151. Frutos de mar y tierra
Estaba enamorada del mar y no conocía el mar. Se entusiasmaba con cualquier película, documental o serie sin tener en cuenta si era buena, mala o regular. A ella lo que le importaban eran las olas rompiéndose el espinazo contra unas rocas, un espigón, o lavando, amorosas, la pared encalada de una casa de pescadores.
La tierra era el olivar y la recogida de sus frutos durante días helados. Quedarse con una cesta de aceitunas del verdeo para que la abuela las partiera con el mazo de madera y las endulzara en la orza. Y kilos y kilos cargadas en los remolques para llevarlas a la molina de la Marquesita donde las grandes piedras cónicas girarían sobre un eje y las aplastarían hasta desangrarlas en unas cortinas de zumo verde-amarillento que correría por los regueros hasta los pozos a ras de suelo. Quedaría la pulpa entre los capazos, orujo que engordarían las albercas de la entrada. Y el olor. Calle arriba. Calle abajo. El olor de los canterones de pan con aceite de las meriendas infantiles. Alimento para los juegos.
La tierra. Su tierra. La que le daba comida y también alas. Moneda a moneda. Billete a billete. Ahorrando para el viaje. ¿Qué haces con las perras?, le preguntaba la madre. Y ella que eran para sus cosas. No quería que le dijera que no, que a dónde vas a ir tú sola. Para sus cosas y ya está. Ir y volver. No iba a quedarse en ningún otro lugar. Conocer el mar. Tocarlo. Olerlo. Escucharlo. Sentir su sabor en la punta de la lengua. Y jugar con los rizos que entraban en las playas. Meter y sacar los pies del agua. Tal vez bañarse hasta la cintura, que al agua bravía había que temerla, que también se enamoraba y se llevaba a sus amores mar adentro.
A Chelo le gusta el olivar. Desde la ventana de su casa ve las hojas pequeñas y gruesas, las aceitunas engordando con las lluvias de tormentas veraniegas y los troncos retorcidos tan queridos por la tierra que nutre sus raíces, y siente gratitud. Su madre le ha contado muchas veces las historias de la posguerra. No había pan. Pasaban hambre. Mucha. Pero a las peladuras de patatas no les faltaba un chorrito de aceite. Sobrevivieron familias enteras con este elixir que espantaba a la señora de la guadaña que tan a menudo paseaba por las casas.
El vareo, la recogida, el rescate de las aceitunas que saltan fuera de las mantas, abrazadas por hielos de amaneceres de escarcha. Trabajo duro. Y sin embargo, cuánta satisfacción durante los descansos. Sacar la navaja, abrirla y cortar rebanadas de la hogaza de pan, rajas de chorizo y morcilla y trocear la tortilla de patatas. Comer mientras se habla y alguien cuenta una anécdota, o un chiste, compara una cosecha con la anterior, o recuerda la tormenta y el rayo que achicharró a la yegua de Pedro, el de la huerta Arroyo Mochado. Aquella vez. ¡Ay, aquella vez!, Bonifacio siempre relata la misma historia, pero nadie lo interrumpe. Pues nada, que estábamos en la finca de los Mochuelos cargando paja en el carro. Yo tenía la escopeta apoyada en un árbol no muy lejos. Y no la vi. Así que, me avisó mi Leocricia. ¡La liebre! Iba que se las pelaba. ¡Chacho! ¡Ni pensarlo! Eché a correr a por la escopeta. Que luego dijo mi Leocricia que se me hinchó la camisa con el viento y parecía un globo. Bueno, pues alcancé la escopeta, me la eché al hombro, apunté y ¡pum, pum, pum!, tres tiros antes de que alcanzara la madriguera. Dio una voltereta y cayó redonda. ¡Chacho qué jartón de arroz con liebre!
Hay más agua que tierra en nuestro planeta. Y ella nunca ha visto el mar. Lo imagina tan grande que los ojos se le llenan de azul. Con sus criaturas dentro de plata y coral. Esos pescados. Las sardinillas qué ricas fritas. Los jureles, las acedías, las pijotas… ¡Qué bueno todo! Cuando era pequeña no le gustaba el pescado. Solo la carne. Con el tiempo les ha cogido gusto a los pescaditos. El olor del aceite de oliva creciendo en la sartén al fuego y los boquerones frescos chisporroteando dentro. ¿Cómo olerá el mar? A sal y algas le dijo un día la niña rica, hija de los dueños de campos inmensos. A sol y cocoteros, afirmaba Domitilo el que se fue lejos, lejos, en un carguero y regresó con la piel curtida por vientos alisios y una bolsa llena de decepciones. No hizo fortuna. No consiguió su sueño. Lo contaba en el bar Frasquito ante un carajillo. Él lo que quería era regresar con un buen fajo de billetes y pasar el resto de su vida sin trabajar. ¡Me cago en mi mala suerte!, decía. Y pedía un aguardiente para ahogar las penas. Lo tenía. Claro que lo tenía. Pero un día se le cruzó un mal nacido y se lo llevó todo, todo, contaba con los ojos enrojecidos de rabia y alcohol. ¡Déjalo ya, hombre!, le decía Frasquito. Pero a él le gustaba regodearse en su desgracia.
