
141. El vigía de la memoria
Hoy era el Día de la Memoria, en esta ocasión mi hijo Andrés me acompañaba, como yo lo hice en su momento con mi abuelo Andrés; y como lo hiciera mi padre con él y conmigo.
El lucio resplandecía al sol, su frondosa copa brindaba una generosa sombra bajo la que aún no se resguardecía nadie. El aire susurraba entre sus hojas, tal vez cuchicheándole noticias de sus hermanos de Íllora. Era hermoso verlo allí plantado en lo alto del cerro, como un vigía cuidando de sus congéneres los humanos. Su sola visión era un calmante para los problemas y para los males del alma.
Comenzaron a llegar los vecinos, pronto el cerro del Campillo se llenó de mantas de vivos colores, sobre las que se ofrecían las más variopintas viandas de la comarca: migas, moraga de sardinas, salmorejo, remojón de naranja, salaíllas, habas con jamón, choto al ajillo, papas a lo pobre,…; y como no, un sin fin de dulces que se compartían en esta fiesta única de La Ventilla del Carmen. Vi como Andresillo jugaba con la chiquillería. Antonio el Cojo, me trajo un chato de vino; le agradecí y me uní al grupo a disfrutar de la comida.
Después del almuerzo colectivo, el cura rogó callar a la gente, era la hora de entregar nuestros recuerdos al olivo centenario, pero antes de proceder a dejar las cartas al pie del árbol; yo el nieto de Andrés el Chimeneas, debía pregonar este día tan señalado. La emoción me embargaba por dentro, rezaba para que la historia que había escrito la noche anterior fuera recordada de verdad por el olivo y la preservara para siempre. Hice una llamada a mi voz, que acudió titubeante; y sin leer apenas lo escrito en el papel, porque esta historia estaba en mi corazón, comencé mi pregón:
«Hace muchos años, subiendo la cuesta del Campillo caminaban un viejo y un niño: Mi abuelo y yo. Él solía ir allí todas las tardes, no encontraba mayor sosiego que en disfrutar del solaz que le ofrecía el Lucio. Adoraba este árbol como adoraba a la tierra que le vio nacer; gustaba de contarme las historias del pueblo y sus gentes; de su patrimonio cultural y de sus edificios; de sus campos de labranza, de sus olivos.
Ese día lo tengo grabado en mi memoria, yo tendría seis años recién cumplidos. Nos sentamos en el banco de piedra, me preguntó si sabía quién era el árbol. Yo le contesté que el Lucio. El abuelo me miró con sus ojos terrosos y me corrigió:
—El Lucio Nuevo, al otro — continuó—, lo mataron hace hoy veintinueve años.
En mi cabeza de niño no entraba como podían matar a un árbol. Mi cara de incomprensión y curiosidad, le hizo seguir contándome.
— Verás Andresillo, mucho antes de que nuestra familia viviera en estas tierras, lo hicieron los árabes; ellos vivieron durante muchos siglos en gran parte de España. En el siglo XII la península ibérica sufrió una gran sequía, que dañó los campos; imagínate esta región ya de por sí árida y seca.
La campiña se moría de sed, y con ella los olivos, los cultivos y el ganado. Entonces los árabes trajeron en barcos unos grandes olivos de Túnez. Y los plantaron en el valle del Poniente Granadino. Los padres de este árbol que ves aquí fueron también marineros; ¡ya ves, se las sabían todas! Luego durante la reconquista, la barbarie de la guerra hizo que se quemaron los campos, murieron muchos de ellos; otros sin embargo quedaron de pie, como vigías del tiempo. Estoy seguro que estos troncos nudosos y retorcidos, son el resultado de tanto sufrimiento como les ha tocado presencial y vivir.
Yo escuchaba a mi abuelo embobado, imaginándome a los olivos navegando en grandes barcos; y luego echando raíces en estas mismas tierras, para luchar contra la inclemencia del tiempo, y sobre todo de los hombres. Eran fuertes y resistentes, acostumbrados a luchar como soldados de élite.
—¿Sabes por qué le llaman el Lucio? — y sin esperar a que le contestara, me mostró el reverso de las hojas—. Ves tienen el color de la plata, lucen como la luna en la noche.
Dicho esto se mantuvo callado. Yo amaba sobre todo esos silencios, que me decían más que lo que él quería contarme con sus propias palabras.
Mientras el atardecer bordeaba la copa del árbol, reanudó el relato con la voz vestida de un dolor ronco y hondo.
Me dijo que siglos más tarde, plantaron muchísimos lucios por toda el poniente, miles y miles de árboles de tronco grueso. De los que en diciembre recogían su fruto maduro y negro.
