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143. El regreso

De letra y de lirio

 

Tanto de ese elixir se quedó en ti, que tu cuerpo casi parecía de oro. Tus ojos brillaban como un mar verde, del mismo color del que fueron tus días. Ahora tus recuerdos me llegan con olor a sudor, a sol picante y a esos olivos que, sin ser su dueño, reconocías y te llenaban de orgullo como hijos. Tu vida pasó entre esos troncos rizados, de los que a mí solo me quedan fotos y pocos recuerdos de una primera infancia y adolescencia con aroma de trabajo y versos hernandianos. Porque sí, tú me contabas con orgullo que se habían hecho versos sobre tu trabajo, pero yo no entendía cómo habían buscado palabras hermosas donde yo solo veía esfuerzo y sudor. Qué poco sabía entonces y qué poco he aprendido todavía.

Ahora, lejos de esa tierra, añoro el tiempo que dejé escapar. Echo de menos el campo que no labré y del que marché inconsciente de lo que dejaba. Fue la crónica de una huida anunciada.

Me marché de ese mar de olivo como si lo que fuese a descubrir pudiese ser más hermoso y me encontré con junglas de cristal, con ríos de asfalto y con la soledad que deja el bullicio. Me alejé del sabor del aceite y del olor de la madera de los olivos para cambiarlos por gin-tonic y perfume empalagoso, como si ese disfraz me abrigase más el alma. ¡Qué poco sabía! He vivido alejada de los olivares sedientos, de mi acento que me sigue acompañando en sueños y del cariño verdadero. Pensé que debía construirme desde el principio, como si mis cimientos y mis raíces no me hubiesen hecho ya crecer fuerte. Me engañé y mis recuerdos quisieron arrancar los olivos, remover la tierra y volver yerma a mi memoria. Y así, los kilómetros se hicieron cada vez mayores, el idioma cambió y ya no podía recordaros ni siquiera al paladear un vino o un aceite en algún restaurante. Cuando alguien me preguntaba de dónde era, yo señalaba una pequeña marca en un mapa sabiendo que nunca comprenderían cómo es el tacto de un rugoso olivo ni qué es que el corazón se te pare ante un atardecer en los olivares (como cuando paraba a descansar con mi bici remachada y donde también me llegó un primer beso adolescente con Quinín, uno de lo que venían a veranear al pueblo y tenía hablares finos).

Pero aquí y en este instante, en un restaurante de nombre impronunciable, con un trozo de pan bañado en ese oro líquido todavía cabalgando por mi garganta, siento que el mundo se me ha parado. Como si el tiempo y el espacio bailasen en mi lengua. Porque este bocado me ha traído una bocanada de tu recuerdo, abuelo.

Llegué a creer que el tiempo había cubierto tus recuerdos con su hojarasca, pero el elixir de oro que ahora llega a mi estómago me ha devuelto tus arrugas surcadas en sol y tierra; tu boca mellada, pero de sonrisa hermosa; tus ojos del color del olivar, ése que tanto amaste y lloraste.

También me ha llegado el recuerdo de uno de esos diarios rosas de niña (y esas páginas frágiles y ese olor a caramelo y ese candado de plástico) donde anoté la historia de cómo conociste a la abuela. «Tan guapa que los olivos todavía se retorcían más para darle sombra y que el sol no la quemase. Tenía piel blanca de reina», me decías mientras te convertías en poeta sin saberlo. La abuela entonces se ponía roja y dejaba de ser de esa blancura noble que sólo tú veías. Y reías libre sin dientes y le guiñabas un ojo a esa mujer a la que, como en tu vida, encontraste en los olivares. Fue el otoño en que el derribo dio el mejor fruto, me confesaste. ¿Hablarías de la oliva o sería de tu vida con ella? Y ahí, en ese olivar tuyo y de todos, además de tu sustento, conseguiste la primera sonrisa que le sonsacaste a ella y los dos le bailasteis a la vida, a los años y a la muerte entre olivos.

Vuestros hijos crecieron al ritmo de las estaciones y de los cultivos, aprendieron a varear antes que a jugar a la pelota y los nietos os llevábamos almuerzo montados en bicis heredadas y envueltas en remaches.

