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153. La enfermedad del otoño

Alixena

 

Las aceitunas estaban cambiando de color, del verde al morado, y pronto comenzaría la cosecha. Los almendros y los nogales, centinelas imponentes del camino, estaban casi desnudos y mis sobremesas se habían vestido de carne de membrillo y de granadas.
No hacía tanto tiempo que perdimos gran parte de la cosecha porque la aceituna estaba enferma de vivillo. Esto sucedió porque llovió mucho durante el envero. El hongo pudría la aceituna y el aceite tenía tanta acidez que era totalmente inservible.
Yo me sentía como si me hubiera atacado el vivillo. Estaba lloviendo continuamente en mi alma y ya se sabe que el ambiente muy húmedo merma la calidad de los frutos. Mi pelo comenzó a caerse y a teñir mi almohada blanca. Corté mi pelo, pero solo conseguí que las zonas despobladas fueran más evidentes.
Estaba triste, para qué negarlo. Me parecía llevar sola demasiado tiempo, aunque en realidad todavía no hacía ni seis meses. Los cortijos que antaño se encalaban cada primavera ahora luchaban por mantenerse en pie y conservar todas sus tejas. Poco a poco el campo se había ido vaciando y solo se poblaba de voces humanas en el tiempo de la aceituna.
Yo tenía una familia de hombres, un marido y dos hijos, fuertes y sanos. Mi marido era un olivo de casta, imponente, que te protegía de las inclemencias del tiempo, con raíces inamovibles y abrazo inabarcable. Mi hijo mayor era un olivo picual, intenso e incansable, de maduración lenta pero segura. No negaré que siempre me volqué más en mi hijo menor, un acebuche, persistente en su defensa de la libertad y férreo en su negativa a ser domesticado y explotado.
El pequeño de mis hijos no era como nosotros. Mientras que los demás veíamos en el olivar sombra y sustento, él veía cadenas que tenía que romper para marcharse. Yo temía que si se iba no encontrara el camino de vuelta, pero bien sabía que no había poda ni injerto capaz de transformar un acebuche en otra cosa.
Resignados a decirle adiós, decidimos acompañarlo en su viaje en busca de otras latitudes. Nuestro todoterreno no estaba acostumbrado a pisar asfalto. A medida que nos alejábamos, los vehículos se tornaban satélites hostiles que se movían rápidamente orbitando alrededor de las ciudades, planetas que emanaban aún más hostilidad. Tal vez por eso tuvimos el accidente, porque estábamos en un lugar que nos daba miedo y al que nosotros le generábamos rechazo. Todos murieron, excepto yo, que decidí volver a casa por carreteras secundarias y nunca más salir de los límites de mi universo limitado, pero conocido.
Llegué a casa con tres urnas. Como no podía ser de otra manera, esparcí las cenizas de mi marido por los olivos más viejos, aquellos que probablemente lo habían visto nacer. Las cenizas de mi hijo mayor las fui esparciendo por las fanegas de olivar donde siempre quiso quedarse. Recuerdo cuando le preguntábamos cuando iba a buscar novia y él respondía que seguro que un día la novia vendría a buscarlo a él. Yo no le creí hasta que algunos cortijos se transformaron en casas rurales, donde venía gente de ciudad. No estaban cerca pero tampoco lejos. Existía la posibilidad de que el amor se tropezase con mi hijo mientras hacía senderismo. Cosas más raras se han visto, pero en este caso nunca llegamos a verlas.
Sin embargo no tenía tan claro que hacer con las cenizas de mi hijo menor. Al principio pensé en tirarlas a un río para que la corriente las llevara, pero quizá mi hijo no quisiera sentirse esclavo de la corriente, así que decidí ir donde los acebuches se aferran a la ladera de la montaña. Elegí un día de mucho viento para que, al fin, aquella alma que anhelaba ser libre pudiera volar hacia aquellos lugares que no tuvo tiempo de ver en vida.
Una vez hube liberado las cenizas de las urnas, mi existencia no tuvo más misión que la de ver pasar las estaciones. Procuraba afanarme en las faenas cotidianas, pero ya nada parecía tener sentido. Podía encalar el patio hasta que la vista me doliera al verlo tan blanco, pero ya nada volvería a ser como antes. No obstante, encalé el patio, pinté la chimenea, sembré el huerto y limpié las cámaras. Al final del verano hice conservas de verduras para un regimiento. Mientras mis alacenas se llenaban de frascos, yo me sentía cada vez más vacía.
