MásQueCuentos

150. Edennea

Begoña Caballero Sagardia

 

Abre al arca y confía en su corazonada. Varias mariposas desbocadas aletean ya en su estómago y una chispeante mirada delata una emoción que hacía tiempo no sentía. Es consciente de que quizás no encuentre lo que espera, pero no puede evitar sentirse como aquel curioso y expectante chiquillo de antaño abriendo los regalos el día de Reyes. La emoción se adueña de él y no quiere demorarse en descubrir lo que ese interior forrado de terciopelo rojo atesora.

Fran retira cuidadosamente unas primeras capas de viejas y amarillentas hojas de periódico. Nuevos mantos de tul, que desprenden un penetrante hedor, le dan la bienvenida. Aparta, con suavidad, varios recubrimientos de papel vetusto y cuero y descubre una caja de madera tallada bastante bien conservada. La saca con sumo cuidado y bordea, en un par de zancadas, la mesa de ese improvisado despacho para sentarse en la silla. La posa en su regazo y la abre con la misma ilusión de cuando era niño. Sus ojos, iluminados como pequeños leds, no dejan de mostrar emoción, curiosidad y nerviosismo. Una conocida historia vuelve a resurgir en su mente, y con ella el recuerdo de su abuelo y sus últimas palabras: «nunca olvides que las leyendas no mienten y que la magia existe. Solo hay que saber verla«.

Y ahí está lo que anhelaba encontrar. Por fin, se deja ver. Desenrolla cautelosamente papel de seda que lo envuelve y lo contempla fascinado durante varios minutos.

—Tu belleza resulta más impresionante de lo que imaginaba. Esa sensibilidad y luz que desprendes; la impresión que causas en los que te observamos; la paz que transmites al admirarte o esos colores que has elegido como vestuario para deslumbrarnos… -se queda en silencio embelesado sin poder apartar la mirada y prosigue farfullando-. Te tengo aquí, como dice la conocida canción de Marc Anthony. Nunca hubiera imaginado que te encontraría en esta pequeña caseta de madera. En un campo de Jaén. ¡En el olivar que desde hace más dos siglos pertenece a mi familia! ¡Ay, Edennea, qué hermosa eres!

—¿Edennea? Entonces, así es como se llama esa criada deslenguada con la que estabas tonteando ayer -sin ocultar su malestar aproximándose rápidamente hacia la mesa-. Como la has conocido, te ha puesto ojitos y te ha empezado a gustar, has optado por quedarte aquí y olvidarte de esos sueños bohemios que tenías, ¿no?

—¡Vaya susto me has pegado, Celia! – dirigiendo la mirada, sorprendido, hacia donde proviene la voz de su mujer-. ¿Qué estás diciendo? ¡Deja de inventar historias!

—¿Crees que no tengo ojos? – insiste espantada ante la actitud, hasta ahora desconocida, de su marido-. Ni un año. ¡Ni un año llevamos casados y ya estás pensando en meterte a la cama con esa criada de tres al cuarto! ¿Así cumples tú las promesas realizadas el día de nuestra boda?

—Tranquilízate, Celia. Lo estás malinterpretando. Y… -dejando lo que tiene entre las manos encima la mesa, levantándose y aproximándose a su mujer con la intención de abrazarla y estrecharla contra su pecho, y hablarle de Edennea.

—¿Qué me calme? ¿Lo dices así, tan tranquilo? –interrumpiendo a su marido, sin dejarle explicarse, retrocediendo dos pasos y alargando su delgado y largo brazo hacia él haciéndole parar-. ¡No te me acerques más! ¿Por tan imbécil me tienes?

Se hace el silencio. Fran prefiere callarse y se pasa la mano por la nuca, sin dejar de observarla y pensando en que nunca podría serle infiel. Conoce bien a Celia y sabe que es como el champagne francés: en cuanto se descorcha se esparce toda la espuma. Pero está completamente enamorado de ella, y la quiere así, incondicionalmente, con sus buenos momentos y los malos.

Respetando su deseo de no acercarse, se da media vuelta y se dirige hacia la ventana situada detrás del escritorio para posar la vista en los olivares y a la espera de que esa tormenta llamada Celia amaine.

—Y ahora, ¿te callas? ¿Me estás ignorando? -prosigue mientras sus ojos parecen salirse de sus órbitas y una línea azul venosa del cuello se hace más prominente-. ¿No te vas a inventar ningún cuentecito como hacen los de tu calaña? –se queda en silencio durante unos breves instantes–. ¡Habla!.

—Celia, cariño, si no me das opción de explicarme… poco puedo hacer –de forma pausada y calmada, volviendo su mirada hacia ella.

