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145. Soñar al despertar

Juan Carlos Santamaría Mújica

 

Aunque muchas veces pensaba que se trataba de una batalla perdida, doña Remedios no dejaba de intentarlo cada mañana, había tratado de todo, el regaño con la furia asomada a los ojos, apelar a los sueños que un joven debe tener, al compromiso familiar, el éxito alcanzado por sus otros hijos y hasta el chantaje de fingir algún padecimiento, pero nada conseguía que Rubén, su hijo menor, se levantara antes de las 10 de la mañana y mucho menos que ayudara en las labores del campo o realmente se esforzara en sus estudios. La mujer de manos callosas y ojos melancólicos encajados en un rostro de piel color de tierra, estaba casi resignada a que el último vástago que le dejó el amor con su difunto Demetrio, no sería más que un perpetuo soñador, mal estudiante y por tanto difícilmente profesionista y tampoco sería un buen campesino; la palabra vago constantemente pasaba por la cabeza de la añeja dama de campo para describir a su hijo, pero ella misma se reprochaba el término y peor aún si alguien más siquiera se lo insinuaba.

Rubén por su parte parecía no inmutarse, a sus 16 años había hecho lo justo para avanzar hasta el bachillerato y para su suerte cuando terminó la secundaria, se instaló una escuela de educación media superior en su comunidad y ofrecía turnos matutino y vespertino; obviamente eligió el segundo, como lo había hecho en los niveles anteriores, sólo para no levantarse temprano.

Lo que no tenía descanso era la rutina del joven de labios gruesos y ojos profundamente oscuros, que desde hace años se levantaba cuando sus familiares y los peones de la casa habían partido a sus labores, iba a la cocina, tomaba un poco de café que sabía caliente todo el día en una olla de barro junto al fogón, comía alguna fruta al momento y empacaba un par más para el camino hacia el cerro, con su morral de manta en el que cargaba papel, bolígrafos y lápices de colores.

La costumbre era caminar entre 30 y 40 minutos hasta elegir una piedra o la sombra de un árbol, si llovía, el lugar estaba junto a una roca alta, de la cual elegía al lado que más protegiese sus materiales de las inclemencias del tiempo. Entonces empezaba a dibujar o escribir lo que observaba, realmente nadie sabía con exactitud lo que plasmaba en sus papeles, porque apenas llegaba a su casa y los guardaba en un viejo baúl del cual sólo él tenía llave, fue un regalo de su padre, lo poco que se sabía de la obra matutina de Rubén era por voz de Pascual, su gran y prácticamente único amigo.

En la vida de Rubén había pocas personas, con sus cuatro hermanos casi no hablaba, porque cuando lo hacía invariablemente las charlas terminaban en sermones sobre su forma de vivir y la decepción que les causaba, en la escuela estaba sólo justo para las clases y algunas veces para jugar baloncesto, platicaba sólo con Pascual y algunos peones que trabajaban los campos familiares.

Así que su círculo se reducía en lo cotidiano a su madre, quien se sentía compensada en la falta de atención y dedicación de su hijo, con las caricias que cada tarde tenía para sus manos y su rostro, y las palabras tiernas que siempre le dirigía, empero el encanto de la voz de su hijo se rompía cuando hablaba de sueños extraños, alejados del trabajo y la forma en que la familia había construido un patrimonio y un buen nombre en la comunidad.

Rubén desde hace tiempo quería que Eloisa fuera parte de ese pequeño círculo de personas a su alrededor, pero la joven de exagerada esbeltez y ojos grandes que perpetuaban la admiración en su rostro, no era pretendida por nadie en la escuela, se daba el lujo de rechazar a su único enamorado, porque aseguraba que encontraría a un hombre exitoso, trabajador y sabio para compartir su vida y sus sueños. No obstante el cariño que sentía por Eloisa y sabedor de sus pretensiones, Rubén no hacia esfuerzo alguno por convertirse en esa persona que describían los ideales de su amada.

