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152. Olea

Marta Jiménez Miranda

 

Desde que vivo aquí estoy muy acostumbrada al ajetreo de los jornaleros y a ver a muchos tipos de gente, pero la visita que recibí aquella tarde fue de lo más peculiar. Entraba septiembre y a eso de las ocho empezaba a refrescar un poco, además la noche caía ya mucho antes. Iba a ser mi primer otoño en el campo y muy probablemente el último, de modo que ver oscurecer tan temprano me provocaba cierto respeto. Entre los olivos pude distinguir la silueta de un señor bajito y regordete que vestía una ropa muy extraña. A lo que yo estaba acostumbrada era a ver a deportistas con sus chándales, que aprovechaban estas tierras para alejarse del ajetreo y el humo de los coches en el pueblo, a jornaleros con sus clásicas vestimentas y a algún que otro despistado, que paseando a su perro se plantaba cerca de mi casa con zapatos de vestir. Pero no era ninguno de estos casos, aquel señor parecía perdido. Se quedó mirando al horizonte un par de minutos hasta que empezó a gritar, obviamente a nadie, lo que a mí me parecieron órdenes. Más que miedo, empecé a sentir pena, así que intenté llamarle la atención para que se acercase a casa y poder ayudarle. Sin saber cómo me vi gritando el nombre de aquel señor, en ese momento no fui capaz de entender por qué conocía su nombre.


– ¡Justo! ¡Aquí, venga aquí!


Justo se dio media vuelta y me vio. Su sonrisa me resultaba tan familiar que me hizo sentir la ligereza de la infancia, el abrazo de un abuelo o el beso de mi madre. Daba la sensación de que no era la primera vez que nos veíamos.

– Olea, menos mal que te encuentro – me dijo mientras llenaba aquel aire fresco y limpio con un suspiro de alivio.
¿Cómo era posible que aquel señor de extraña vestimenta supiese mi nombre? Aunque bueno, pensándolo bien, él podría saber de mí por la gente del pueblo, pero ¿y yo de él? Nunca tuve una sensación igual al ver a alguien por primera vez.

– ¿Se encuentra bien? ¿Anda usted perdido? Pronto va a anochecer debería usted pasar a mi casa.
– Olea, ¿acaso no te acuerdas de mí? Es cierto que hace mucho tiempo que no nos vemos, tu casa parece mucho más grande que cuando se construyó.
– ¿Conoce usted mi casa? – le pregunté intrigada –. ¿Acaso conocía a los anteriores dueños?
– Claro que sí, yo conocí a los primeros y a los segundos, y quizás a muchos más que vinieron después de ellos. Durante muchos años trabajé estas tierras que hoy ves plagadas de olivos. Aquí, justo a los pies de tu casa me sentaba a las dos de la tarde con mi cuadrilla a comernos un buen bocadillo de aceite y si había suerte alguno sacaba la bota de vino y nos echábamos unas risas, a pesar de todo el cansancio acumulado.

Cuando Justo terminó de contarme aquello, pude ver cómo, a pesar de estar sonriendo, se le escapaba una lágrima y dirigía la mirada al campo.

– Ya veo, entonces sería usted el manijero, entiendo yo. Pero siéntese, no se quede ahí de pie – le dije, intentando desviar su atención. No sabía por qué, pero sentía mucho dolor al verle triste.
– Gracias, Olea. Eres una santa. Siempre cuidando de mí. Pero no te preocupes, aunque esté viejo y ya no pueda valerme por mí mismo, o eso dicen mis hijos, aún puedo sentarme en esta piedra. Como buen hombre de campo, siempre que vuelvo me gusta vivirlo como toca y adaptarme a lo que él me ofrece.

Con dificultad logró mi nuevo o viejo amigo Justo sentarse en aquella enorme piedra que llevaría siglos frente a mi casa. Ahora que llevaba un rato hablando con él pude percatarme de que era un hombre bien entrado en años. El poco pelo que tenía era blanco, nariz muy regordeta y ojos pequeños, los lóbulos de las orejas eran grandes y colgones y sus enormes gafas redondas estaban rotas, como si se le hubiesen caído no hacía mucho, porque los bordes dorados lucían unos buenos pegotones de barro.