Llegó el otoño y como cada año, fui a coger unas aceitunas para aliñarlas. Durante todo el proceso, yo no dejé de llover. Mientras cogía las aceitunas gordales, noté que mis ojos amenazaban tormenta; mientras les hacía pequeños cortes, me hice un gran corte en el dedo porque las lágrimas me nublaron la vista y los quince días que les estuve cambiando el agua noté como la borrasca amenazaba con hacerse permanente. Más me hubiera valido curarlas con sosa caustica.
Tras los quince días de rigor, llegó el momento de aliñarlas con los ingredientes de una receta milenaria: Cáscara de naranja, laurel, ajo, tomillo y orégano, (aunque cada maestrillo tiene su librillo). Pensé en hacerlas en salmuera, pero ya no tenía lágrimas en mis ojos.
Dejar de llorar podía ser una buena señal si no se me hubiera empezado a caer el pelo. Siempre estuve orgullosa de que, a mi edad, mi pelo solo mostrara un par de hilos de plata. Hubiera preferido peinar canas que quedarme calva y, a pesar de estar completamente sola, cubría mis calveros con los pañuelos que antaño usaba solo para la aceituna. Después de haberlos guardado en el fondo del arca y haberlos cambiado por gorras de publicidad de marcas que no usaría en la vida, volvían a ser protagonistas en mi indumentaria. A veces veía mi almohada cubierta de cabello negro y sentía una angustia que me oprimía el pecho, y no sabía si estaba angustiada por los mechones perdidos o por mis hombres muertos.
Al principio, me consolaba la idea de que siempre estarían conmigo de forma incorpórea y yo podría notar su presencia. Hasta ahora, no he sentido ni una ráfaga de viento que pueda confundir con una caricia. He de decir que de mis hijos me lo podía esperar, incluso del mayor. Al fin y al cabo, su espíritu era joven y podía tener ganas de aventuras, pero de mi marido… No me vino a visitar ni en sueños, y digo yo que después de veinticinco años lavándole la ropa, poniéndole la mesa y hasta haciéndole friegas con alcohol de romero en la espalda bien merecía alguna señal de reconocimiento desde el más allá.
Mirándome al espejo una mañana, cogí las tijeras y me corté el pelo a trasquilones. Nunca había sido una mujer de impulsos, y probablemente no había sido una buena idea, pero mi reflejo en el espejo me provocó una carcajada. Hacía tanto tiempo que no me reía que hasta me asusté del sonido.
Pensando en que lo mejor era afeitarse la cabeza, vi a lo lejos una columna de humo. El humo blanco salía de la chimenea de una casa que llevaba deshabitada más de veinte años. El hecho de tener un posible vecino era todo un acontecimiento, pero para querer vivir en aquel lugar aislado había que tener algún tipo de tara, y si no que me lo digan a mí.
Me puse mi pañuelo y me acerqué a la casa donde alguien había encendido la chimenea a pesar de no hacer ni chispa de frío. Fue así como vi por primera vez a aquel hombre con cuerpo de ciprés sentado en una silla de anea intentando menear unas migas pastosas que se le quedaban pegadas a la paleta.
– Creo que les has puesto demasiada agua – dije asomándome al tranquillo.
– ¿Crees que se podrán salvar? – preguntó él.
No intentamos salvarlas. Lo invité a mi casa e hice unas migas. Saqué mis aceitunas aliñadas y me dijo que eran las mejores que había probado en su vida. Pensé que ese podía ser el comienzo de una bonita amistad, sencilla y sin sobresaltos.
Un día vio mi cabeza desnuda y mis zonas despobladas. Se fue sin mediar palabra. Una persona que se asusta de una cabeza medio calva debía ser bastante melindrosa. Era muy extraño que hubiera venido a vivir a un sitio como aquel, aunque quizá huía de algo que le daba más miedo que estar solo en medio de la nada y no saber hacerse ni unas migas.
Regresó un rato más tarde con un cuenco en las manos. Me pidió que me sentase y embadurnó cada mechón de mi cabello con aceite de oliva. Masajeó cada uno de los calveros de mi bosque pensante y parecía que las ideas se me iban relajando.
– Tienes que dormir con esto puesto toda la noche – dijo mientras me anudaba la redecilla–. Mañana te lavas el pelo y te la aclaras con infusión de romero abundante. Pon un plástico en la almohada para que no se manche. Ah, y no uses más el pañuelo, deja que el pelo respire.
Cada varios días realizábamos el mismo ritual cautivados por aquel olor intenso y afrutado. No exagero si digo que jamás en mi vida he tenido un momento de intimidad igual ni con mi difunto esposo.
– Te está saliendo pelo nuevo. La enfermedad del otoño está remitiendo. Ya hueles menos a nostalgia.

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