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154. La Sayyida

L. G. Morgan

 

La vieja casona dormía su último sueño bajo la luna de abril. El vetusto reloj del pasillo acababa de dar las cinco campanadas cuando el timbre del teléfono asaltó de improviso la quietud de las habitaciones enfundadas de blanco, arrancando del sueño a su única ocupante. Sara despertó con el presentimiento de una nueva tragedia.
—¿Diga? —contestó con temor.
—¡La Sayyida! —respondió la voz rota de Isam al otro lado de la línea—. Se nos quema.
—¿Cómo…? No puede ser —Sara tragó saliva y acabó de incorporarse en la cama, negándose a creer lo imposible.
—Ha sido un rayo. La ha partido por la mitad.
—Pero… Pero si no hay, si no había —se corrigió— tormenta.
—Ahora sí. Empezó hace una media hora, de repente. Unos truenos y relámpagos como no había visto nunca. Y luego nada, ni una gota. Por eso nos está costando tanto apagarla. Y por eso te llamo.
No hizo falta más.
—Voy ahora mismo —contestó Sara. Y colgó.
Saltó de la cama y se enfundó los vaqueros que había dejado tirados sobre el sillón de la alcoba apenas tres horas antes. Las botas, una camiseta limpia y la cazadora de borrego. Atravesó la casa a la carrera, agarró al vuelo las llaves de la moto y el casco y se montó en la Kawasaki, rumbo a la finca.
La carretera era una cinta desierta que se desplegaba entre curvas bajo el peso ominoso de unas nubes repentinas. Mientras la moto engullía kilómetros de asfalto Sara iba maldiciendo su negra suerte. ¡¿Qué más podía ir mal?! ¿Es que no era suficiente haber perdido a su abuela y verse obligada a dejar su casa, casi al mismo tiempo? ¿Iba a tener también que decir adiós al último resto de su infancia y sus raíces? Porque eso era precisamente la Sayyida, la vieja oliva que presidía su olivar como una gran dama. El símbolo de sus orígenes y el recuerdo vívido de su abuela Carmina, tan ligada al viejo árbol, la persona que le había enseñado a Sara todo lo que sabía de campo y olivas. De olivas, sí, en femenino, tal como se les decía en aquella parte de Jaén que era su tierra, donde se las consideraba auténticas madres, capaces de proveerles de sustento y de futuro.
Sara no acertaba a imaginar cómo se iban a recomponer después de aquello. Primero, el incendio del olivar nuevo, que apenas habían acabado de sofocar en las primeras horas de aquella misma noche. Y ahora esto. Parecía como si una maldición les hubiera caído encima, empeñada en destruir todo por lo que había luchado los últimos años.
Contuvo las lágrimas y aceleró hasta el fondo, impulsada por una sensación de catástrofe que no le permitía perder un minuto. Y, con decisión, se metió de cabeza en la tormenta.
*****
Una mañana del mes de rajab, mucho tiempo atrás…
Habían pasado ya otros siete desde el día de la boda y Yamila seguía despertándose con el mismo nudo de angustia y desconsuelo clavado bien hondo en las entrañas, igual que aquella primera mañana. Se sentía una extraña en aquella casa, demasiado grande y silenciosa para ella en contraste con el hogar paterno. Su esposo había resultado un hombre tímido y abatido que rehuía sus ojos y solo le dedicaba alguna palabra cuando lograban escabullirse de la presencia de padres, hermanos y cuñadas y se quedaban a solas. Yamila empezaba a pensar que él no era mucho más feliz allí que ella.
Se obligó a levantarse del lecho y salió al patio compartido, sabiendo que si no lo hacía sería tachada de perezosa por su nueva familia. Justo a tiempo, pues las demás mujeres se afanaban ya en torno al hogar, cociendo el pan y las gachas para el desayuno.
—Salud, madre —saludó a su suegra, agachada sobre la piedra de moler—. ¿Qué mandas hoy?
—Qué bien verte en pie, hija mía —respondió la mujer con sequedad, arreglándoselas para lanzar una velada reconvención en medio de la supuesta cortesía—. Puedes ayudar a Aisha —señaló a una de las nietas mayores, que se ocupaba de los niños y parecía de veras necesitar ayuda—. Ya que no tienes que cuidar de ninguno propio.