– Disculpe de nuevo mi despiste, pero desde que le vi me resultó muy familiar y por más que intento hacer memoria me es imposible saber de dónde le conozco. Verá, yo no llevo aquí viviendo muchos meses, me mudé antes de verano.

– ¡Ay, Olea! Siempre andamos con la misma historia – me soltó entre risotadas, que a mi parecer resultaban molestas. Aquella situación estaba empezando a incomodarme –. Yo te conozco desde antes de nacer. Conocí a tus padres que también vivieron por aquí.

Así era, mis padres también vivieron aquí. Ellos pasaron toda su vida entre el olor a tierra y a alpechín. Rodeados por las historias de cientos de jornaleros que venían cada día. Conocieron a mucha gente, muchos de ellos venían y arreglaban la casa, preparándola para el mal tiempo y quitando las malas hiervas que crecían al rededor. Desde donde estaba situada mi casa, se podía ver todo el olivar y al fondo el pueblo. Cómo adoro observar todo el pueblo desde tan lejos, parece que todo anda en calma más allá de los olivos.
Justo aún seguía sonriendo mientras me miraba, aunque no estaba segura de que me estuviese mirando a mí. De repente, como si se hubiese acordado de algo, o quizás como si lo hubiese olvidado, dejó de sonreír. Se quedó serio y por un instante parecía no estar allí.


– Entonces dice usted que tiene hijos. ¿Saben ellos que está aquí? Mire que está empezando a refrescar y pronto se hará de noche. ¿Quiere usted llamarles? – le ofrecí mientras señalaba el teléfono.

– No te preocupes. No recuerdo el número de mis hijos de memoria. Además, cada uno tiene ya su vida, yo la mía la perdí hace tiempo. Por eso me gusta venir a recordar. Solo con verte me vienen mil recuerdos. De hecho, tengo un recuerdo graciosísimo de cuando era pequeño y veníamos al campo a coger aceitunas, las metíamos en envoltorios de caramelos vacíos, para después regalárselos a nuestros amigos. Jajaja, no te imaginas sus caritas de desilusión al ver la aceituna cuando abrían el papel. – me contó partiéndose de la risa. En aquel momento había dejado de ser un hombre, era un niño que se regocijaba de sus trastadas.


Continuamos charlando durante un rato, Justo me contaba todo lo que había vivido por aquellos campos y yo lo escuchaba embobada sin querer moverme de mi sitio para que no perdiese el hilo de su historia. Me sentía tan en paz, que hasta había perdido la noción del tiempo.

– De modo que ya ves, Olea. No estoy perdido, esta es mi casa, mi sitio favorito en el mundo. Aquí está toda mi vida.

Me limité a asentir. Aquello me llegó dentro. Comprendí que lo que más deseaba aquel amigo mío era poder volver por un momento a todo aquello que le había hecho feliz, a todo lo que le había hecho sentir que estaba vivo. Y que su única forma de llegar a hasta aquello era acercándose a mi casa, pisando aquella tierra que había pisado durante tantos años, como un niño que solo pensaba en travesuras, como un hombre que paseaba con alguna novieta por el campo, como un manijero que cuidaba de nuestra tierra y nos daba algo tan exquisito como el aceite y ahora como un anciano deseoso de respirar el sanador aire que circula por el campo.
Ya había anochecido y estaba a punto de ofrecerle a Justo una cama caliente donde pasar la noche para que descansase tranquilo. Era mejor que volviese a casa con la luz del sol, con aquella oscuridad no me cabía la menor duda de que se perdería entre los olivos. Pero antes de que me diese tiempo de soltar la primera palabra y poder hacerle mi ofrecimiento escuché unos gritos a lo lejos, al principio no sabía si venían del pueblo o si realmente había alguien en el campo, lo cual era bastante raro con lo oscuro que estaba todo. Los dos nos quedamos mirándonos fijamente, sin entender muy bien de dónde venían aquellos gritos. Resultaba complicado descifrar el mensaje de aquellos gritos de desesperación.


– Justo, ¿escucha usted eso?

– Sí, creo que sí.

Cada vez las palabras se hacían más claras y se escuchaban más cerca de nosotros. De repente, vi una linterna a lo lejos. Es curioso como en el campo no se distingue el cielo de la tierra cuando es de noche, si está oscura y no hay estrellas. Los dos seguíamos en silencio, hasta que la linterna estaba prácticamente encima de nosotros.