—¡Deja de sacar esa vena bohemia de artista que tan mala me pone! ¡Me engañaste, Fran! –vociferando nuevamente-. Me dijiste que no querías saber nada del campo y del olivar de tu familia. Me convenciste con tus aspiraciones de vivir del arte en Sevilla, lejos de estas tierras, asegurándome que nos mudaríamos allí y que expondrías tus cuadros en las galerías y no sé qué historias más. Y yo, como una boba, caí en tus redes… Creí en tu palabrería, capaz de engañar incluso al mismísimo diablo. ¡Eres lo peor! ¿Qué demonios le has visto a esa criada estúpida?

—Celia, por favor, déjame demostrarte que se trata de un malentendido. Y no me gusta que llames criada a nadie, ya lo hemos hablado varias veces. No estamos en la época de la esclavitud. Es una trabajadora más y punto.

—¡Es una criada! Si todos los que trabajan para mi familia lo son ¿qué te hace pensar que todos estos son diferentes? -apuntando con su mano hacia el exterior de la estancia- ¡Y me voy a callar mis otras opiniones sobre ella! Has sacado lo peor de mí. Me he convertido en una verdulera por estar entre tanto cateto cuando yo, en realidad, soy de modales refinados. Una mujer de ciudad. ¿Te tengo que recordar que mi padre, además de ostentar el título de vizconde, es el presidente de una de las entidades financieras más importantes de Andalucía?

Fran permanece callado, apoyándose sobre el quicio de la ventana, mirándola y resoplando a la espera de que se calme. Sabe que tarde o temprano lo hará, pero no sabe cuánto más durará su enfado. No es la primera vez que se pone histérica por cualquier tontería, pero sí por celos.

—Mis padres me lo advirtieron y no les hice caso. ¿Por qué demonios no los escuché? Ellos sabían que contigo la felicidad no iba a durar nada. Que éramos de clases diferentes. ¡Y no ha llegado ni a un año! ¿No tienes nada que decir? –instándole a hablar, con actitud desafiante

—Si vas a continuar en este plan preferiría estar solo, Celia.

—¿Y ahora me echas? ¿Has quedado con esa rastrera? Como la agarre, la arrastró por los pelos –apretando su puño derecho con fuerza, avanzando sobre la mesa y dando un golpe sobre ella.

—Vaya día llevas hoy…. –meneando la cabeza de un lado para otro, incrédulo de la actitud emprendida por ella a causa de un malentendido, y sentándose nuevamente en la silla, detrás del escritorio y centrando su atención en Edennea.

—¡Pues ya puedes empezar a hacer examen de conciencia porque la culpa es tuya y solo tuya! –bajando ligeramente la voz.

—Creía recordar que te dedicabas al marketing y no a ser cura. ¿Te acuerdas de Cezanne? –en un intento de reconducir la situación y hacerle ver lo equivocada que está.

Al ver la actitud de Celia, a Fran le invade un sentimiento curioso. Por un lado, adora a su mujer sobre todas las cosas e iría con ella hasta el fin del mundo; por otro detesta verla irritada, enfadada y dando golpes al primer objeto o mueble que encuentre en su camino, y no saber cómo hacerla entrar en razón porque es muy obstinada.

—¡No me vengas con chorradas, Fran! Te he pillado pensando en tirarte a otra y encima, ¿tienes ganas de bromitas estúpidas? Me importan lo mismo Cezanne, Satanás o Belcebú. O sea nada. ¡No me cambies de tema y cuéntame qué demonios te traes con esa calientabraguetas! ¡No me hagas perder la paciencia!

—A ello iba y por eso te he…

—Por eso… ¿qué? ¡Explícate y deja de perder el tiempo con esa basura incomprensible que solo tú conoces! –acercándose más aun a la mesa y golpeándola más fuerte mientras posa su mirada en algo colorido que está sobre ella.

—Ya está bien, Celia. Ni se te ocurra volver a repetir esa última frase.

—O sea que esto…-con tono despectivo e intentando tocarlo con la mano- ¿es más importante que nuestra relación?

—Vuelvo a preguntártelo. ¿Te acuerdas de Cézanne? ¿De la leyenda?

—¡Céntrate, por favor, y respóndeme! Cuéntame qué os traéis… – perdiendo la paciencia e instándole a que hable dirigiendo hacia él un dedo acusador.

—Te la he contado una y mil veces. Y, si me permites hablar dos minutos seguidos sin interrumpirme, te darás cuenta de lo equivocada que estás, cariño.

