157. El oro verde
Era otoño y la oliva estaba a punto de ser recolectada. Los olivares del norte de Jaén estaban teñidos de malva y amarillo. Hadler, un joven médico brillante en su carrera profesional amaba las plantas. Sin embargo, el olivo era su preferido. El líquido sustraído de estos grandes árboles le fascinaba. En ocasiones ayudaba a sus padres, su madre, Sara, de raíces andaluzas y Andreas Smith, de procedencia alemana, aunque él prefería llamarse señor Smith. Tenían una pequeña almazara familiar y junto con sus temporeros y jornaleros, lograban el producto. Este aceite en concreto tenía algo especial, comenzó a ser famoso por su sabor y sus propiedades por lo tanto los productores de la comarca comenzaron a no hacerle sombra por su calidad, aun siendo una empresa pequeña.
Hadler trató este óleo con mucho mimo para darle otra utilidad, no sólo en el ámbito gastronómico. En esa época las alergias y las afecciones de piel estaban a la orden del día. Lo que proporcionaba a sus pacientes no los aliviaba mucho. Trabajaba en un pequeño consultorio cerca de la iglesia de la ciudad, donde tenía su propio laboratorio junto con su amigo Miguel, otro doctor que se unió a su proyecto.
A primera hora de la mañana los dos médicos estaban en la consulta, concretamente en el pequeño laboratorio donde hacían sus pruebas y experimentos.
—Hadler, ¿estás seguro de esto? ¿Funcionará? —comentó Miguel, preocupado mientras cogía un bote pequeño de cristal.
—Miguel, ten fe. Hay que avanzar, estamos en el siglo diecinueve y buscar otras alternativas nos ayudará a todos. Las afecciones de piel están aumentando y, cierto es que sólo poner este aceite en ciertas dolencias ya mejora al paciente, si le agregamos esta planta que recolecté puede mejorar.
Miguel lo miró con admiración y asintió con la cabeza y al volver su cara hacia la ventana, vio a la madre de su compañero pasar hasta llegar a la puerta:
—¡Hijo, te traigo la otra botella de aceite que me pedisteis!
—¡Pase, Sara! —exclamó Miguel.
—¡Hola, mamá! Ese es de la otra almazara, ¿verdad? El de Córdoba.
—Sí, lo acabo de recibir. Es de los Vélez —explicó la madre contenta.
—¡Gracias, mamá!
Mientras en el olivar parecía ir todo normal, el señor Smith observaba de cerca cómo los trabajadores prensaban la oliva picual para obtener el óleo. Las fechas para la venta del producto se cumplirían según lo previsto. Andaba por la sala de prensado y observó a unos trabajadores que hablaban nerviosos entre ellos. Uno de ellos empezó a hablar:
—Antonio, creo que no deberías meterte —comentó su compañero.
—Necesito las perras, con lo que gano aquí no me basta y tengo once bocas que alimentar. Es para pensárselo, ¿no crees? —replicó molesto.
—Lleva cuidado. Son intereses de titanes, nosotros solo somos jornaleros, ¡por amor de Dios! —le advirtió su amigo marchándose.
Antonio escuchó las palabras del jornalero y reconoció que tenía razón. Él había trabajado duro durante muchos años para los Smith. Por sus carencias económicas tuvo que llamar al señor Rodolfo que, aparte de ser médico, también hacía préstamos o encargaba misiones algo oscuras. Antonio estaba tan absorto en sus pensamientos que la herramienta que tenía en las manos se cayó al suelo y su patrón fue hacia él:
—¿Algún problema? ¡Antonio ponte a trabajar! —exclamó Smith con ímpetu.
—¡Sí, jefe! —gritó.
Poco después del incidente, Sara, madre de Hadler, entró a la fábrica en busca de su marido:
—Querido, estás aquí. Fui a casa y ya te habías ido. Le di la botella a Hadler.
—Bien, a ver qué saca en claro. Mis amigos alemanes están ansiosos por conocer sus hallazgos. Por cierto, Sara, ¿vas a contarle la historia? Sabes que tus padres así lo hubieran querido; ya es un hombre y todavía no sabe parte de tu legado. Hará pruebas, verá que junto a otros este aceite es diferente —dijo muy orgulloso.
