
15. Babel
El suelo se sacude bajo la estampida, saltando las piedras y viciándose el aire atrapado en el polvo que asciende con la fuerza de un águila. El sol, en su cenit, de a poco va desapareciendo del campo de visión, incapaz aún de revelar lo que las tinieblas de tierra esconden bajo su manto con tanto recelo.
El árbol atraviesa las nubes como si fuesen parte de su follaje, perdiéndose su cúspide en el azul infinito. A sus frutos, aceitunas del tamaño de un recién nacido, se les desprende la carne al rozar con los dientes, chorreando un jugo tan dulce como la miel de una colmena. Su aroma no se equipara ni con el de un millar de flores y su aceite, además de conservar los alimentos por décadas, es capaz de curar los males del cuerpo, la mente y el espíritu, siendo alabado por doctores y curanderos de todo el mundo. Sus ramas, del tamaño de árboles por sí solas, se desprenden con crujidos que se oyen a kilómetros, siendo fuentes de madera que perfuman el ambiente en el fuego y que se encajan perfectamente para levantar casas y hasta palacios. Sus raíces también son beneficiosas para la salud, habiendo curado la ceguera que ni brujos ni mesías consiguieron explicar. Su savia es aceite puro, que se extrae haciéndole pequeñas fisuras en el tronco para que chorree como un río. Seis solamente; sólo seis de estos majestuosos olivares han crecido de la tierra, uno en cada continente, irreproducibles e insustituibles. Sus semillas han dado pie a bosques enteros de olivares, pero ninguno llega a la altura ni de la más baja de sus ramas. Ahora, sin embargo, sólo queda uno, el último de su especie. Los demás, producto de la codicia de algunos por enriquecerse con sus bondades, y de la soberbia de otros, que clamaban que había que comprender su existencia a como dé lugar, llegando incluso a derribarlos, acabaron por ceder su sombra a la insensatez humana. El último que queda es conocido por quienes moran cerca de allí con el nombre de Babel, y es que muchos mitos giran a su alrededor, siendo el más popular el que dice que Dios y el Edén descansan en su cima y observan desde lo alto a sus creaciones. Muchos se han aventurado a llegar al otro extremo. La mayoría desistió en el trayecto y, a unos pocos, nunca más se les volvió a ver. Los creyentes piensan que no tiene sentido dejar el paraíso para contárselo al resto de los mortales, y los más escépticos piensan que murieron y sus cuerpos quedaron atrapados en alguna de sus extensiones. Como fuere, la vida gira en torno al Olivar de Babel y no al revés.
A lo lejos, sobre los muros de piedra, la guardia real avista la nube de tierra que se avecina y, haciendo sonar sus cuernos, dan alerta a la población para que se resguarde, mientras las tropas se reúnen detrás de las gigantescas puertas de madera y los arqueros toman sus posiciones en las torres más altas. La imagen sigue siendo difusa, pero, a medida que se acerca, empiezan a distinguirse las siluetas de una avalancha humana que se lanza contra los muros del reino.
— Sólo nos dejan las migajas. Mientras esos cerdos engordan con la carne de las reses y los frutos de la tierra, nosotros somos los que pasamos hambre en la sequía, frío en el invierno y desesperanza en la enfermedad. Ese árbol nos pertenece a todos, y quienquiera que se adueñe de él para enriquecerse, vendiendo su aceite y sus aceitunas como si tuviesen un derecho sobre ellos, es un desalmado, un canalla y un enemigo.
“He visto a nuestros niños morir de gripe mientras a los opulentos se les arruga la piel, privilegiados del néctar de ese maravilloso olivar que parte el cielo en dos. Semejante regalo de nuestra madre tierra no puede pertenecer a unos pocos, sino a todos y a cada uno de nosotros. Se creen superiores por haberlo enjaulado entre piedras y haberlo blindado con hombres de guerra; traidores estos últimos, que se arrodillan ante el rey y le lamen las botas como perros de caza que son.
“Pero quiero que sepan que la riqueza no la producen ellos, haraganes sentados en sus muebles de felpa mientras nos hacen pelearnos por una moneda; no, los dueños de esa riqueza somos nosotros, que trabajamos sin descanso bajo el abrasador calor del día y las heladas temperaturas de la noche. Es nuestro trabajo, señoras y señores, el que genera riqueza, en tanto ellos se llaman a sí mismos amos de la tierra. Nadie puede ser dueño de lo que nos pertenece a todos, ni verse beneficiado mientras nosotros nos desplomamos de tanta labor para ser olvidados e instantáneamente reemplazados —la muchedumbre, hasta ese entonces muda, hipnotizada bajo el encanto de sus palabras, comienza a bramar y a exigir justicia, alzando sus puños, sus palas, sus martillos, sus hoces, y cualquier otra herramienta que tuviesen a mano.
“Prepárense —prosigue—, porque mañana ese olivar y todos los olivares que lo rodean serán nuestros, y, los dueños del trabajo, seremos dueños de todo lo que hemos producido y se nos ha privado”.
A la ola de personas, hombres, mujeres y hasta niños, les responden desde los elevados muros con una lluvia de flechas, pero la muchedumbre no se detiene, en un ejército compuesto por cientos de miles, versus no más de trescientos soldados preparados para la guerra que en ese momento vigilan el reino. Apenas la marea humana se topa con las paredes de piedra, utilizan escaleras para intentar trepar, al mismo tiempo que otros hacen lo posible por forzar la enorme puerta de madera robusta, única entrada a la ciudad. La guardia chorrea aceite hirviendo por las paredes, quemando vivos a los guerreros que buscan forzar la entrada con golpes de picas y palas, pero nada logra hacer desistir a ese improvisado batallón, el más numeroso jamás visto, cuyas palabras de su líder resuenan en sus cabezas con mayor fuerza que los gritos de sus compañeros calcinados. Y, así, se agotan las flechas, pero no la sed de venganza, y el portón de madera finalmente cede, siendo los soldados que aguardan del otro lado con espadas y escudos, aplastados por la masa de sujetos que dicen no temerle a nada.