Doña Remedios sabía lo que pasaba por el corazón de su hijo y entendía que si ni siquiera el pretender el amor de una mujer lo hacía cambiar, poco podía conseguir con otros argumentos. La amorosa madre trataba de hacer oídos sordos a quienes se referían al menor de sus hijos como “un bueno para nada” le dolía pensar que cuando muriera, él no tendría más que parte de una herencia familiar que en poco tiempo lapidaría con su forma nada afanada de vivir, así que pensó en intentar otras formas de incentivarlo y recordó que a su difunto Demetrio lo que lo impulsó fue el hambre, la necesidad.

Una mañana, la amorosa madre se hizo un nudo en el corazón para alejar la olla del fogón, sabía que frío su hijo no tomaría café y en el lugar dónde siempre había frutas dejó una bandeja de agua con sal en la que colocó el fruto de los olivos que estaban en un pequeño patio junto a la cocina y los cuales sólo se llegaban a comer las ovejas cuando por accidente pasaban por ese lugar, reservado para la familia y los peones.

Sin saberlo, Doña Remedios, que trató de hacer un preparado incomible para su hijo, con la solución salina le había quitado el intenso amargo a las aceitunas, así que Rubén se llevó algunas en su morral y las comió durante su periplo cotidiano, lo mismo que al día siguiente y tres días más, hasta que doña Remedios creyó que era demasiado castigo para su hijo y que había fracasado nuevamente en tratar de darle una lección, así que inquieta porque su vástago habría pasado días de mal comer, volvió a dejar fruta, café caliente y añadió un par de guisos de los que sabía le gustan a Rubén.

Para sorpresa de la madre, su hijo no comió, ni empacó nada de lo había dejado y más sorprendida aún se vio cuando antes de las 10 de la mañana ya había alistado un balde de agua con sal donde dejó unas aceitunas, las que compuso el día anterior se las llevó a su recorrido, así como un frasco con semillas germinadas de ese fruto.

Profundamente contrariada por el cambio en la conducta habitual de Rubén, Remedios se aprestaba a preguntarle, cuando a su regreso él empezó a explayarse con una inusitada alegoría, con un fulgor en los ojos que antes no le había descubierto – madre, eres genial, mira que intenté probar las aceitunas del árbol y estaban muy amargas, así que seguí tu método de ponerlas en agua con sal y son deliciosas, puse a germinar unas semillas y las he plantado en el cerro, allá dónde caminaba con mi padre-.

Remedios no salía de su asombro y recibió otra metralla más de palabras que endulzaron como nuca su oído –querida madre, quiero pedirte que los terrenos junto al camino hacia el pueblo, esos que has querido que trabaje y darme como herencia de mi padre, se los des a mi hermana, ella está por terminar su carrera como ingeniera agrónoma y cuando siembre necesitará un buen lugar para transportar sus productos, yo quiero aquellas tierras en el cerro, son muy parecidas a las de nuestro jardín y tengo el presentimiento, se que allá crecerán vigorosos los árboles de  olivo que he plantado-. Dijo Rubén con singlar entusiasmo.

Sin reparar en el cansancio acumulado en el día, la madre pidió a su hijo que la llevara a ver los terrenos de los que hablaba con tal exaltación y su corazón se alegró con una sorpresa más, enormemente superior a las que había llevado con la palabras, pues aquellas tierras habían sido cuidadosamente preparadas para la siembra y en sus entrañas contenían semillas de olivo, como puestas ahí por el más experto de los campesinos, mejor aún, por un enviado del cielo para cultivar aquel fruto maravilloso.

Como era de esperarse por la experta disposición de los elementos y la generosidad antes no descubierta de esa tierra, empezaron a crecer a los árboles de olivo, pero Rubén pidió a su madre que guardaran el secreto ante sus hermanos hasta que empezarán a dar frutos, lo cual no sería difícil, pues nadie solía visitar esos terrenos lejanos del resto de la propiedad familiar y ambos acordaron el día para descubrirlo.