—Ya veré, no sé si lo entenderá, ya sabes cómo es. Todo para él es ciencia. Si supiera que hay cosas que ocurren sin explicación…
Mientras el matrimonio seguía hablando, Antonio intentó pasar desapercibido, se acercó con sigilo para poder oir que decía su patrón cuando…
—¡Antonio! Vamos, holgazán. ¿Qué haces ahí parado? —gritó el capataz del grupo.
El trabajador había podido oír algo, aunque fue información no muy relevante.
Pasaron varias horas y la noche se instaló sobre las calles de Jaén. La pareja de médicos terminó sus consultas. Hadler quiso dar un beso a Miguel, pero este lo apartó:
—¡Ahora no! Hay mucha gente en la calle y las ventanas están abiertas y podrían vernos. No podemos arriesgarnos así, ya lo sabes. Está muy mal visto —comentó Miguel molesto.
—Vale, Miguel, disculpa. Tengo muchas ganas de estar contigo a solas, apenas tenemos intimidad.
—Paciencia, cariño —aconsejó acariciándole la mejilla.
Después de lo sucedido, la pareja continuó con la investigación en su pequeño laboratorio. Miguel cogió de los alambiques el aceite esencial de lavanda mientras Hadler agregó en dos pequeñas botellas de cristal siete gotas de lavanda, vertió el óleo que le había llevado su madre por la mañana en una de ellas y el de la familia en la otra y las agitó enérgicamente.
—Miguel ponte estas mezclas en el eccema a ver qué tal va y me vas contando. Tendremos que apuntar si hay diferencia entre una mezcla y otra.
—Sí, claro. Creo que ya es hora de volver a casa. Te echaré de menos, amor. Ahora sí te permito un beso de despedida —rio Miguel fundiéndose en un apasionado beso con su compañero.
Hadler se dirigió a casa de sus padres. Tenía ganas de verlos, aunque a veces se pusiesen algo pesados en algunos temas personales. Antes de llegar a la puerta, sintió un escalofrío por la nuca, notó una presencia a sus espaldas, como si lo siguieran. Miró hacia atrás y ni rastro de gente. Hace días que notaba que lo seguían. Al final continuó andando hasta llegar a la puerta algo asustado. Decidió no contarles nada a sus padres por el momento.
—¡Hola, hijo! Qué alegría que estés aquí. Desde que te fuiste a vivir a tu casa apenas quedamos para comidas o cenas. Estás demasiado absorbido en tu carrera. ¿Cuándo vas a traer a una chica? Conocemos a una de la familia…
—¡Mamá, no empieces! —exclamó algo irritado interrumpiéndola— Estoy muy ocupado. Por favor no comencéis papá y tú con la misma cantinela.
—¡Qué alegría verte por aquí! Vamos, la cena está lista. Hoy toca pollo al jerez y, por supuesto, con el mejor aceite del mundo —dijo risueño su padre.
Al mismo tiempo que Hadler tomaba asiento, sus padres fueron a la cocina para servir la cena.
—Sara tenemos que tomar una decisión. ¿Vamos a contarle la historia que tiene tu familia? —comentó su esposo en voz baja.
—Está bien se lo contamos, o bueno, tú. Te encanta contarla.
La velada comenzó muy bien, una cena exquisita, y cuando sus padres sirvieron el postre su madre comenzó a hablar:
—Hijo, hay algo de la familia que debes saber. No te lo hemos contado antes por no distraerte, aunque viendo tus investigaciones junto a Miguel, creemos que ya va siendo hora.
—La familia de tu madre tiene una historia bastante interesante —continuó su padre—. Según me contaron tus abuelos maternos, este olivar legendario esconde un secreto guardado generación tras generación, cuatro por lo menos. En una noche tormentosa, un rayo impactó sobre el terreno donde se encontraba la siembra de los olivos. El fuego fue tragándose cada hoyo sembrado con algún vestigio de vida. Al poco, comenzó a granizar. Tus antepasados trataron de salvar algo, sin embargo, no consiguieron más que estar en peligro por la gran cantidad de granizo que cayó. Se sintieron desolados y tus tatarabuelos avistaron una luz en el firmamento y vieron como ese objeto luminoso se acercaba a sus tierras. Sintieron un calor placentero en todo su cuerpo y una brisa cálida y suave hizo acto de presencia cayéndose dormidos hasta la mañana siguiente. Pasaron dos días, se armaron de valor y volvieron a plantar los cien olivos que tenían en mente. Tus tatarabuelos comprobaron con la primera recolecta que el aceite no tenía el mismo sabor que los olivos de sus vecinos, mejoró considerablemente.
