
155. Qué duro es empezar para terminar el día
Habían descansado alguna hora, era el momento de ponerse en pie, el final del mes de marzo hizo que la temperatura en el exterior fuera agradable, por lo que no habría que abrigarse demasiado.
Fuera de los cuatro muros que componían el habitáculo situado en la umbría, junto a la fuente de los Berros, en la Sierra Mágina más profunda, en las estribaciones del Almadén, debajo justo de la peña de la abuela que a Juanilla le gustaba decir que estaba haciendo punto.
Pedro Antonio hombre bajito enjuto de unos 40 años aproximadamente, exiliado al campo donde sacar adelante a su familia, con lo que de la tierra que le rodeaba, era capaz de abastecer a la familia.
Juanilla la hija mayor del matrimonio de 10 años, que junto a Paquita su esposa eran una familia hecha a las circunstancias del rudo vivir en el campo. Por el momento no disponían de vivienda en el pueblo y todo se circunscribía a las cuatro paredes y el pequeño establo donde había una mula torda, que se sumaba a la familia para ayudar en las tareas agrícolas y de transporte.
Paquita preparo un lúgubre y mísero desayuno pero que ayudaría a mantenerse en pie el tiempo que durara la jornada y que se preveía larga.
La niña acurrucada en el poyo junto a la puerta, esperaba las indicaciones del padre que en este momento estaba preparando la mula y la mercancía, que serviría de intercambio en el horno de Cambil. Hoy contaban con unos kilos de patatas de la cosecha anterior, que enterradas en la parte trasera de la casa, pasaban el invierno al frio de la sierra, esperando para ser simiente de la próxima cosecha en primavera, junto con algunas legumbres que iban menguando en la alacena, aparte una gran damajuana de agua que llenarían en la fuente junto al puerto de Villanueva y que les proporcionaría la hidratación suficiente para el largo camino a recorrer.
Se despidieron de Paquita y comenzaron el sendero ascendente, entre olivos plantados después de la roturación en esta zona de Sierra Mágina, a principios de siglo y que el mismo Pedro Antonio había labrado en su juventud, estacas aun pero con la ilusión de que empezaran a dar fruto y que cada invierno fueran el sustento de la grasa de oliva en su despensa.
La noche era cerrada y cierta humedad poblaba el ambiente, aunque pronto empezaría a sobrar la ropa de abrigo de la que se habían provisto, ya que el desnivel del terreno era bastante considerable y el frio pasaría a mejor vida.
Ruido de algún animal a lo lejos que parecía ser un zorro, les iba acompañar durante un rato, este junto a algún jabalí presuntuoso serían los únicos acompañantes en el trayecto ascendente hasta que el alba pusiera algún madrugador en su camino, aunque hoy sería un día distinto. Poco antes de la llegada al puerto de Villanueva fueron abordados por dos sujetos, pidiéndole algo de alimento, cosa que era imposible de acometer pues llevaban solamente una pequeña talega en la que un trozo de pan y par de sardinas arenques darían la mañana por comida.
Al coronar el puerto empezaron a divisar la zona este de Sierra Mágina, y se vislumbraban las primeras luces del día, a partir de ahora el camino era más llevadero puesto que lo que tocaba hasta el pueblo de Cambil era bajada. El animal parecía más animado, en su camino padre e hija después de una parada de descanso, en la que además de beber agua fresca, tomaron algunas nueces y almendras de las que proporcionaba la frondosa noguera, que tenían junto al río, y almendros salteados en el camino frecuentado.
Retomaron de nuevo el camino, por una pista más ancha de tierras rojizas, ya en dirección hacia el pueblo de Cambil. Durante el camino de bajada empezaron a ver la aurora del día, que por la cumbre de Mágina empezaban a clarear el campo. Media hora después llegaban a las primeras tapias del pueblo de Cambil y tomando las medidas que acostumbraban para no levantar sospechas, se acercaban al horno de la calle Las Parras. Llamando a la vivienda por la parte de atrás, ya que el negocio a realizar no era lícito en aquel tiempo, por lo que había que enmascarar la acción. Una vez en la leñera del obrador salía Carmen la mujer del panadero y les hacía pasar después de atar a la mula a la estancia de la casa de la panadería.
Pedro Antonio sacaba el pequeño saco preparado que contenía las patatas y legumbres para cambiarlas por algunos panes, una vez pasado el tenso momento de regateo y estar de acuerdo.
Vuelta al camino de regreso, la mula temiendo de nuevo la subida que le esperaba, parecía de nuevo caminar con desgana. Ahora había que volver y dirigirse hasta el pueblo de Pegalajar, donde le esperaba otro trato. Ahora con la luz del día había que hacerse lo más invisibles que fuesen capaces, cogiendo caminos, veredas más pequeñas y ocultas, sendas de ganado que les librara compañías.