– Tengo miedo – me susurró Justo.
– Tranquilo.

Pude distinguir a dos personas corriendo desesperadas hacia nosotros. A cinco pasos de poder tocarnos si fui capaz de distinguir lo que gritaban, hasta ese momento daba la sensación de que estábamos dentro del mar y solo escuchábamos el canto de una ballena. Ahora era totalmente claro: ¡PAPÁ!

– Papá, no me lo puedo creer. Otra vez… – manifestó la chica que me miraba con desesperación. No estaba seguro de si se había equivocado llamándome papá. Aquella chica se abrazó a mí llorando mientras gritaba cosas que para mí eran imposible descifrar. – Llevamos toda la tarde buscándote. Mira la hora que es, está totalmente oscuro… Te podría haber pasado algo y no nos habríamos enterado. Encima con el pijama y el frío que hace ¡NO VUELVAS A SALIR DE CASA SOLO! Casi me muero pensando que no te iba a volver a ver.

La vi tan apenada, que lo único que podía hacer era callarme, cogerme de su mano y andar junto a ella mientras seguíamos la luz de la linterna. No había tenido tiempo ni de despedirme de Olea, la pobre se quedaría preocupada después de presenciar aquella escena. Aunque ya podría haber dicho ella algo, me comí yo solo todo ese pastel. La muchacha seguía llorando, la persona que andaba a su lado no me dijo nada, pero cogió su teléfono y empezó a hablar con alguien mientras caminábamos casi a tientas entre las malas hierbas.

– Ya lo hemos encontrado. Sí donde siempre, ya te dije que no hace falta buscarlo en otro sitio, le ha dado por irse a un olivo y sentarse a hablar solo. Menos mal que le da siempre por lo mismo.
Al llegar a casa me dieron una ducha caliente y me pusieron un pijama que olía a flores. Aquella chica me metió en la cama y me besó en la frente.

– Te quiero mucho, papá.
– ¿Cómo te llamas?
– Elena, papá. Te gustaba Elena.
– Gracias, Elena. ¿Y tu madre?

Elena cerró los ojos apenada y me volvió a besar, pero esta vez en la mejilla. Sus lágrimas cayeron en mi rostro y ardían como si fueran mías. Se levantó, se dio media vuelta y apagó la luz al salir. No tardé ni tres minutos en quedarme dormido.

– Buenos días, papá.
– Buenos días. – Le contesté. Seguía sin entender que hacía en aquella habitación, ni quién era aquella señorita que me llamaba papá. Yo no era el padre de nadie. No era más que un manijero y si no me soltaban pronto iba a llegar tarde y mis jornaleros empezarían a preocuparse.
– Traigo tu desayuno. Como a ti te gusta.
– ¿Dónde está mi ropa de faena? Tengo que irme, hasta aquí llegó la broma – ya me tuve que poner serio.
– Papá, déjalo ya. Mira aquí tengo tus tostadas con jamón, aceite y las aceitunitas al lado como a ti te gusta. Ah, y leche manchada, solo una gotita de café.

De verdad, toda aquella historia estaba dando con mi paciencia, en cualquier momento iba a dar un golpe en la mesa, tenía que poner a toda esa gente más derecha que una vela.
Me puso la bandeja entre las piernas y se sentó a mi lado en la cama. Cogió el café con la pajita y me lo puso en la boca, sorbí un poco, pero me costaba tragar. ¿Qué me estaba pasando?

– Venga, una aceitunita de estas que te encantan – dijo mientras me la ponía delante de los ojos para que la viese bien.
Al verla tan redonda y verde entre los dedos de mi hija lo recordé todo, entendí todo lo que me había pasado. Ella era la única que me hacía recordar.
– Olea. – solté con media sonrisa, embobado viendo a mi querida Olea.
– Papá, otra vez con esa historia…
– Hija mía, gracias por traerla a casa. Pensé que me había dejado solo y que ya nunca más podría recordar.

– Tranquilo, no pienso dejarte solo – le dije a mi Justo mirándole fijamente a los ojos. Eso siempre le había tranquilizado.
Ahí fue donde de verdad pude reconocer a mi viejo amigo, nunca nos habíamos separado. Aquel encuentro me hizo recordar quiénes éramos, aunque fuese por un momento. Él siempre estuvo y estará en mi casa, igual que yo en la suya.

 

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