
146. El abuelo árbol
El Viejo Olivo reinaba desde el centro de su jardín, rodeado de flores y arbustos que cada mañana lo saludaban con los brillos de la luz del sol que el rocío reflejaba. Pero él esperaba impaciente a su más grande amor: Luna.
Ella era la heredera más joven de la pareja que había plantado el árbol hacía más de doscientos años. Toda la familia, desde entonces, había cuidado con esmero al Abuelo Árbol, como lo llamaban, ya que era la fuente de toda su felicidad y riqueza.
Luna adoraba estar sentada entre las raíces del Abuelo, donde pasaba horas contándole sus penas y alegrías, sus sueños y esperanzas. Y así fue como el árbol se enteró de que Luna pronto dejaría el nido y se iría a la gran ciudad a probar suerte por un tiempo. Eso lo llenó de tristeza, pero sabía que la joven debía seguir su propio camino.
Luna abrazó al Abuelo, lloró un poquito y esas lágrimas fueron verdaderas perlas para el viejo árbol, que las atesoró en el fondo de su alma.
–Volveré, Abuelo. Y seguiré cuidándote –prometió ella. El Árbol movió sus altas ramas, dejando caer algunas hojas sobre el rostro de Luna, acariciándolo.
Ella le dio un último beso y se fue. El Abuelo Árbol se quedó solo…
Pasaron varias estaciones, años. De vez en cuando, Luna volvía a la hacienda familiar y antes de cualquier cosa, ella corría para ver al Abuelo, quien la recibía feliz, en especial en verano, cuando sus hojas y frutos se volvían de un verde intenso, mostrando todo el amor que sentía por ella.
–Pronto, Abuelo, muy pronto te traeré una sorpresa –decía, susurrando sentada en las raíces–. Un regalo para ti, Abuelo.
El Árbol se estremeció feliz, lanzando hojas sobre su querida niña, quien reía y abrazaba a su Abuelo Árbol. Pronto…
Pero la tragedia golpeó a la familia. Un accidente se llevó la vida de Luna y con ella toda la felicidad. La familia dejó la hacienda por un tiempo, dejando al Abuelo Árbol sin más compañía que algunos campesinos para cuidar del jardín y los olivos productores, los que fueron el único consuelo del Árbol, ya que sus descendientes daban cara al sol en las amplias plantaciones cercanas al jardín.
Una tarde, uno de los empleados cuya misión era cuidar solo al Abuelo Árbol, notó manchas blancas en su corteza. Preocupado, revisó con esmero cada centímetro del tronco y las raíces. Luego, subió a la copa y observó con atención las hojas y los frutos… en todo descubrió lágrimas blancas, algo que nunca había visto antes. El Abuelo estaba enfermo.
Decidió entonces avisarle a la familia, pero justo antes de bajar del árbol, notó un rastro de las mismas lágrimas que iban hacia las plantaciones. Lo siguió, angustiado por lo que podría encontrar.
Cada olivo estaba en las mismas condiciones que el Abuelo. El hombre miró espantado a sus asistentes, quienes venían de cada rincón de la hacienda, trayendo en sus manos hojas y frutos con las lágrimas blancas pegadas a ellos. Estaban consternados. Corrieron hacia la casa principal, allí, el guardián del Abuelo llamó desesperado a la familia, contándoles lo que habían descubierto. Esa misma tarde volvieron.
Las semanas siguientes estuvieron trabajando largas horas en la limpieza y curación de los árboles. Desde el primer día, el Abuelo fue tratado con amor y dedicación, pero a pesar de los cuidados, las lágrimas no cesaban. La matriarca, desolada, decidió hablar con el Abuelo y tratar de salvar lo que pudiera. Esa misma noche, fue al jardín. Le pidió al resto de la familia que se quedaran en la casa y esperaran su regreso.
–Abuelo… ay, Abuelo… ¿aún no comprendes que nuestra Lunita no volverá? –El Abuelo guardó silencio–. Sé que sufres, sé que la extrañas, como nosotros… –La mujer sollozó–, perdónanos por dejarte solo, no pensamos que tu dolor sería tan profundo… pero tu pena está matando a tus descendientes, las lágrimas cubren toda la tierra, Abuelo, por favor, ayúdanos a salvar a tus hijos –el Abuelo continuó en silencio. La mujer posó su mano sobre el tronco, tratando de sentir algún mensaje del Árbol, tal como le habían enseñado sus antepasados.
Pasaron las horas y la anciana seguía ahí, firme, decidida… pero con la pena casi desbordando su corazón. Si no lograba detener el llanto, la plantación entera moriría y con ella generaciones de tradición campesina. Amaba al Árbol como un miembro más de su familia y perderlo se le hacía insoportable, tanto como la pérdida de Luna.
Un palpitar muy leve surgió del corazón del Viejo Olivo. La anciana lo sintió y una chispa de esperanza comenzó a anidar en su corazón. Le habló con palabras dulces, tratando de demostrarle todo el amor que sentían por él y sus hijos, que la familia completa estaba de vuelta para cuidarlo, que nunca más lo dejarían solo. El Abuelo movió sus ramas ayudado por una suave brisa que recorrió cada rincón de la hacienda.
Cuando el sol iluminó la tierra, la familia vio asombrada que las lágrimas del Abuelo se habían secado… sus hijos ya no lloraban, nuevas hojas y frutos comenzaban a surgir de sus ramas. Todos corrieron al jardín y vieron a la matriarca abrazada al Abuelo. Todos bailaron y cantaron de alegría, mientras celebraban la salvación de los olivos… pero algo que no notaron fue que el Abuelo guardó las lágrimas lejos de los ojos de sus humanos.