Al buscar la que creía mi vida me escapé de esos recuerdos. Tal vez por ignorancia, tal vez por miedo a un adiós eterno de lo que fue (y fui) o tal vez por la vergüenza del esfuerzo que forjasteis y que yo recibí como un derecho exigido.

Ahora el mundo me sigue muteado, una escena en pausa, nada importa. Parece que te tengo al lado en este lugar falso y pretencioso del que tú te habrías reído con tu humildad y tu sonrisa libre. Querría coger tu mano y llevarla a mi vientre. ¿Lo notarías? La criatura que crece en mí patalea. Tal vez le haya llegado una oleada de oro verde y ahora sé que en sus ojos veré los tuyos, que tus hoyuelos aparecerán como surcos alrededor de sus sonrisas y le contaré la historia de la tierra de la que viene.

Esos olivares llenos de esfuerzo, trabajo, historia y amor.

Tengo ganas de lamer el plato para no desperdiciar el aceite que me sabe a esa tierra que fue mía y, sin saber cómo, siento que me coges de la mano y me arrastras fuera de este lugar.

Contemplo la botella de cristal en medio de la mesa y casi siento que en ese envase se recogen historia, cultura y vida de tantos como tú.

Me disculpo (o no y no llego a hacerlo, no lo sé) y salgo de ese restaurante del que jamás recordaré el nombre. Sé que es tu mano la que me guía, abuelo. Porque sé a dónde voy. Somos tres en este viaje.

La vuelta a casa siempre ha sido hasta ahora para decir adiós. Primero a ti. Después a la abuela. Luego a mis padres. Como si esa tierra solo sirviese para abrigaros en el adiós eterno. Pero ahora sé que será para un reencuentro. Para un hola y un abrazo de los que calientan el alma y calman el llanto.

El viaje es largo, las horas se hacen eternas, pero las curvas que me acercan a la que fue mi tierra, a la que fue hogar, dejan de ser pronunciadas para volverse cremallera que une lo que creía pasado y lo que veía futuro. Solo una vida, solo un yo.

Un yo que creció en tierra fértil, bañada de sol y que aprendió a abrazar la rugosidad de los árboles como quien se amarra a un mañana.

«Ya hemos llegado, abuelo», te murmuro. Como si no supieses dónde estamos. Como si acaso no hubieras estado aquí todo este tiempo, llamándome a gritos para que volviese. Esta tierra fértil de la que me marché deprisa ya me toca la piel. Y siento que estoy hecha de ella, que mi vientre es fecundo y que las raíces de mi hijo se me agarran como lo hacen las raíces de los olivos.

Sé que mi origen es éste, sé que en mis axilas y en mis muslos queda el olor de los olivos,  como me decía la abuela mientras me contaba los secretos de ser mujer rodeada de misterios y leyendas.  Sé que vuelvo a ser yo. Ahora lo sé.

Ahora que la hojarasca del olvido se ha marchado, el amanecer me deja ver tus olivos. Porque sí, eran tuyos aunque la tierra no tuviese tu nombre. Y se me escapan esos versos que tú me decías y comprendí lo hermoso que vio el poeta: «¿Quién, quién levantó los olivos?». Y te veo a ti, a la abuela, a vuestra historia, a vuestro baile de años entre esa tierra salpicada de troncos retorcidos. Os veo brillar en oro, no el que venden en escaparates, sino el que alimenta, el que sacia y del que vengo.

Sí, hijo. Sé que tendrás los ojos del verde más hermoso, que tu piel brillará como el oro y que tus axilas olerán al perfume de esta madera que ahora nos trae el viento.

Te contaré historias de otros lugares, pero también las del comienzo de todo. Las historias de trabajo, de sudor y de bicis heredadas. Recuperaré las páginas de diarios con olor a caramelo y te hablaré de una mujer con la piel tan blanca, que los olivos se inclinaban para que el sol no la rozase. Les pondremos nombre, pero también sabor. Te diré cómo el abuelo aprendió a varear antes que a jugar a la pelota y volveremos a esta casa de la que nunca terminaremos de marchar.

Gracias, abuelo, por traerme de nuevo. Por calentarme el alma con este abrazo distanciado en el tiempo, por consolarme el plañido sordo que durante años he tenido dentro.

El camino ahora se ha hecho cremallera y vendré a mi tierra, a mi recuerdo, a mi olivar. Será la crónica de un regreso inesperado.

 

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