Y llegó aquel año de olivos con las ramas cargadas de frutos gordos y relucientes del lavado de lluvias de verano. Había tantas que no se daba abasto. No era posible recogerlas ni con todo el pueblo poniendo sus manos a la tarea. Corrieron la voz y la voz se extendió de pueblo en pueblo como la pólvora. Necesitaban gente para la aceituna. Así llegaron desde la costa. Saud iba con ellos. Era alto, delgado y elástico como un junco. En sus ojos enormes se trajo todo el calor de su tierra. Hablaba poco y trabajaba mucho. A Chelo le prendió el calor de su mirada. Lo observaba desde la distancia que impusieron en los olivares para que no se mezclaran. Vinieron en pateras, decían los dueños, vete tú a saber qué trajeron con ellos. Por si acaso, mejor separados, no sea que… Y en cuanto terminen, puerta, que están aquí sin papeles. Los llevaron al granero y allí tiraron colchones para que durmieran. Se lavaban con agua del río que calentaban en latas, y comían de lo que llevaban los vecinos a los olivares.
Chelo comenzó a acercarse a Saud para compartir con él la tortilla, el bacalao con tomate, el chorizo y la morcilla. Y mientras comían ella comenzó a hacerle preguntas que él contestaba con un sí, no, bonito, bueno y alguna palabra más. Pronto fue ampliando su vocabulario y Chelo supo que venía de un país de tierras secas y frutos escasos donde el calor no era el problema. Problema, guerras, decía. No comida, no agua. Mucho pobre. Hambre. Coger barco y cruzar mar, salida.
Chelo descubrió que el mar que tanto anhelaba conocer también tenía sus aguas oscuras que engullían personas y las escupían a las playas de los países a los que nunca llegarían vivos.
Los olivos se iban desnudando de frutos mientras el amor vestía a Chelo y a Saud. Se buscaban fuera del olivar, entre las jaras y debajo de las encinas. Fuera de las miradas de los demás que ya habían comenzado a murmurar porque dónde se había visto que un negro, negro, pero que muy negro, se juntara con una blanca. No está escrito en cartilla, se escandalizaba Leonor, la alcahueta del pueblo. Una mujer que vivía la viudedad con pañuelo negro y vida de puerta cerrada. Y la madre que no se te ocurra, niña, ir con ese, que no es de tu raza ni de tu casta. Y cuando la hija le preguntaba el porqué de sus recelos, ella que era tan cristiana, con un buen trabajador y mejor persona, la madre gritaba muy enfadada: ¡Porque lo digo yo y punto! Pero cuanto más se empeñaba la madre en separarlos, más avivaba la pasión de la hija por Saud.
Recogían sus cosas del granero, las dejaban a la puerta, a mano para seguir su camino hacia otros tajos donde ganarse el sustento, a la espera de que les pagaran el último jornal. Saud con la pena en el infinito de su mirada perdida, sin ganas de nada, con la cabeza gacha. Aquella tarde se despediría de Chelo. No podía quedarse en el pueblo. Allí nadie lo iba a contratar. Se iría hacia el mar, a los invernaderos, donde hacía falta mano barata. Pero Chelo tenía otros planes. Todo listo para partir con él.
Se fueron una noche cerrada, cuando aún el sol tardaría en levantarse detrás de los campos. En silencio, sin mirar atrás, recorriendo la ruta ya trazada por ellos para que no los encontraran si los seguían. Una vez llegaran a su destino, Chelo se pondría en contacto con la madre para que supiera que estaba bien y pedirle que no la buscara.
Cuando Chelo conoció el mar lloró de emoción. Era más hermoso de lo que había imaginado, con sus aguas preñadas de vida. Se casó con Saud y vivieron en aquel pueblo de pescadores, reparando redes, saliendo a pescar, recogiendo las frutas maduras y disfrutando de los baños interminables bajo la luz cegadora del sol, o la palidez de la luna.
Chelo volvió al pueblo después de muchas llamadas telefónicas con la madre, de cartas y fotografías que consiguieron ablandarla y cambiar su mirada. Regresó con Saud y una niña de ojos grandes y risa a flor de boca, de piel café con leche y mucha ternura para darle en abrazos a la abuela.
Entre los olivares y el mar, según las estaciones, transcurrió el resto de sus vidas.