Yamila hizo lo que le ordenaban y en poco tiempo su sobrina y ella pusieron orden entre la chiquillería. Entonces llegaron los hombres y se fueron sentando en la mesa de piedra, mientras las mujeres se arracimaban a su alrededor como una bandada de ruidosas palomas, dispuestas a servirlos. Yamila miró de reojo a Khaled, su marido, y este, tras cerciorarse de que nadie más miraba, le devolvió una cálida sonrisa que luego disimuló con rapidez.
Antes de que hubieran podido cruzar un gesto más los sobresaltó un golpe en el portón de entrada. El padre de Khaled mandó abrir a su mujer y los demás aguardaron en suspenso. Salima volvió al poco con una pareja envuelta en ropas de viaje. La recién llegada se deshacía en excusas por lo temprano de la visita.
—¡Zuleima! ¡Prima! —exclamó Yamila, con tan sorprendida como evidente alegría, corriendo a abrazarla.
—Mi niña Yamila —correspondió Zuleima a la cariñosa acogida—. Venimos de Walda al-ma, de estar con los nuestros, y hemos pasado a traerte el regalo de tu madre. Por eso no he querido esperar.
—¿De mi madre? Pero ¿cómo…? —Yamila no salía de su estupor—. ¿Y venís ahora de allí?
—Es que hemos salido de madrugada —intervino su marido, un fornido y afable hombretón, pariente de la familia— para escapar del calor. Hemos celebrado Eid al-Ahda en casa de tu padre y de su hermano, mi buen suegro, y al saber que atravesaríamos Sawdar camino de casa, tu madre le pidió a Zuleima que te diera… —Se interrumpió con una sonrisa al ver el gesto de su mujer, que quería ser quien desvelara la sorpresa.
—Bueno, pero ¿qué es? —preguntó, impaciente, Yamila, volviendo sus ojos al uno y a la otra.
—¡Mira! —Su prima rebuscó en su saco hasta encontrar la pequeña estaquilla de olivo que traía para la joven y los ojos de Yamila se iluminaron de gozo.
Sabía lo que significaba el regalo, en apariencia sencillo, de su madre. Ella entendía los sentimientos de Yamila, podía sentir como propia su nostalgia porque un día había sido esa misma recién casada, consumida de añoranza por todo lo que dejaba atrás. Yamila sabía que su madre no había olvidado la amargura de sus primeros días y por eso había concebido el mejor regalo que nadie podría hacerle: un trozo de su propia historia, un recuerdo vivo de su casa que ella podía hacer crecer en ese suelo ajeno, conquistando de ese modo una tierra que se empeñaba en tratarla de forastera.
—Gracias —dijo Yamila, sin poder apartar los ojos de su tesoro—. Lo plantaré ahora mismo.
Enseguida se dio cuenta de que se había precipitado, En realidad, necesitaba el permiso de la familia. Miró a su suegra, suplicante…
—No tenemos sitio en el huerto —contestó esta—. Ya hay demasiados árboles, con uno más les quitaríamos a las verduras el poco sol que les queda.
Entonces se oyó una voz muy firme, que decía—: Pero puede plantarlo en la almunia que me corresponde, ¿no es cierto? —Era Khaled quien hablaba, y de todos los ojos que se volvieron a contemplarlo los de Yamila fueron sin duda los más sorprendidos. Su joven esposo no solo se atrevía a apoyarla delante de todos los demás, sino que lo hacía en contra de los deseos de su madre—. Al pie de la montaña —continuó con voz suave— hay tres marjales de buena tierra que son para mí, ¿verdad, padre? —Como nadie se veía capaz de contradecirlo, continuó—: Pues es justo que mi esposa disfrute de lo que es mío. — Se levantó y le tendió su mano—: Ven, Yamila, vayamos juntos a plantar tu árbol.
Y así lo hicieron, en ese día de aquel verano que marcaría el comienzo de muchas cosas.
*****
Los primeros brotes de la primavera ponían una nota de color verde tierno en el paisaje agreste del olivar. Las montañas azuleaban en la distancia y el aire era suave y dulce en aquella mañana de luz tan radiante que engendraba brillos de plata en el agua de las acequias y bruñía la superficie del cercano río Xandulilla.
Sahar caminaba despacio, sofocada bajo el peso de su tercer embarazo, con diferencia el más difícil de todos. A las náuseas del primer mes las habían sustituido pronto ardores y calambres, y a medida que crecía su barriga adelgazaron sus mejillas y se le afilaron los costados.
