
147. Una musa habita este olivo
Prólogo.
Año 33 d. de C., Monte de los Olivos, Jerusalén.
Aquella fatídica tarde, sobre la que se escribirían ríos de tinta durante generaciones, se encaminó una vez más hacia los Jardines de Jetsemaní, seguido por cuatro de sus discípulos.
El Nazareno había permanecido especialmente triste y hermético durante todo el día, conocedor de los sucesos que pronto acontecerían. Tras permanecer a solas, orando por un breve espacio de tiempo, regresó donde aguardaban sus acompañantes y, hablándoles a su manera tradicional, les dijo:
—“Oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores”.
Y, rebajando el tono severo, dirigiéndose ya sólo a Santiago, añadió:
—¿Ves ese débil e insignificante brote de olivo? Tómalo una vez me haya ido y cultívalo allá donde el corazón te señale. Es un símbolo de paz, fertilidad y esperanza que habrá de articular los pasos de un lejano pueblo, allá donde el mar Mediterráneo corta el paso hacia tierras africanas. Un día se cantarán versos en torno a él: aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿Quién, quién levantó los olivos? Y este canto será como arrullo de torrente fresco en pos de un futuro que nada ni nadie habrá de parar.
Y, en un murmullo que nadie pudo ya escuchar, continuó: “No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor”.
Calló entonces pues, precedido por un bullicio repentino, de entrechocar de espadas y monedas de plata, apareció Judas en escena, quien fue directo a darle un beso en la mejilla.
Santiago nunca entendería las palabras del maestro, no obstante, poco tiempo después, las habría de dar por cumplidas. Portando con esmerada delicadeza el pequeño olivo en su austero equipaje, acabaría dándole un nuevo hogar miles de kilómetros al sur, en su peregrinar por Hispania, en un municipio entonces llamado Flavio Aurgitano.
Y, regando el milagroso brote recién plantado, recitaría unos versos que sus labios recibirían espontáneos, como salmo de protección: “levántate, olivo cano, dijeron al pie del viento. Y el olivo alzó una mano poderosa de cimiento”.
1 de abril de 1937, Jaén.
Josefina paseaba por el bosque de olivos de leños retorcidos anejo al extremo sur de la ciudad, desde donde se podían divisar las bonitas Peñas de Castro en todo su esplendor. Hija del buen pueblo de Quesada, se sentía feliz por haber regresado a su tierra natal, tras sus recientes nupcias con su querido Miguel. Todo a su alrededor, la orografía, el clima y, muy especialmente, los aromas que impregnaban aquella preciosa mañana de primavera, le recordaba su niñez, antes de que su padre fuese destinado a Orihuela por la benemérita.
Sumado a todo ello, se sentía distinta de una forma muy especial, única y visceral. Sin poder explicarse cómo, conocía la causa sin el mínimo acomodo de duda. Quizás estaba siendo guiada por la que fuera la primera divinidad humana, la feminidad dadora de vida. En cualquier caso, era un hecho que se sabía encinta. Una sonrisa llenaba su corazón entre los aromas a jazmín de los huertos colindantes y la temprana y sutil fragancia de la rapa.
Y quizás por su nueva condición, tras un breve paseo por el olivar, se notó especialmente fatigada, por lo que decidió sentarse a la sombra de un viejo olivo en cuyo tronco anidaba una familia de mochuelos, quedándose dormida de inmediato con la espalda apoyada en su madero.
Ella pronto lo intuiría, con ese sexto sentido que sólo ciertos seres especiales exhiben, pero aquél viejo árbol contaba casi dos mil años de edad y una magia sutil, arcana, lo envolvía.
Un placentero sueño la invadió, ajeno a la tragedia que estaba por venir. Extrañas fuerzas conjuraron en él, formulando versos que jamás habría de olvidar y por los que su marido quedaría por siempre prendado: andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿quién amamantó los olivos?
Pero algo repentino turbó su sueño. Los mochuelos huyeron despavoridos de su cálido y milenario refugio. Un sonido atronador llenó por completo el cielo cuando unos pájaros de la muerte asomaron tras la Torre Bermeja, en lo alto de las lomas.
Minutos después, seis trimotores ‘Junkers’ de la legión Cóndor arrasaron la ciudad, en uno de los bombardeos más cruentos que se recordarían de la guerra civil española.
Josefina corrió aterrorizada hacia la ciudad, sin poder dejar de repetir, como si de un mantra de amparo se tratase, las palabras que poco antes Morfeo le había venido a cantar: vuestra sangre, vuestra vida, no la del explotador que se enriqueció en la herida generosa del sudor. No la del terrateniente que os sepultó en la pobreza, que os pisoteó la frente, que os redujo la cabeza…
16 de agosto de 1246, la Cora de Yayyan.
La situación era desesperada tras el continuado ataque de los ejércitos de Fernando III, rey de Castilla. No obstante, Alhamar, altivo primer rey nazarí de Granada, descendiente por línea paterna de la familia de los Banu Nasr que afirmaba proceder de uno de los seguidores del profeta Mahoma durante la hégira, no estaba dispuesto a entregar Jaén sin agotar hasta el último aliento de vida de sus defensores, incluido él mismo.