Tras sus palabras de poder y rebelión, y mientras la gente en lugar de descansar se emborracha, celebrando por adelantado una victoria que todavía no han conseguido, se pasea bajo la luna que ilumina tenuemente la noche. Incluso en medio de la oscuridad casi absoluta le es posible distinguir el gigantesco pilar que es el Olivar de Babel. El graznido de un cuervo lo regresa a la realidad, esa de la que se extravió unos instantes. Observa al ave negra, esa que, a diferencia de tantos otros seres vivos, puede volar. Luego, posa sus ojos sobre el estandarte real que cuelga en un poste, con el toro, símbolo de la fuerza y valentía de su majestad. Al igual que el cuervo que puede volar, el toro es diferente al resto del reino animal, capaz de embestir con una fuerza que pocos otros tienen. Y la regla se repite una, y otra, y otra vez. El jaguar es veloz, el pez puede respirar bajo el agua y la serpiente comer de un solo trago. Es una condición de la vida y de la naturaleza mismas, y, quizás, ante semejante realidad, sólo haya una alternativa…
Lo que sigue es un despiadado baño de sangre. Fuerzan las casas de los citadinos y los matan a cuchillazos, sin discriminar. Ancianos, mujeres y niños corren la misma fortuna, siendo degollados y sus cabezas tiradas a los perros que las miran con extrañeza, pues hasta ellos tienen mejor alimento que comer. Incendian las casas y saquean el oro y las joyas de los cadáveres. Un niño lloriquea y pide auxilio, mientras ve cómo sus padres mueren bajo la hoja del hacha, antes de que el asesino lo pesque y los reúna en la otra vida.
Finalmente, hace su entrada el orador, el líder, el salvador de la gente; aquel que, pese a sus ideales de igualdad, no puede arriesgar su vida como los demás, pues sería como dejar a víbora sin cabeza.
—¡Tráiganlo! —ordena, y frente a sus pies ponen de rodillas al rey, todavía luciendo su corona incrustada de rubíes.
—¿Elías? —pregunta el rey, estupefacto—. ¿Hermano? ¿Qué… qué está pasando? ¿Qué significa todo esto?
Elías frunce una sonrisa exagerada, mientras sus ojos, inyectados de sangre, se clavan como puñales sobre su majestad.
—¡Trata de engañarlos! —vocifera, frente a los murmullos de su gente—. ¡Soy, siempre he sido, y siempre seré uno de ustedes, uno más de la gente, uno más de los plebeyos, uno más del pueblo!
La muchedumbre alza una vez más sus armas y ahora también sus botines de guerra, en un canto de victoria que, esta vez, sí es oportuno dado el resultado de los sucesos, olvidando a sus camaradas que perdieron su vida por una causa que consideraban más grande que el infinito.
—¡Ahora, lleven a su realeza al árbol! —grita Elías—. ¡Átenlo al Olivar de Babel!
El rey intenta resistirse, más por dignidad que por otra cosa, mientras lo llevan a rastras y lo atan a una cruz improvisada a metros del majestuoso árbol. Para que no hable, Elías ordena que lo amordacen, y manda a traer todo el aceite que encuentren, desde barriles a botellitas para la ensalada. Rocían al hombre y las raíces del árbol y, antes de concluir, Elías le susurra al rey al oído: «Dios se apiade de nuestras almas».
El único momento en que la igualdad es una realidad, en que no hay injusticias ni entre bestias ni entre humanos, en que nadie ni nada es superior a otro, y donde no se puede arrebatar ni siquiera por la voluntad propia, es la muerte. Sólo entonces nos vemos todos a los ojos y ni el toro se vanagloria de su fuerza ni el tiburón de su capacidad de nadar. La muerte es pareja; ciega, sorda y muda. No distingue al rico del pobre, al esclavo del amo ni al opresor del oprimido. Sólo muertos hay paraíso.
Chorreado el aceite en las raíces y el tronco de Babel, Elías se da el honor de prenderle fuego. La combustión es rápida y a los pocos minutos una columna ardiente encandila el cielo.
El rey también es alcanzado por las llamas y arde hasta volverse cenizas. En tanto, la gente celebra y bebe como si no hubiese un mañana, y es que, sin imaginarlo, no lo hay. Sólo Elías sabe, cual hombre ilustrado y estudioso, que ese enorme y solitario Olivar de Babel, último de su tipo, es la mayor fuente de oxígeno del planeta, y sin la cual ya no hay ser vivo que pueda sobrevivir, y el sueño y aletargamiento que la gente piensa, es producto del alcohol y demás vicios, en realidad se trata del último aliento que son capaces de dar, antes de dejar desierta una tierra que no supieron cuidar y que, ante la promesa más seductora y vacía, no dudaron en su actuar.
Elías es de los últimos en perder la razón, pero ni la muerte es capaz de quitarle el sabor a victoria de los labios. El aire, perfumado con el aroma del olivo, le proporciona la muerte más dulce que pudo llegar a imaginar jamás, y al sentir que se le agota el oxígeno, no puede sino enorgullecerse de sí mismo por ser el hombre que barrió de la Tierra la madre de todas las injusticias: la natural, intrínseca a todo ser vivo.