—Ah, claro. ¡Siempre soy yo la equivocada! –furiosa, agarrando su moreno flequillo y echándolo hacia atrás con su mano mostrando la rigidez de su morena cara-. ¡Habla de una vez y no me vengas con cuentos estúpidos! -poniendo los brazos en jarras a la espera de la explicación por parte de su marido.

—¡Por fin! ¡Gracias! -irónicamente-. La leyenda… Como bien sabes, estos olivares han pertenecido a mi familia desde hace más de más de dos siglos. En ella han trabajado…

—Sé lo que significa. ¡Déjate de rodeos y vete al grano! –cortando de forma tajante el relato de su marido.

Fran resopla. Su paciencia empieza a colmarse y ya no sabe cómo aparentar una tranquilidad que ya se está esfumando. No puede perder el control porque si no la ira de Celia irá a más.

—Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo y todos los vecinos de estos pueblos siempre han dicho que la aceituna de estos olivares tiene algo especial. Nunca han sabido cuál es la razón, pero sí que tiene un regusto con un matiz diferente al resto. Al meter la aceituna en la boca es algo amarga, pero al cabo del tiempo te deja el paladar dulzón y con toques muy afrutados, para luego convertirse en un frescor incomprensible. Y, por lo visto, estas olivas también obraron su magia hace más de un siglo.

—Mal vamos. Querías darme explicaciones y ahora me vienes con no sé qué historias, una masterclass de vuestras aceitunas, la magia… Fran, por favor, ¡déjate de bobadas!

—Deja que acabe y lo entenderás. Cézanne fue uno de los pintores postimpresionistas más importantes. También considerado como el padre de la pintura moderna. Aunque su vida pasó sin pena ni gloria. Es luego cuando se convirtió en quien todo el mundo conoce. A pesar de que su progenitor, con mucho esfuerzo, logró ser dueño de un banco, Paul, que así es como se llamaba, descubrió desde su infancia que su pasión no era ni los negocios de su padre ni carrera de Derecho que inició y no acabó, sino la pintura. Se fue de la Provenza francesa a París, junto con su amigo Zola, escritor, para dedicarse a ello. En el Louvre descubrió a otros pintores como Caravaggio o Velázquez y se interesó por ellos. Tanta era su fascinación hacia…

—Me aburro. No entiendo de pintura ni de pintores. Mis padres tienen cuadros famosos en casa, pero para solo para invertir. Y, sinceramente, además de no interesarme nada no entiendo a qué viene esto. ¡Te he pedido explicaciones de lo que te traes con esa… no una clase de arte!

Fran guarda silencio unos instantes, mirando fijamente a esos ojos color azabache que desde el principio le enamoraron. Después, tras inspirar levemente, asiente con la cabeza y decide proseguir con la leyenda.

—Y te lo estoy explicando. ¿Puedo continuar? –irónicamente, levantándose de la mesa y empezando a pasearse por esa habitación de escasos cinco metros cuadrados que, a veces, es utilizada para hacer papeleo de emergencia y que se encuentra en el aledaño a las casetas donde se guardan los aperos.

—¡Continúa! Espero que no se eternice. Y desde ya te advierto que no son las respuestas que busco.

—Bien. Su fascinación por ellos hizo que se obsesionara por completo. Tanto es así que quería saber todo acerca de ellos. Y, en especial, de Velázquez. Decidió poner rumbo a Sevilla para estudiarlo más a fondo. Por cierto, probablemente, fuera de los únicos viajes que hizo fuera de su país. Como te decía, se desplazó hasta la ciudad hispalense con el fin de conocer más a fondo toda la historia de ese pintor que, casi tres siglos atrás, llamó tanto la atención. Tras permanecer varios días allí, y empezar a sentirse indispuesto por estar tan lejos de su Provenza natal y sus campos, se enteró de que aquí, en Jaén, había olivares y decidió venirse unos días. Necesitaba sentirse como en su casa y aquí lo consiguió. O eso dice la leyenda.

Se calla durante unos instantes para tomar aire e ir recordando los mismos detalles que su abuelo le contaba. Sus ojillos vuelven a chisporrotear levemente una luz destilando la emoción que siente, y ni se inmuta ante la actitud desinteresada que muestra Celia.

—Llegó aquí y mi tatarabuelo, hombre acogedor, según se relata, le invitó a alojarse en su casa. Disfrutó de la propiedad y de su calma. De sus campos y de sus olivos. De la comida y de la bebida. Sobre todo, de la sopa hecha a base de aceite oliva de mi tatarabuela. Según se ha contado siempre, era un adicto a esa sopa. Adoraba la naturaleza. Tanto es así que cada mañana, al amanecer, salía a pintar sus cuadros. Un día, mientras almorzaba, al sorber y levantar demasiado el tazón el líquido acabó penetrando por la nariz.

