su luz en el camino, la que le diera sentido a su vida.
Sin embargo todo había acabado de un plumazo. Ella, su pequeña, había crecido demasiado rápido y sin más desapareció. Una amiga le había dicho que lo que sentía ahora sería pasajero, que no era más que el síndrome del nido vacío y que debía reencontrarse a sí misma.
—Qué fácil es dar consejos —pensó—. ¡Como si ella quisiera encontrar algo a estas alturas!.
A lo largo de los años, las pérdidas se agolpaban en su alma de tal forma que para ella el dolor se había convertido en algo natural. La soledad en su asidua amiga, inseparable. Cada día trataba de ocupar su tiempo dando largos paseos, escuchando su música de siempre, cuidando sus plantas y leyendo. Más que nada, le gustaba leer. Leía muchos libros, subrayaba sus líneas, señalaba las ideas que no quería olvidar; hasta llegó a pensar que tal vez ella también podría escribir algo. Pasaba muchas horas imaginando historias que acababan bien, por supuesto. Cuentos para niñas que tenían miedo sin saber de qué y que algún día podrían servir a su pequeña Ani.
—Pero —se decía a sí misma secándose alguna lágrima—, Ani ya no está conmigo, ya no es una niña asustadiza. Se marchó lejos. No por la distancia física sino por la incomprensión. ¡Qué fácil es perderse en el mar de las palabras!
Había llegado a obsesionarse con preguntas que se repetía en una sucesión enfermiza, casi al borde de la locura: “¿Hubiese podido ser diferente… o quizás todo estaba predestinado desde la primera palabra, desde el primer pensamiento?”. Sin duda todo se debía a una maniobra del destino. Ese destino siempre amargo para ella, algo cruel y nunca esperado. Ese “mal fario” que la acompañaba desde que podía recordar.
Sila solía pasear perdida, no solo entre las calles por las que vagaba a menudo, sino en el enjambre de pensamientos que bullían en su cabeza, en los recuerdos que atenazaban su alma. Perdida dentro de sí misma sin remedio.
Hacía ya más de dos años que no veía a su niñita, a su Ani. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando la tenía en brazos de pequeña y se le antojaba un sueño, algo que nunca había ocurrido. Pero, aunque su estado seguía siendo deprimente, ya había vuelto a dormir más de cuatro horas seguidas y no deseaba morirse. En realidad, todo le daba igual, incluso empezaba a pensar en un viaje que se tenía prometido a sí misma y que nunca realizaba. Solo faltaba concretar el destino y no podía tratarse de un sitio cualquiera. Debía ser algo muy especial.
Acababan de sonar ocho campanadas en el reloj de una iglesia cercana cuando Sila escuchó una lluvia suave que golpeteaba las grandes hojas de la cheflera del jardín. Se había quedado dormida con uno de sus libros entre las manos y se sentía cansada, pero saltó de la cama con urgencia, como si una voz autoritaria la sacudiera y la obligara a ponerse en marcha. Pero en marcha… ¿hacia dónde? Nadie la esperaba. Su trabajo pertenecía al pasado. Sus amigos la habían olvidado o al menos eso percibía ella con el correr del tiempo. Antes de tomar su primer café del día, abrió de nuevo el libro y miró fijamente lo que había subrayado. Eran ideas sueltas, palabras aisladas que había marcado sin recordar el motivo: Sabiduría, Esperanza, Fuerza, Reconciliación… absorta en estas palabras, sin ser consciente de lo que hacía, se vio envuelta en la toalla después de ducharse, se pasó el cepillo por su corta melena, que ya empezaba a lucir sus primeras canas, se vistió, cogió un paraguas y salió a la calle.
Se proponía perderse como otras veces por calles desconocidas, mezclarse entre la gente, pararse a mirar los numerosos escaparates que le salieran al paso, dejarse atrapar por ellos al menos durante unos instantes. ¿Qué hace que alguien dirija su atención hacia un sitio y no a otro? —se preguntaba cuando sintió una sensación extraña, como un fuerte imán que la atraía hacia el escaparate de aquel local.