Hadler, muy entretenido con las natillas se quedó pensativo.
—Papá, esto parece una leyenda del campo, nada más. No me creo que esos olivos tengan tantos años.
—No tienen tantos años, Hadler —le interrumpió su madre—. Con las semillas de lo anteriores se plantaron nuevos. Por eso para nosotros son sagrados, las semillas son sagradas. No sabemos qué ocurrió allí; un fenómeno de la naturaleza, una estrella que bajó de los cielos… Lo que sabemos es que cambió el estado de estas tierras y que podemos vivir gracias a ello.
—Mamá, ya sabéis que los sabores cambian con un árbol y con otro. No entiendo nada. Sé que este aceite es especial, pero parece una historia bonita, nada más.
—Nuestros antepasados descubrieron que las semillas son las que tienen esa energía. Esos granos que utilizaron del olivar tardaron menos en crecer que los otros, crecieron más rápido. Cuando el fruto fue óptimo, cogieron olivas de unos y de otros y las prensaron por separado en nuestra vieja almazara. Las diferencias de los dos aceites fueron notorias en cuanto a sabor y melosidad. Y el color varió un poco. Tengo aquí los escritos, si quieres te los dejo.
—Dejad que aclare mis ideas. Necesito asimilar todo esto. Me hubiese gustado haberlo sabido antes eso sí —reflexionó el hijo.
—Todo esto es muy secreto para nosotros, Hadler. Créeme, esto es mejor que no lo sepa nadie. Ha sido guardado muchos años y si explotan estas tierras alteraría el equilibrio que ya existe. Por eso nos encanta que estés realizando tus estudios. Sentimos habértelo ocultado —comentó su madre algo preocupada por las palabras de su hijo.
Hadler miró a sus progenitores con cariño. Se despidió y se marchó a su casa.
Habían pasado cuatro días desde aquella cena en familia. Durante ese tiempo había reflexionado sobre la historia que le habían contado. Desde luego aquel suceso había sido bastante impactante y pensándolo bien, con aquel óleo había compartido muchos momentos de pequeño, treinta años.
A primera hora de la mañana, se dirigió a su consultorio.
—A ver qué me cuenta mi querido Miguel —pensó mientras caminaba.
Al llegar a la consulta, Miguel le recibió con un gran beso en la boca y muy contento.
—¡Mira, Hadler! Ha desaparecido el eccema con la mezcla del aceite de tu almazara, el otro ungüento que me apliqué no funciona con la misma rapidez. Lo tenemos claro, ahora hay que aplicárselo a otros pacientes que quieran probarlo y valorar más casos —explicó con entusiasmo.
—Miguel, ¿cuántos pacientes tenemos hoy?
—Hay diez, ¿por qué?
—Quiero contarte algo muy importante, me están siguiendo. Creo que es Rodolfo. Ni a él ni a sus amigos les sentó bien mi exposición. Tengo miedo y con lo que me contaron mis padres anoche…
—¿Estás seguro? Tiene buena reputación, aunque chapado a la antigua. Pero de ahí a espiarte.
—Miguel, aparte de ser médico hace trapicheos no muy recomendables. No me gusta nada y al salir de aquella asamblea médica me hizo gesto amenazador pasándose el dedo índice por la garganta. No quiere que investiguemos.
—Estoy alucinando, yo estuve allí contigo en esa reunión y no lo vi, ¿qué te contaron tus padres?
—Esa es otra larga historia, cariño.
Al mismo tiempo en la almazara, Antonio estaba en un pequeño descanso. Sentía presión en el pecho al recordar la conversación con Rodolfo la noche anterior:
—¿Cuándo vas a saber algo? ¡Me estoy cansando! —preguntó Rodolfo en tono amenazador.
—Rodolfo, es muy difícil. Mi jefe no habla demasiado allí en la sala de prensado y el hijo siempre va de aquí para allá, se pasa horas en aquella consulta. Acabo de seguirlo. Se dirigía a casa de sus padres. No pude averiguar nada —explicó con temor y voz temblorosa.
