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156. Neitin y el diente de Melkart

Claudia Sánchez Valdés

 

León era un detective del tiempo, un descubridor de historias. Al menos, es lo que decía cuando bebía un par de cervezas de más y le preguntaban si los arqueólogos se dedicaban a quitarle el polvo a las piedras. No obstante, su impulso por conocer cómo era el pasado le impedía verlas como meros fragmentos de minerales, y más como escombros de lo que fue algún día y ha perdurado hasta hoy.

León estaba trabajando con su equipo en un antiguo yacimiento íbero en las proximidades de un pequeño pueblo de la España vaciada. Por alguna razón aquel lugar le traía sosiego, un deseado descanso de su vida en la ciudad. Una noche, una tormenta dejó inutilizadas las carreteras, por lo que los investigadores pernoctaron en la casa de un amable anciano que se había ofrecido a alojarlos. La red eléctrica había caído, por lo que cenaron envueltos en una atmósfera inusitada a la vez que agradable: el sonido de la lluvia impactando contra el tejado, la penumbra que ofrecía la luz de la llama, el olor a caldo de pollo y pan tostado, y muebles que si hablaran… quién sabe qué podrían contar.

Una charla acompañó la velada. Había sido agradable, pero llegado cierto punto, el rostro del anfitrión se ensombreció.

—Veo cómo mi pueblo perece lentamente… como la llama de este candil. Mi médico dice que no debo pensar en esas cosas, así que cuando sucede voy al campo a ver los olivos. Ellos fueron los primeros habitantes en llegar, y dudo mucho que algún día lo abandonen. Aunque si sigue lloviendo así… el tiempo está loco. —León miró interesado a aquel hombre, y obedeciendo a su naturaleza, le preguntó:

—¿Son silvestres los olivos de aquí? Pensaba que los habían plantado. —Aquella cuestión llamó la atención del anciano. Gratamente sorprendido por la curiosidad de su huésped, se dispuso a contestarle.
—Oh, verás. En el pueblo aún pervive una antigua historia. Cuenta que nuestros olivos son fruto del trabajo de una misteriosa mujer celtíbera que convirtió este lugar en un asentamiento mucho antes que nosotros. —León se dio cuenta de que era una estupenda oportunidad para adentrarse en las entrañas culturales de aquella comunidad y su pasado, que además guardaba una estrecha relación con el yacimiento.
—Me encantaría saber más.

Y dicho esto, el anciano les contó la leyenda, que comienza así:

Hubo una vez una joven condenada al exilio por bruja. Lo fuera o no, era la primogénita del rey Orisos, destinada a sucederle. Pero su destino cambió cuando su hermana Nisunin empleó una estrategia basada en el miedo y la superstición para volver a todo el mundo en su contra y así arrebatarle los derechos al trono. Neitin huyó de la hostilidad de su propio pueblo y se adentró en un bosque lejano en busca de cobijo. Para su fortuna, encontró consuelo en sus arroyos, en la hierba fresca y en las noches de luna llena.

Una noche, un ruido espantoso la despertó. Mareada, pero consciente, se encaramó a un árbol tan rápido como sus extremidades le permitieron. Desde la altura que le confería aquella posición pudo observar a una extraña criatura, que gemía y se arrastraba con suma agonía. La luz de la luna se reflejaba en la viscosa superficie que envolvía el cuerpo de aquel ser desconocido, que además desprendía un olor nauseabundo y supuraba un líquido vaporoso. En cierto momento se paró para arrancar los troncos de los árboles con un espíritu endemoniado y destructor. Casi todos cayeron, incluido sobre el cual Neitin había conseguido sortear a la criatura. Desde el suelo y sin nada que salvara las distancias, la joven se percató de que esa peligrosa proximidad le proporcionaba una impresionante perspectiva: su boca era tan ancha como un caballo, sus seis patas gruesas como troncos, y su envergadura eclipsaba la luz nocturna. La sustancia que lo cubría se había impregnado en la tierra y la escasa vegetación que quedaba, intoxicando el bosque del que ella había hecho su hogar. Al darse cuenta de esto, Neitin maldijo a aquel monstruo con gritos desgarradores, pero lejos de desaparecer, acudió a su reclamo, abrió las fauces y se la comió.