Con la constancia de bachillerato en la mano y la carta de la aceptación de la carta de aceptación de la Universidad para la carrera de Ingeniero Agroindustrial, Rubén y su madre comunicaron a su familia las buenas nuevas, habían transcurrido tres años desde que el joven sembró las tierras con olivo y los frutos se asomaron al cielo del Valle del Mezquital en el estado mexicano de Hidalgo. Junto el trabajo de Rubén, se comunicó que Eloisa se integraba a la familia como novia del menor de la familia, juntos tenían grandes planes, ella había sido aceptada en la Universidad para la carrera de Comercio Internacional, así que no sólo había encontrado a un hombre exitoso que le diera las comodidades y el status que había soñado, sino con quien compartir metas y realizarse como persona y profesional.

Los hermanos de Rubén no sólo pudieron sentirse tranquilos, sino que iniciaron un diálogo nunca antes expuesto con su hermano menor, Flor, la única mujer, ofreció sus tierras a la orilla del camino para sembrar olivo, Germán, el mayor, puso su despacho jurídico a la orden de su hermano para llevar sus asuntos legales; Sebastián empezó a generar ideas para campañas publicitarias con su experiencia en medios de comunicación y Andrés le pidió a Rubén que tomara en cuenta su pequeña cadena de tiendas para cuando comercializara sus productos.

La presencia de Demetrio en aquella gran fiesta familiar, era lo único que faltaba, sin embargo su presencia se podía sentir en cada palabra, en el reconocimiento a su ejemplo de trabajo y también en los labios gruesos de Rubén, en la voz apacible de Flor, en la determinación de Germán, en los ideales de Sebastián, en la sagacidad de Andrés y, por supuesto, en el amor perpetuo junto a Remedios.

Rubén y Eloisa se casaron, su boda ha sido uno de los acontecimientos más grandes del pueblo, porque, para empezar, la mitad de las familias locales ha mejorado su nivel de vida gracias a la empresa que estableció la pareja y porque además ninguno de los dos tiene reparo en ayudar a cuanto paisano se les acerca, amén también del gran festín que compartieron con barbacoa, mixiotes, tres tipos de mole y flores comestibles de la región.

Por supuesto los dos concluyeron con los máximos honores sus carreras, casados estudian un posgrado y también esperan a su primer hijo, ya saben que será un varón y han decidido que le pondrán por nombre Demetrio Israel, en honor de los padres de la feliz pareja, que construyó una cabaña junto a sus primeros olivos, una casa como de cuentos de hadas, que se ve desde la carretera hacia Ixmiquilpan.

Por necesidades de su empresa también establecieron casa familiar en la Ciudad de México, en Pachuca y en Madrid y por el éxito de su negocio podrían tener muchas más, sin embargo el olor a tierra en sus manos les recuerda siempre el lugar de dónde vienen, la genta a la que se deben y están conscientes de que las plantas de sus pies están pegadas al suelo, porque sólo así podrán crecer con el cielo como su único techo, porque a lo largo del tiempo han aprendido que no hay mejor forma de disfrutar del pan, sino compartirlo, porque aun cuando asisten a fastuosas reuniones y conviven con ilustres personajes, valoran una buena olla de café caliente junto al fogón, unas aceitunas y una copa de vino con los amigos y una familia siempre amorosa.

-Esta historia la conozco muy bien, ha sido difícil sintetizarla en dos mil palabras para compartirla con mis amigos de la Asociación Cultural Másquecuentos en España, porque está llena de detalles, como la forma en que Rubén le declaró su amor a Eloisa con una ramas de olivo, o las mezclas que Remedios le sugirió a su hijo de olivo con elementos como el maíz y flores del Valle del Mezquital, podría decir mil cosas más, pero creo que he comunicado lo necesario. Soy Pablo, catedrático de ingeniería Agroindustrial en la Universidad de México, mentor de Rubén, un joven brillante, quien por cierto montará una exposición con sus dibujos en la Feria de Jaén, un alma buena a la que debo haberme reconciliado con mi vocación docente, una vida que me llena de orgullo y por supuesto no pierdo ocasión para contarla con miles de palabras, con los amigos y con la familia, mientras comparto aceitunas o guisos con aceite de oliva D’Remedios.

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