Pese a ello, se obligaba a ir al olivar cada día para llevarle a su marido el almuerzo. Lo compartían los dos, Idris y ella, sentados a la sombra de algún olivo. Y luego Sahar se detenía un ratito, antes de tomar la cuesta que llevaba a su casa, junto a la Sayyida, una vieja oliva llamada así por la bisabuela de Idris, Sayyida Yamila, cuyo nombre era venerado en todo el pueblo. Mujer de gran corazón, pero al parecer provista también de un carácter muy firme, había convencido a su esposo para mudarse fuera de la casa familiar y fundar una propia. Y había trabajado hombro a hombro con él para levantar el enorme olivar del que se habían beneficiado las siguientes generaciones. Sahar no la había conocido, pero se sabía su historia de memoria por lo mucho que se identificaba con ella. Yamila había llegado muy joven a casa de su esposo y había sido tratada como una extraña. Como la propia Sahar, que era judía y había tenido en contra a la familia de Idris hasta que vieron cuán sincero era el amor que había entre ellos y descubrieron las muchas virtudes de esa joven que había cautivado tan por completo a su hijo y hermano.
Sahar admiraba el temple que había demostrado su antepasada y compartía su mismo amor por la tierra y los campos. Cuando la soledad se volvía una carga demasiado pesada acudía a la vieja oliva y a su sombra desgranaba sus penas y sus esperanzas. Sentía una conexión con ella tan grande como inexplicable. A veces se avergonzaba de su falta de piedad, pero no podía evitar sentirse más escuchada y querida por el espíritu que asociaba a aquel árbol que por ningún rabino o ulema. Ni aun por Dios. Y así, en esos meses de congoja en los que llegó a temer por su vida y por la de su hijo no nacido convirtió en costumbre celebrar su extraña fe con la Sayyida y dejarle ofrendas en uno de los recovecos que habían formado los años en la nudosa corteza del árbol.
*****
Sawdar estaba a punto de caer en manos cristianas. Zafira sabía que todas las alquerías de los alrededores correrían la misma suerte en menos que canta un gallo. Y más, una como la suya, rica en olivos y con semejante casa, tan acomodada. Era el botín con el que soñaba cualquier señor castellano. No habría piedad para ellos, de eso estaba segura. Igual que no la hubo en Úbeda o en Baeza.
Por eso su marido llevaba apremiándola desde hacía dos días, cuando liquidaron la hacienda y despacharon sus enseres hacia Garnata. Allí tenían numerosos parientes dispuestos a acogerlos. ¡Debían partir ya! Tenía que pensar en sus hijos y en los muchos sirvientes que dependían de ellos.
Todo eso lo sabía, pero había una razón por la que Zafira se resistía a dar el paso definitivo: Ghalib, su primogénito, al servicio de Abd al-Aziz al-Numayri, señor de Sawdar, Qarsis, Qutrus y al-Manzur, cuyas tropas aún defendían las últimas plazas contra el ejército cristiano del rey Fernando.
Cómo iban a irse ellos a Garnata y dejarlo abandonado a su suerte. Samir intentaba convencerla de que no había de qué preocuparse, que Ghalib era ya un hombre hecho y derecho y sabría seguirlos al nuevo hogar. Pero Zafira no estaba segura. ¿Cómo haría el muchacho para escapar al sur? ¿Con qué medios? ¿Acaso lo iba a ayudar su señor, humillado por los cristianos? ¿Sus compañeros, tan desvalidos como él? No, Ghalib necesitaría oro y plata para sobrevivir, y también para costearse el viaje a Garnata. Si pudiera hacerle llegar…
Zafira se vio iluminada por una idea repentina. Rápidamente reunió el grueso de sus joyas, aquellas que habían formado parte de su ajuar y que había ido incrementando con los regalos de Samir, y se marchó al olivar que constituía la mayor riqueza de la familia. De todas formas, pensaba despedirse de la Sayyida, la vieja oliva de más de doscientos años que presidía la hacienda.
Acarició el rugoso tronco por última vez, y allí, en el profundo hueco que había en un repliegue de la corteza, escondió todas las joyas. Estaba segura de que si Ghalib volvía a casa sabría encontrarlas. ¡Si volvía! Se reprendió por dudar. Tenía que pensar que lo haría, y que estaría bien. Si no, no sería capaz de marcharse.