Al entrar la atrapó la imagen de arroyos de aguas cristalinas que se precipitaban por las montañas, aguas tranquilas que se sosegaban al llegar a regar las fértiles tierras rojizas, cuna de un inmenso olivar de color verde plateado que la envolvía como en un abrazo prometedor lleno de misterio. Al entrar, un aroma intenso a aceite de oliva la hizo salivar de placer al presentir su sabor intenso que ella había paladeado tantas veces en su infancia. Varios “stands” ofrecían muestras de distintas degustaciones elaboradas con sumo mimo y que contaban como principal ingrediente con el aceite de oliva.
—Olivos —pensó—. Olivos de Jaén. Umm… ¡aquel pan con aceite de su infancia que su abuela le daba como el mejor de los manjares!.
Al instante se agolparon en la memoria de Sila numerosas historias, de esas que leía en su juventud en los libros de mitología que le regalaba su padre: las coronas trenzadas de olivo para los vencedores olímpicos, la amistad de Eneas que mostraba al llevar en su mano una rama de olivo, la diosa Atenea que hizo brotar un olivo como fuente de sabiduría y símbolo de abundancia, las historias de la Biblia del colegio, los poemas de García Lorca, Machado, Hernández… el olivo, mensajero de la paz, la concordia, símbolo de pacto y entendimiento.
Mientras recordaba todas aquellas historias que relacionaban al olivo y sus frutos con la fertilidad, la sabiduría, la victoria… no podía apartar sus ojos de los murales con fotografías de mares plagados de olivares. Todo transmitía paz. Justo lo que ella necesitaba.
Avanzó a lo largo de aquella exposición que invitaba a visitar Jaén y se detuvo ante una frase: “El aceite de oliva todo mal quita”.
—No lo dude —escuchó decir a una voz desconocida detrás de ella.
Cuando giró su cabeza, una joven de ojos color aceituna y piel dorada le extendía un folleto publicitario en donde la invitaban a llevar a cabo una inolvidable aventura: “¡ATRÉVETE!, ven a JAÉN”, podía leer con letras de distintos tonos verdes que detallaban las distintas localizaciones de la mayor productora de aceite del mundo.
Sila recordó las palabras marcadas la noche anterior en el libro que había estado leyendo: Sabiduría, Esperanza, Fuerza, Reconciliación. ¿Quién le estaba gastando una broma? ¿Quién la había arrastrado hasta allí aquella lluviosa mañana? Sin duda aquella noche sin saberlo había soñado con Jaén y sus olivos.
—¿Qué puedo perder? —se dijo—. Merece la pena intentarlo.
Trató de pensar en la vida que había vivido antes de que comenzara aquella historia. ¿Cómo era ella antes? ¿Qué esperaba de la vida ahora? Le costó un gran esfuerzo, ya que ahora le parecía todo muy remoto.
Hacía rato que viajaba rodeada de olivos y una sensación de esperanza le transmitía una fuerza que no había sentido hasta entonces.
—Quizás sea posible una reconciliación con la vida —se dijo en voz alta, como intentando escucharse una y otra vez— Quizás sea posible renacer en una nueva tierra repleta de sabiduría antigua, de vida y de promesas. En donde los olivos aguantan heladas y no pierden las hojas ni tan siquiera en invierno, calientan con su leña y alimentan con sus frutos al mundo entero.
Sí —se dijo cada vez más segura de sí misma—, en Jaén podré renacer, al igual que sus olivos, que incluso cuando están calcinados tienen nuevos brotes que con el paso del tiempo comienzan a dar nuevos frutos.
Había sido solo una cuestión de meses, y en ese tiempo Sila se había convertido en otra persona. Trató de acordarse de cómo era antes y le resultó difícil. Observó en el espejo a la nueva Sila. Había descubierto una nueva forma de vivir, de alimentarse, de caminar sin prisas, sin angustia.
Era primavera, sentada bajo un olivo reclinó su cabeza en su tronco y se alegró de encontrarse entre el verdor de la hierba en un paisaje salpicado de parches marrones y rojizos. En medio de un olivar la venció la necesidad de respirar profundamente, como si sus pulmones quisieran llenarse de aquel aire con olor a aceituna. Allí no había calles, ni semáforos que detuvieran su camino. Se levantó y echó a correr asombrada de haber recuperado sus fuerzas y las ganas de vivir y maldiciendo el tiempo que había perdido antes de decidirse a ir a Jaén.