Neitin se sumió en la entera oscuridad. El calor de las entrañas de la criatura le abrasaban la piel. El sabor de sus fluidos se había filtrado por los labios, causando una sensación repelente y amarga. Con sus últimas fuerzas decidió avanzar en dirección opuesta a la cabeza, y averiguar si había algún orificio de salida. Fue entonces cuando tocó algo rígido que le obstruía el paso. Era afilado, puntiagudo y largo, como una espina. Mientras palpaba aquel objeto la criatura empezó a gemir más fuerte. La joven no se lo pensó dos veces: su terrible apariencia no le restaba sensibilidad. Aquella aguja que atravesaba su cuerpo le dolía, así que extraerla y usarla como arma era la única forma de salvarse. Acto seguido agarró el arma con fuerza, que fácilmente podía medir un metro, y tiró de ella. En su tercer intento logró sacarla, y justo cuando iba a clavarla de nuevo para asestar un golpe mortal, fue vomitada al exterior.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero cuando recuperó la consciencia vio a un ciervo enorme tendido sobre el suelo, en el epicentro de un área devastada y gris. La escena le hizo pensar a Neitin que ese bello animal había sido el agónico ser que había desatado el caos momentos antes. Se acercó cautelosa, y comprobó que aún respiraba. Exhausta, se tumbó a su lado y durmió.
Al amanecer, despertó sola. No había rastro del ciervo ni huellas que revelaran a dónde había ido. La joven se dirigió al río para limpiarse la sustancia oscura y pegajosa que aún permanecía en su piel. Para su asombro, encontró a un hombre bañándose. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que vió otro ser humano, que Neitin se escondió asustada. Sin embargo, aquel desconocido fue hacia ella. La encontró y le sonrió con ojos brillantes. “No tengas miedo, Neitin. Me has salvado la vida. Gracias.”, dijo, mientras la joven se agarraba al tronco de un árbol caído, aún con la adrenalina corriendo por sus venas.

Neitin aún no lo sabía, pero se trataba del dios Melkart. Durante tres días, ella le ayudó a recuperarse de su transformación. Él le contó que había experimentado una tortuosa odisea vagando por los páramos de las tierras cercanas en forma de demonio, pues había sido atacado por una reina bruja que quería absorber su poder. El dolor que le causaba la aguja era tan insoportable que no era él mismo, y se disculpó por haber destrozado el hogar de su salvadora y anfitriona.

“Toma”, le dijo a la joven, y se sacó de la boca un hueso redondo. “Este es uno de mis dientes. Plántalo y de ahí crecerá mi regalo, oro. Úsalo como consideres”.

Después dispuso su marcha, no sin antes asegurarle que regresaría algún día.

Pasaron los meses, y de aquel diente surgió un árbol de fruto pequeño y redondo, agradable al paladar y poco caprichoso. Se trataba de un regalo enormemente generoso, pues por poco que recibiera, ofrecía sombra y alimento. Neitin le bautizó bajo el nombre de acebuche, en recuerdo a su difunta madre Acebne. Con el tiempo el bosque se convirtió en un vergel abundante debido a la dedicación en cuerpo y alma de la joven. En su eterna curiosidad, que en su hogar natal había sido motivo suficiente para condenarla por brujería, descubrió la manera de extraer de la oliva su aceite, un líquido color dorado que le hizo recordar las palabras de Melkart mientras le ofrecía su regalo.

“Así que este es el oro al que te referías”, susurró Neitin.

Y como si los vientos hubieran llevado su voz hasta el confín del mundo, el dios apareció frente a ella en forma de ciervo, con una mujer malherida sobre su lomo.

Neitin la metió en el río y lavó su piel, cubierta por un pringue que le era de sobra conocido: se trataba de la misma sustancia que la espina le había producido a Melkart. Después, aplicó en sus heridas un ungüento con aceite y hierbas machacadas, y en cuestión de horas aquella mujer, la cual era la diosa Astarté, se había recuperado.

“Veo que has sabido extraer el auténtico valor de mi obsequio” dijo el dios, con una sonrisa en su rostro. Ella asintió. Entonces Melkart añadió: “Vienen tiempos oscuros para tu pueblo. Te enseñaré a usar el aceite para arrojar luz sobre aquellos que estén dispuestos a recibirla.”

Muchas preguntas le surgieron, pero tanto Astarté como Melkart se negaron a esclarecer sus dudas sobre aquel aviso de un futuro terrible. En su lugar, ambos dioses enseñaron a Neitin a fabricar lámparas de aceite y a crear la tecnología necesaria para extraer mejor aquella sustancia, que ahora además servía de combustible. Tras ello volvieron a irse, dejando a la mortal con una sensación de inquietud que le comía por dentro.