Así pasaron algunas estaciones y la hacienda continuó llena de vida. Pero en el jardín, el Viejo Olivo lloraba sus penas y cuando ya no pudo más, las lágrimas volvieron a surgir, pero esta vez como una cascada que una mañana se derramó entre sus raíces, formando una lagunilla alrededor del Abuelo. La matriarca no podía creerlo y corrió hacia la plantación, pensando que los hijos del Árbol estarían llorando también… pero no… estaban a salvo, llenos de vida y cargados de frutos, listos para la cosecha.
La familia, entonces, se reunió junto al Abuelo, todos le hablaban en susurros, contándoles sus sentimientos por él, lo importante que era para todos. Pero cada uno sabía que al Abuelo le faltaba un trozo de su corazón, de su alma… Luna. ¿Pero qué podían hacer ante la ausencia eterna de la heredera que nunca más cuidaría al Abuelo?
La desesperanza los embargaba, su Viejo Olivo moría, nada podía evitarlo… hasta que recibieron una llamada extraña, que los dejó tan sorprendidos, que a duras penas pusieron salir de su asombro.
El Abuelo Árbol percibió que algo estaba afectando a su familia. Vio a la matriarca que se alejaba acompañada por uno de los hijos mayores, el padre de Luna. Los demás se mantuvieron a la espera, con la estricta orden de permanecer junto al Abuelo hasta que volvieran. Pero al Árbol ya no quería seguir viviendo y poco a poco sus venas se secaron… la vida dejó de palpitar en él. Los niños lo notaron y lloraron por el Abuelo. Los adultos intentaron comunicarse con él, lo tocaron, lo acariciaron, le hablaron en susurros y lo llamaron a gritos, pero el Abuelo siguió secándose, las lágrimas brotaron con mayor fuerza y lo cubrieron por completo, pintándolo de blanco.
Era ya el anochecer, cuando la matriarca y su hijo llegaron a la hacienda. El silencio sepulcral los alertó.
–Llegamos tarde –murmuró él.
–No debemos perder la esperanza –respondió ella. Miró hacia atrás, estiró su mano en ademán de invitación–. Vamos…
La familia entera los vio llegar y comenzaban a hablar todos a la vez, informando lo que había pasado, cuando repararon que venían dos personas más, dos extraños: un hombre y una bebé de pocos meses. El silencio volvió a inundar todo el lugar. La matriarca hizo un gesto al desconocido, quien asintió y la siguió.
Pronto llegaron junto al Abuelo. La matriarca le pidió al hombre que subiera a las raíces del Árbol y se sentara en ellas. Le dijo que le hablara sobre la bebita, que le contara su historia, que no temiera, porque el Abuelo lo escucharía. Él sonrió, asintiendo. Ya sabía del Abuelo, ansiaba conocerlo y ya estaba ahí, junto a él. Subió decidido, se acomodó lo mejor que pudo y acomodó a su bebé en ellas, en un lugar que parecía una cuna. Los demás miraban expectantes.
Pasó el tiempo y el hombre susurraba palabras dulces al Abuelo, contándole quién era él y la pequeña. Poco a poco, la familia notó que el Árbol dejaba de llorar, la blancura de las lágrimas daba paso a los tonos marrones y verdes, las hojas secas cayeron a la par que nacían nuevas, la magia de la vida culminó en hermosos frutos que colgaban como campanitas en cada rama. Y el Abuelo Árbol resucitó, henchido de felicidad y amor. Sacudió las ramas más cercanas a la bebé y su padre, dejando caer hojas que acariciaron sus rostros. La bebé miraba encantada y reía, tratando de alcanzar con sus manitos las hojas.
La matriarca reunió a la familia y les contó la historia. La bebé era la última heredera de la familia, no sabían de su existencia hasta que el padre se comunicó. Luna se había casado en secreto y meses después, nació la pequeña. El padre había caído en depresión por la pérdida de su esposa, ya que ella iba de vuelta a la hacienda para revelar sus secretos a la familia, cuando sufrió el accidente. El hombre se había jurado a sí mismo llevar a su niña a conocer al Abuelo Árbol, de quien conocía todo gracias a los relatos de Luna. Sabía que debían reunirse, pero temía ser rechazado por la matriarca y la familia. Pero una noche, soñó con su amada Luna, quien le pidió reuniera a la niña y al Abuelo Árbol. El mismo sueño se repitió varias noches, cada vez con más tristeza reflejada en los ojos de Luna. Y, armándose de valor, había hecho esa extraña llamada que obligó a que la matriarca y el padre de Luna desaparecieran por unas horas.
Cuando terminó el relato, los nuevos miembros de la familia descendían del Abuelo Árbol. El hombre sonreía feliz, mientras la niña dormía tranquila en sus brazos. Todos los rodearon y recibieron con palabras de afecto, corearon canciones y celebraron el regreso a la vida del Abuelo.
Pronto se hizo de noche y la familia se retiró a dormir. El padre y su hija fueron los últimos en retirarse. Algo le decía al hombre que se quedase un poco más. Se acercó al Abuelo Árbol por última vez y ahí la vio. Luna, sentada en las raíces de su querido Abuelo Árbol, susurrándole su felicidad. Había cumplido su promesa.