—Céntrate en el muchacho, no en la fábrica. Nos vemos mañana en la placeta a la misma hora. Creo que le daremos un buen susto a ese jovenzuelo de tres al cuarto. No me gustan sus experimentos. ¡Es hora de pasar a la acción!
Cuando Antonio volvió a la realidad tiró el bocadillo que le quedaba, el estómago se le cerró por completo. En el fondo le incomodaba toda esta situación. Él se consideraba buena persona, sin embargo, se vio envuelto en esto por necesidad. La hambruna y las enfermedades en esa época eran amenazadoras.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —pensó con culpabilidad —Dentro de unas horas se sabrá todo. O eso quiero que pase y terminar con esto.
Antonio sabía que Rodolfo no era buena persona, todos lo conocían en la ciudad. Lo de ser médico era un disfraz y, aunque tenía muchos reconocimientos por su labor médica, su oscuridad era temida por todo aquel que se topase en su camino si le pedían algún favor y siempre acompañado de sus matones. La guardia quiso encarcelarlo varias veces sin éxito siempre por falta de pruebas. Y luego estaba la familia Smith a la que conocía desde hace muchos años. Su conciencia no le dejaba estar tranquilo.
La noche devoró toda luz en las calles de Jaén y los jóvenes doctores salieron del trabajo hablando sobre lo acontecido. Tras cruzar la puerta Antonio les sorprendió. Acto seguido se unieron tres matones más y Rodolfo.
—¡Hola, Hadler! ¡Vas con tu amiguito de turno! Cuánto tiempo sin veros. ¿Qué os contáis? —saludó el viejo médico en tono agresivo con un mondadientes en la boca.
—¡Así que eras tú, maldito! ¡Lo sabía! ¿Qué quieres?
—Dejad la investigación, ha llegado a mis oídos que lo vuestro está funcionando y no me gusta.
—¡No pensamos dejarlo! —gritó Miguel valientemente.
—Entonces no hay elección —sentenció Rodolfo a los dos chicos señalándolos con el dedo.
Comenzaron a pelearse, dos de los tres hombres de Rodolfo tumbaron a Miguel a patadas y Hadler fue acorralado por Rodolfo y el otro matón, estos llevaban porras. Antonio retrocedió y se fue corriendo. Al mismo tiempo, los padres de Hadler aparecieron por allí para ver a su hijo cuando el señor Smith, al ver la pelea, se metió para intentar separarlos y Sara comenzó a gritar pidiendo ayuda. De repente, Antonio apareció con cuatro guardias que estaban dos calles más abajo. Consiguieron parar a los tres hombres matones y fueron arrestados, pero Rodolfo tiró un mechero encendido antes de ser cogido por los guardias y lo arrojó dentro del pequeño consultorio por una ventana que había quedado abierta. El padre de Hadler tiró la puerta de entrada de una patada y entró junto con su madre para apagar el fuego que prendió. Suerte que no fue la habitación del laboratorio.
—No se preocupen estarán tiempo entre rejas, los estamos investigando desde hace mucho a Rodolfo, a sus hombres, a sus trapicheos. Gracias a este hombre, Antonio, los hemos podido pillar al fin. Cúrense bien esas heridas, doctores. Les llamaremos para tomar declaración —explicó uno de los guardias.
Cuando se alejaron los guardias con los delincuentes, Antonio les contó que por la pobreza se había compinchado con ellos por necesidad y se arrepintió al descubrir todo el plan. El señor Smith le agradeció su colaboración y le ofreció dinero a cambio de marcharse y no volver jamás. Este aceptó y juró no volver.
Pasaron unas semanas de aquel desagradable incidente. A pesar del miedo, los jóvenes doctores expusieron sus investigaciones en un importante congreso de medicina en Madrid. Habían logrado algunos apoyos de la comunidad científica para seguir contando con algo de dinero para continuar con la investigación. Siguieron con sus experimentos con muy buenos resultados. Bautizaron a su mezcla con el nombre de “Oro verde”. Además, los amigos de su padre de Alemania los visitaron para ver sus estudios y pudieron financiar parte del proyecto.
Hadler y Miguel llegaron lejos y fueron pioneros en su especialidad viviendo un amor en secreto que nadie supo.