Presa de la preocupación y arriesgándose a no volver viva, Neitin hizo el camino de vuelta al reino de su padre. No obstante, ya no era él quien ostentaba la corona: su hermana Nisunin se sentaba en el trono, la cual era temida por su carácter belicoso y su ambición desmedida.

Como era de esperar, detuvieron a Neitin y la llevaron ante la reina. Quien las viera jamás pensarían que eran gemelas: las facciones angulosas de Nisunin, sus ojos cubiertos de ceniza y su cabello largo y encanecido contrastaba con los rosados pómulos y las pecas de la bella Neitin, su pelo rizado y las manos con callos consecuencia de sus faenas.

—Has roto el exilio que te impuso nuestro padre por malas artes. ¿A qué se debe este acto de desobediencia?
—Ha venido a mí el dios Melkart. Me ha preconizado tinieblas para nuestro pueblo, y necesitaba decíroslo.

En la expresión de Nisunin se dibujó la sorpresa, la ira y un destello de locura. Una de sus manos empezó a temblar, pero trató de esconderlo de manera torpe, lo cual intrigó aún más a Neitin.

—Tu castigo será la muerte por lapidación. En tu exilio te has amistado con demonios, pues aquel a quien llamas dios no es más que una criatura desgraciada, que penetró nuestras defensas y segó muchas vidas. Esto reafirma tu delito, y no puedo permitir que conspires contra mí. —Murmullos se desataron tras la sentencia de la reina, y algún lamento se oía entre la corte que allí estaba presente. Al parecer, los súbditos de Nisunin también habían sido testigos de la transformación de Melkart. —Lleváosla. Esta noche acabará todo.

Neitin estaba aguardando la muerte tras los barrotes de su celda. En el fondo estaba conforme, apenas se había inmutado por lo sucedido. No entendía por qué, así que pensó que quizás era porque su vida no tenía sentido. Se veía simplemente como una mujer solitaria, repudiada por su propio pueblo, que cultivaba olivos y era visitada por los dioses cuando necesitaban auxilio. Al caer la noche, rezó. Rezó a la lluvia para que cuidara de su campo, y le dijo a su madre que pronto se encontraría con ella de nuevo. Terminó sus oraciones cuando oyó unos pasos acercándose, pero al alzar la mirada se encontró a Astarté, que le pidió que se ocultara bajo una capa. Neitin se cubrió con ella, y ambas salieron de la ciudad sin ser vistas. Llegaron entonces a un bosque, ya lejos de la ciudad.

—Gracias —dijo Neitin, arrodillándose ante Astarté. Entonces ella posó una mano sobre la testa de su devota.
—Gracias a tí por salvarme. Lo menos que podía hacer era rescatarte de las garras de esa bruja. —La joven frunció el ceño y la miró confundida.
—¿Qué? ¿Mi hermana es…?
—Ella es quién maldijo a Melkart y le hirió con la aguja que tú le sacaste. Tras su fracaso, logró capturarme para tratar de obtener mi condición divina por medio de rituales y tortura. Fue entonces cuando Melkart me trajo a ti.
—Esa mujer peca de la misma acusación de la que te pretende condenar. Es ella quien ha manipulado a tu gente y te ha privado de tu derecho de sangre— añadió Melkart, que había salido entre los árboles.

El asombro de la joven era más que evidente. Si bien es cierto que siempre había creído que su hermana le traicionó por envidia y ambición, su sed de poder le había llevado a desafiar a los mismos dioses.

—Para detener a tu hermana sumiremos a tu pueblo en la desdicha. Pero tú podrás ayudar a aquellos que acepten seguirte. Cuando te lo indiquemos, regresa y ofréceles una alternativa. Los puros de corazón te seguirán— añadió Astarté.

Neitin se encontraba con una enorme responsabilidad sobre sus hombros. Algo que nunca había esperado, de hecho, momentos atrás y con la muerte acechando, llegó a pensar que su existencia resultaba insignificante. Ahora tenía una misión, encomendada por los dioses. Entonces recordó lo que hace mucho tiempo su padre le dijo: “Un buen líder nunca busca serlo, sino que reacciona ante la necesidad de guiar a los demás”.

Los avisos de Melkart y Astarté se volvieron realidad: las tierras de Nisunin fueron abrazadas por la penumbra, que invadió la ciudad y sus campos. Al cabo de los días, los animales empezaron a morir, los cultivos se echaron a perder, y el hambre comenzó a azotar la ciudad. Y justo cuando el caos parecía desbocar, Neitin regresó. La vieron desde lejos por la luz que desprendía, pues traía consigo dos lámparas de aceite prendidas, una en cada mano. La gente, unos asombrados, otros temerosos, fueron siguiéndola desde la distancia, hasta que llegó a la plaza del mercado.