Los ladridos de tizón indicaban la cercanía de la morada. Juanilla recibía al perro con gran alborozo, rápidamente enfrascados en regenerador juego, olvidando el cansancio del camino hecho.
Breve descanso en el patinillo a la sombra de los castaños, donde Paquita junto a los tres hijos pequeños esperaban para tomar un tentempié, antes de continuar el camino. Un ratito de lectura después de comer, una de sus aficiones desde joven, fue la lectura. Pedro Antonio era un hombre culto dentro de su incultura pues antes de la guerra civil, aun siendo campesino fue un hombre con muchas aspiraciones por aprender, siendo en el pueblo de los pocos que eran capaces de leer el periódico, por lo que era muy solicitado en la barbería todas las tardes, para relatar los asuntos que el periódico llevaba en su interior, alguna vez incluso le propusieron entrar en política dada su habilidad con la gramática, pero por suerte y por su ideas de izquierdas, el no implicarse en estos asuntos, le hizo no tener problemas después de la guerra y no como otros de su amistad, llevaron a llenar cunetas en la guerra civil y después de ella.
Volviendo de nuevo al viaje, una vez habían descansado volvían con el animal al camino, ahora de bajada hasta el arroyo, donde primero rebuscaría en las inmediaciones de las frondosas nogueras, alguna descarriada oculta entre las tupidas hojas, con que engordar el bolsillo, ya la tarde se haría larga y más con el estómago bajo mínimos. Serpentearon por la orilla del frio regato hasta encontrar la vereda, que los conduciría hasta los inicios de la empinada cuesta que dejaría atrás el paraje de Bercho. El resuello era cada vez mayor, la mula poniendo un ritmo vago a modo de queja, pues tampoco es que sus tripas estuviesen agradecidas. A su izquierda iban dejando el collado del Zapatero de espectaculares vistas de la comarca, y desde la que podía hacerse visible la provincia de Granada. Antes del cruce con el camino que se dirige a Pradillos a Juanita le gustaba adelantarse corriendo hacia la pequeña cueva que hay bajos la hilera de pinos, era una rutina que Pedro Antonio aprovechaba para recuperar el resuello. A partir de ahora el camino sería más llevadero. Cogerían veredas que les llevarían hacia el pueblo, como antes dejando de lado los caminos más transitados, para no ser molestado y siempre zigzagueando entre los olivos, retamas, espartos y matorrales diversos. La siguiente parada junto a la fuente del Albercón , que con su espacioso prado verde, en esta época era más que celebrado el descaso por la mula, que después de dar cuenta de fresca hierba, propinaba suculentos sorbos a la pila de agua.
Tocaba coger la vereda de los Nevazos, ladera orientada al sur, con estacas nuevas de olivos picuales, entre los que de vez en cuando se colaba alguna variedad lechín, a la que el padre aun buscaba algún fruto arrugado de la última campaña, y que debido a su delicado dulzor comían.
Aparecían a lo lejos los tejados del pueblo de destino, buscando la cañada real que les llevaría al mismo, la fuente de los Hornillos a la bajada del barranco del mismo nombre, punto donde llenaban la damajuana, con la que se decía era el agua más fina en la comarca, maltratados por las dolencias del riñón , daban paseos vespertinos en busca del calmante supuesto.
A la entrada del pueblo, les recibían las paredes del cementerio, melladas estas por el paso del tiempo, tapiales de riscas en su formación, esperando mejores tiempos para adecentar las caries.
Pasaron por el lateral de la Charca, en la que Juanilla se entretenía tirando alguna que otra piedra, al paso ahora galante de la borriquilla como exhibiéndose delante de los vecinos, que sentados en los bancos circundantes veían pasar el día.
Llegados a la tienda de ultramarinos junto a la ermita, cambiaron los panes de Cambil por leche de cabra, algunas tiras de tocino y las monótonas pero necesarias sardinas arenques.
Sin tiempo que perder se dirigieron a la botica del pueblo, donde mercaron tintura de yodo, encargo que le había hecho Paquita, y que utilizaban para las heridas que en el campo donde vivían eran más que frecuentes.
De vuelta a la salida del pueblo una pareja de la guardia civil les llamó la atención, inspeccionaron los serones del animal, pidieron explicaciones de porque portaban alimentos sin estar provistos de la cartilla de racionamiento, que en la época era documento imprescindible. Ahora perderían las mercancías y el esfuerzo del día por sobrevivir, pero de pronto la fortuna parecía aliarse. La pareja del orden, sabia de las penurias de la familia y atendiendo que en ese momento no había viandantes por el pilar de la Paloma, se dieron la vuelta dando por terminado el control.
Ya de vuelta por el cementerio, a la salida del pueblo, aun le temblaban las piernas a Pedro Antonio por lo que decidieron sentarse junto a una hilera de acebuches que adornaban el camino, y pensando «que duro es empezar para terminar un día».