Afamado por su capacidad de estrategia militar, el también conocido como El Rojo, por el color de su tupida barba rojiza, bordeaba la ciudad en una incursión militar secreta, amparado por la oscuridad de la noche. La encabezada él mismo y su guardia personal, sin importar el evidente riesgo sobre su persona, en un intento desesperado por encontrar una vía de escape para sus gentes, tras casi ocho meses de agónico asedio.
Descabalgó de su montura, oculto entre el frondoso y antiguo olivar, en busca de un lugar donde pasar la noche, sin poder dejar de pensar en las hambrunas y penurias que su gente estaba padeciendo a escasos metros de él. Tan pronto como sus pies tocaron suelo, un sentimiento misterioso embotó su alma.
Los árboles, inmóviles vigilantes de la noche, le fascinaron. Parecían susurrar entre sí, contándose viejas historias. El más longevo de cuantos le rodeaban llamó poderosamente su atención. Como poseído, se acercó y tocó su sabia y agrietada piel. Un escalofrío recorrió su espinazo y, de pronto, lo vio todo claro, como un repentino fogonazo de luz en su, hasta ese momento, confusa masa gris. Aquella batalla debía cesar por el bien de sus gentes.
Y mientras un nuevo plan fraguaba en su mente, aquél que habría de conocerse como el Pacto de Jaén, escuchó cómo su guardia al completo, atendiendo quizás al mismo hechizo que henchía su alma, murmuraba extrañas palabras en improvisado coro. Alhamar, ya en trance, no pudo más que sumarse a la mágica cantinela: árboles que vuestro afán consagró al centro del día eran principio de un pan que sólo el otro comía. ¡Cuántos siglos de aceituna, los pies y las manos presos, sol a sol y luna a luna, pesan sobre vuestros huesos!
Decenas de escenas similares se sucederían en la zona durante los siglos venideros, dando origen a extrañas leyendas.
Leyendas que morirían lentamente, olvidadas… pues todavía no había nacido aquél con la fuerza y valentía necesarias para proclamarlas.
11 de mayo de 1937, Jaén.
Miguel descansaba con la cabeza apoyada en las piernas de su esposa y el oído apretado a su vientre.
—¡Ahora si Josefina! ¡Creo que he notado la primera patada de Manuel!
—No seas tonto Miguel —contestó ella divertida, la espalda apoyada en un olivo milenario—, es demasiado pronto para eso. El doctor estima apenas diez semanas de gestación.
Pese a los terribles acontecimientos que les rodeaban, en el marco de tan cruenta guerra, aquella maravillosa mañana, previa a su partida, el mundo parecía amable pese a todo.
Qué otra cosa sentir bajo un luminoso sol de primavera en aquellas nobles tierras andaluzas cuya fuerza, en días como éste, ni la sangre de cientos de inocentes lograba oscurecer.
La noticia de que su primer hijo se agarraba con fuerza al útero de su musa particular, lo cambiaba todo. Miguel era la viva imagen de la felicidad plena. La vida era, de pronto, mucho más hermosa, dichosa y esperanzadora.
—Cariño, ¿acaso no fue por aquí cerca donde se te ocurrieron aquellos versos que no logro quitarme de la cabeza? Los que me recitaste tras el bombardeo.
Ella dio un respingo al oírle. Se incorporó levemente y, sorprendida, le dijo:
—Es curioso que me preguntes eso, justo aquí y ahora. Estoy segura de que fue junto a este mismo árbol donde me vinieron a la mente por primera vez. De hecho, y es la primera vez que lo confieso, fue como si alguien o algo los vertiese en mi oído.
—Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, pregunta mi alma: ¿de quién, de quién son estos olivos? —recitó a continuación él, sin saber muy bien por qué.
—Parece que una musa habita este olivo —sentenció Josefina, fiel a su instinto.
Epílogo.
15 de septiembre de 2012, Jaén.
Francisco caminaba junto a varios compañeros por los campos que pronto serían edificados.
—Es justo por este terreno —decía uno de ellos en el mismo instante en que se detenía junto a un imponente olivo – por donde transcurrirán las calles principales.
Él apenas había atendido estas últimas palabras, ensimismado por la belleza mística del árbol frente a él, cuyas ramas parecían querer hablarle, atrayéndole como una linterna a una polilla, entre la sutil bruma de un fugaz amanecer de finales de septiembre.
—Perdone Francisco, ¿está usted escuchando lo que le digo? – preguntó irritado su interlocutor tras percatarse de que no le prestaba ninguna atención.
Francisco, haciendo caso omiso, se había acercado todavía más al olivo ante la atónita mirada de todos los que le rodeaban.
Alargó la mano, tocó su corteza y, de inmediato, sintió una fulgurante descarga de energía, tras la que una idea emergió con determinación en su interior.
—Alonso, por favor, es preciso contactar con los descendientes del poeta Miguel Hernández.
—¿Qué? ¿A qué viene esto ahora? —respondió Alonso sorprendido.
Pero una vez más, Francisco no escuchaba, sino que, sin dejar de acariciar el tronco, murmuraba entre dientes: Jaén, levántate brava sobre tus piedras lunares, no vayas a ser esclava con todos tus olivares. Dentro de la claridad del aceite y sus aromas, indican tu libertad la libertad de tus lomas.