—Buenas gentes, soy Neitin, primogénita del rey Orisos y hermana de Nisunin. Vengo en son de paz. Os ofrezco luz para alumbraros entre las tinieblas que asolan este lugar. Pero también podéis venir conmigo, más allá del horizonte se extienden tierras fértiles y soleadas, que dan fruto—dijo, mientras se descolgaba un saco lleno de olivas y lo dejaba en el suelo.
—¡Tú! —la voz de Nisunin resonó con fuerza, acelerándole los latidos a la joven—¡Tú, bruja! ¡Que no tienes otro nombre, pues ni mujer ni hermana eres! Escapaste de tu condena, desvaneciéndote cual espectro, y ahora vienes aquí a ofrecer tus malas artes como si encarnaras la salvación de mis súbditos, que no hacen más que aguantar tu castigo, engañados. Has sido tú quién ha traído las sombras a esta ciudad, la que nos asedia día y noche sin compasión ni razón. —Su discurso desató la confusión. Aquellas personas no sabían en quién confiar, y cuando parecía que el ambiente no podía estar más tenso, Neitin dijo:
—Entonces, mátame. Si mi sangre justifica mi pureza, que así sea. Si muriera, mi hechizo se anularía, y el sol y la luna volverían a regir el cielo. Dame muerte, hermana.

Dicho esto, Neitin le dio a Nisunin un arma. Se trataba de la aguja que su hermana usó para herir a Melkart. Al verla de nuevo, la reina se quedó perpleja, pero deseaba tanto acabar con ella que no vaciló: la tomó y atravesó su pecho.

Neitin sintió un terrible dolor que la estremeció entera. Su piel se erizó, su cabello se tornó blanco, y un líquido espeso empezó a chorrear de la herida. Cayó al suelo, aún con aquel objeto en su cuerpo. Lo último que percibió fue un sonido parecido a un trueno. Después le siguieron muchos gritos, relinchos de caballos y ruidos metálicos.

Cuando despertó, la oscuridad aún cubría la ciudad. Se tocó el cuerpo, y descubrió aliviada que la aguja ya no estaba. En su lugar, halló una de sus lámparas prendida a su lado. Sonrió. Por alguna razón sus dioses le habían salvado. Pero su dicha acabó en cuanto se dio cuenta del absoluto silencio en el que se había sumido la ciudad. Se esperaba lo peor, así que fue alumbrando el suelo conforme andaba: la sangre y los cadáveres vestían los adoquines de la calle, y Neitin, con el corazón roto, empezó a llorar. Su llanto era tan fuerte que se oyó a lo largo y ancho de la ciudad, y al cabo de un rato, escuchó unas pisadas aproximándose.

Aún quedaban supervivientes. Le contaron que como las tinieblas no habían desaparecido, el pueblo empezó a señalar a Nisunin como la culpable. Le acusaron de asesinar a su padre, de las guerras que se habían cobrado la vida de muchos de sus súbditos y de haber causado la oscuridad. Al verse en tal desesperada situación, Nisunin descargó su ira contra todos quienes le cuestionaron.

Neitin fundó un nuevo asentamiento con aquellos que le siguieron. Con el tiempo prosperó, e incluso de vez en cuando llegaba algún súbdito desertor de Nisunin en busca de una mejor vida. Neitin fue coronada soberana de aquella joven ciudad, portando una laureola de hojas de olivo, árbol que era sagrado para ellos, pues se trataba del regalo del dios Melkart, que les había ayudado a subsistir tras su desgracia.

Tras los años, aún se creía que el espíritu perturbado de Nisunin acechaba entre las sombras, en busca de alguna persona perversa y ambiciosa para reencarnarse en su cuerpo y terminar lo que no pudo en vida. Por eso pusieron olivos rodeando las murallas de la ciudad, y que así Melkart les protegiera.

Cuando el anciano terminó su relato, todos y en especial León, se hallaban inmersos en la historia. De hecho, él llamaba “historia con minúscula” a todo aquel patrimonio, material o no, que conforma parte del pasado y la cultura de un lugar, pero que se encuentra en los cajones, las experiencias y el folclore. Aquella noche León descubrió una nueva historia y gracias a ella, encontraron los cimientos de aquella antigua muralla cerca de los olivos que se creían anteriores a la fundación del pueblo, a la que llamaron Neitin en honor a la leyenda.

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