—Vaya, que el pintorcito dichoso –con cierto retintín y bastante mal humor – esnifó la sopa de aceitunas… Cuéntalo sin parafernalias y se entiende más rápido. Y, ¡por favor, acaba, que ya no aguanto más!

—Si prefieres decirlo así, tú misma. Al cabo de una hora, sintió que una presencia extraña brotaba desde las nubes para luego descender, muy lentamente, hasta posarse entre los olivos.

Suspira. Y luego sonríe. Recuerda los gestos de su abuelo al compartir una y otra vez éste y muchos otros mitos de la región. Un pequeño vendaval de nostalgia amenaza con golpearlo y decide reanudar su historia.

—Por eso son tan apreciadas y mágicas –gesticulando comillas con los dedos de ambas manos- vuestras aceitunas. ¡Lo que cosecháis aquí es una especie de droga, opiáceos o lo que sea, recubierto todo ello de olivas!

—¡No digas bobadas, Celia!

—Pues, chico, algo tiene que haber. ¿Qué quieres que te diga? O ese pintorcito estaba totalmente loco o le daba a algo muy fuerte. ¿Quién se va a creer si no lo de la presencia que sale de las nubes y se posa luego en el campo? Nadie en su sano juicio.

—¿Puedo? –al ver cómo Celia le hace un gesto condescendiente para que prosiga, continúa con el relato-. Bien, por lo que se cuenta, Cézanne se asustó muchísimo al ver esa presencia compuesta por una sonriente cara de mujer y lacios cabellos.

—¡Como para no! Seguro que ese pintorcito se había esnifado hasta la tierra. O se puso fino de risol. No hay más explicación.

—Pero, poco a poco, se fue relajando por la tranquilidad que aquella cara infundía. Al verlo más sosegado, esa presencia decidió hablarle y desvelarle quién era.

—¿La Virgen de Lourdes, fiel seguidora de su pintura, que decide salir de su gruta para seguirlo hasta estas tierras para tomarse unas olivas con él? –con sarcasmo y sin ocultar su cansancio.

—No exactamente. No era una virgen, sino una Diosa. ¿Sabes quién es la Diosa del aceite?

—¡Acabáramos, con que una Diosa! El pintorcito no era el único que se ponía ciego de todo. Por lo que veo vosotros también lo seguís haciendo, porque os la creéis. ¡Por Dios! Perdón, ¡Por Diosa! –sonriendo de una forma burlona–. Y no, no tengo ni la más remota idea de quién es esa, como tampoco entiendo qué tiene que ver toda esta parafernalia con que te acuestes con esa fresca, por llamarla de una forma fina. ¿De verdad crees que es esta explicación la que estaba esperando?

—No he acabado. Déjame hacerlo, por favor.

—Los dos minutos hace ya un buen rato que se agotaron. Te doy uno más, como mucho, porque esta vena –mostrándole la parte izquierda de su cuello con su mano-, se me está hinchando y no te recomiendo que siga haciéndolo.

Al escuchar esas palabras decide que tiene que intentar abreviar al máximo. No es la primera vez que Celia utiliza esa expresión y cada vez que lo ha hecho y el tema en cuestión se ha alargado, la situación ha ido a peor. Ahora que, al menos, le permite hablar no va a echarlo a perder con detalles que a ella parecen no interesarle.

—¡Era Atenea! Según se relata, ella apareció y le hizo compañía. Él no podía negarse a plasmar ese momento y pintó el campo lleno de olivares y, los muy observadores, pueden apreciar a Atenea, discretamente retratada, entre los pequeños arbustos. Esa pintura fue obsequiada a mi tatarabuelo y lo guardó cuidadosamente para que nadie la robara. Nunca pintó nada parecido. Campos sí, pero presencias en ellos no. O, al menos, no se ha descubierto aún.

—¿Y? Sigo sin entender nada y ya te quedan 15 segundos nada más.

—Estos campos son, desde entonces, conocidos por los lugareños como el Edén de Atenea. Y de ahí, Edennea. Edennea, además de ser una combinación de esas palabras, no es el nombre de la trabajadora, que por cierto me informó del descubrimiento con motivo de las obras que se están llevando a cabo en la caseta, sino el de la pintura. ¡De esta pintura! –mostrando lo que había dejado en la mesa con la llegada de su mujer y que ella ya lo había observado e incluso intentado tocar.

Celia ha escuchado el final del relato, y ha pasado del sentimiento iracundo al sosiego al darse cuenta de que sus sospechas eran infundadas. ¡Pero sabe cómo remediarlo!

Scroll Up