Contempló con devoción a su Sayyida, pensando en el día en que Ghalib le mostró su hallazgo. El niño jugaba entre los olivos cuando un brillo repentino en medio de la corteza llamó su atención. Un rayo de sol se había clavado en el punto exacto en el momento oportuno, desvelando el agujero. Zafira recordaba la emoción contagiosa de su hijo y lo que ella le había dicho: que ahí, enterrado en la corteza, estaba el corazón de la vieja oliva. Luego le contó la historia de cómo una de sus antepasadas lo había plantado. Y cómo otros muchos antes que ellos la habían ido cuidando hasta que llegó a su época. Le dijo que la Sayyida era el buen espíritu que cuidaba de su familia. Y que por eso debían respetarla y cuidarla siempre.
El agujero en el tronco fue desde entonces su secreto. Solo ellos dos sabían que el alma del viejo árbol latía en la oscuridad del tronco oscurecido por el tiempo y las lluvias de los siglos. Un alma amorosa que Zafira esperaba con todas sus fuerzas que pudiera proteger a su querido hijo esta vez.
*****
El olivar estaba oscuro, pero Carmen no necesitaba más que la guía tenue de las estrellas para llegar hasta el viejo olivo que constituía su destino. Ese árbol centenario, retorcido y nudoso como el paso del tiempo, había sido el receptor de sus mensajes con Ramiro desde hacía muchos años. Ya de niños convirtieron en costumbre intercambiar mensajes y regalos en el interior del agujero que se había formado, centurias atrás, en uno de los muchos pliegues de la corteza agrisada. Era su escondite secreto, solo de los dos.
Cuando su afecto dio paso a algo más, solo hubo que continuar la costumbre. Hasta la propuesta de matrimonio se la había hecho llegar Ramiro por ese medio. Una carta y una sortija fueron su promesa de amor. Y Carmen le dio el sí envuelto en un pañuelo de organza que había perfumado con unas gotas del agua de colonia que guardaba para los días de fiesta.
Ahora Carmen iba a dejarle su adiós de papel, definitivo y terrible, en el mismo hueco donde estaba a punto de enterrar su corazón. La casaban, y la enviaban lejos. Y sabía que no iba a volverle a ver. A él, a Ramiro, a su amor, a su hoy y su mañana, a su vida entera. Porque cuando él volviera del frente ella habría cruzado el mar. Por eso iba a dejarle una última carta. El anillo que nunca había podido lucir en público. Y los gemelos de oro que había conseguido comprarle, echando mando de todos sus ahorros, y que esperaba darle el día de su boda.
Ese día no llegaría jamás. Y a Ramiro nadie le daría un por qué, nadie lo consolaría ni le diría nunca que ella lo había querido hasta el final. Nadie salvo ella. Nadie salvo el escondite de la vieja oliva a la que decían la Sayyida.
*****
Cuando Sara llegó al olivar los primeros goterones de lluvia, grandes como monedas, empezaban a empapar el suelo. El albor de la mañana se anunciaba apenas en el este, convirtiendo a los hombres en sombras frenéticas alrededor de la Sayyida,
Corrió hacia ellos, indiferente al aguacero, y se topó con Isam, que venía a su encuentro.
—Sobrevivirá —la tranquilizó él enseguida—. Ven, mira —dijo mientras la acompañaba junto al olivo—. Compruébalo por ti misma.
El rayo había partido por la mitad la vieja oliva, dejando un trozo intacto en pie y otro, calcinado, en el suelo. Sara se volvió hacia Isam y lo abrazó, medio riendo, tan agotada como repuesta por fin de su angustia. Se separaron despacio, como a regañadientes, para después acercarse al tronco e inspeccionarlo con más atención, aún asombrados de que hubiera podido salir indemne de aquello. Los hombres enfocaron la luz de sus linternas para facilitarles la tarea.
—Pero ¿qué…? —exclamó Sara, volviéndose a mirar a Isam con cara de incredulidad. Había una larga hendidura que corría paralela por el interior del tronco, llena de diferentes objetos que no acertaban a distinguir.
Isam extrajo, con mucho cuidado, el que había más arriba. Eran restos de algún tejido, deshilachado y mugriento, que contenía alguna cosa en su interior. Lo desenvolvió con delicadeza ante los ojos atónitos de Sara y descubrió unos gemelos y una sortija, además de un papel doblado, frágil como el viento, escrito por una de sus caras.
La luz repentina del nuevo amanecer brilló entonces sobre la corteza hendida. Y bajo su hechizo se fueron revelando los tesoros que otros hombres y mujeres forjaran en el pasado y que habían enviado, a través de la Sayyida, hasta ese lugar y ese tiempo como legado de unos aceituneros a otros. Para que la tierra siguiera albergando olivos y el tiempo jugara con ellos a la Eternidad para siempre.

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