—Pero ya ves, la vida del campo es trabajo y sufrimiento. Los viejos olivos ya no salían rentables, y poco a poco los fueron talando; en su lugar iban apareciendo las carreteras, creciendo los pueblos, los polígonos industriales, u otros cultivos más rentables. No creas que solo se le hizo daño al campo; en el pueblo muchos de sus edificios más emblemáticos fueron derrumbados y sustituidos por bloques de hormigón y ladrillo, por urbanizaciones de casas idénticas y monótonas. El hombre se volvió loco y atentó contra su patrimonio monumental, paisajístico y ecológico…
— Aquí en este pequeño cerro, quedó como único recuerdo de los lucios descendientes de Túnez, el antiguo Lucio; no este que ves, sino su hermano que podía tener miles de años. Antes de que yo naciera, cuentan que un rayo lo atravesó entero. Se quemó por dentro y perdió parte de su copa. Lejos de dejarse vencer, se agarró con más fuerza a la tierra. Su interior hueco fue la delicia de los niños. A su lado pusieron un columpio de hierro. Yo pasé mi infancia yendo del cerro a mi casa. Luego paseando cogido de la mano de mi novia, y más tarde trayendo a tu padre y a tu tío Rafael.
Ocurrió que quisieron convertir el cerro en un parque. En esa época, decir parque es decir cemento. La idea era talar al abuelo Lucio; y arrancar todas las plantas y arbustos que tapizaban la pequeña elevación del terreno.
—A raíz de esto se formaron dos bandos en el pueblo: los que estaban de acuerdo, y los que no. Yo lideraba los que estábamos en contra. Movimos todo lo que estuvo en nuestra mano para salvarlo, decían que desde que le dio el rayo estaba enfermo y tenía peligro de desplome. ¡Bah, tonterías! Estaba más fuerte que tú o que yo. ¡Qué idea era esa de que lo viejo no sirve! Que sepas que lo viejo y antiguo tiene el temple de la experiencia; siempre debes tratar con respeto al que ya no parece servir a nadie.
—La cuestión es que ya no se pudo hacer nada, de repente aparecieron las excavadoras. Nos abrazamos al árbol intentando frenar su muerte con nuestros cuerpos. Hasta las palomas, los vencejos y gorriones lucharon por el viejo.
—Fue horrible, de repente cesó el ruido de los motores, y se oyó el crujir de la madera al caer en el suelo; largo rato se escucharon los gemidos del olivo. Ese día sentí vergüenza de los de mi especie. ¡Matar así!, porque eso Andresillo, es matar al indefenso. Se lo llevaron en un camión, dos grúas necesitaron para izarlo. Unos dicen que lo quemaron, otros, que hicieron leña de él.
—Esto ocurrió en la festividad del Carmen. Las obras se pararon para celebrar las fiestas. Tu abuela Adelina llevó a tu tío Rafael a montarse en los columpios. Yo me llevé a tu padre conmigo al campo. Habían pasado dos días desde lo del Lucio, comenzó a llover, primero con normalidad, luego con una furia desconocida. El arroyo cercano enseguida se desbordó. Nunca se había visto en el pueblo nada igual, en escasos minutos la riada se llevaba todo lo que se ponía en su camino. Al llegar al cerro del Campillo, provocó un gran desprendimiento; ya no estaban las raíces del Lucio para proteger la tierra.
—Los daños de las riadas fueron incalculables: viviendas destruidas, ganado ahogado, cosechas perdidas, calles con su pavimento destrozado; y lo peor es que hubo dos víctimas.
El abuelo mantuvo un largo silencio; yo sin saber, ya sabía. Las lágrimas acudieron a mis ojos sin poder remediarlo. Acaricié la nervuda mano de mi yayo. Las víctimas eran la abuela y el tío Rafael.
Mucho cambió el pueblo desde esa tragedia. Se convino que si el Lucio hubiera estado allí, hubiera impedido que parte del cerro cediera, porque lo peor no fue el agua sino el lodo. Tuvieron que pasar muchos años para que casi todo volviera a la normalidad. Otras no tuvieron nunca arreglo. El abuelo, en vez de bloquearse y vivir en el dolor, hizo todo lo humanamente posible por ayudar a los demás. De él partió la idea de adoptar un Lucio de Íllora, de esos que ya nadie quería en sus olivares.
Desde allí fue transportado hasta el cerro del Campillo. Y plantado con el cuidado del parto de un bebé. El agujero se rellenó con la tierra donde había vivido hasta ahora. Se puso mucho esmero para que sus raíces no se dañaran; y se vertió mucho amor, porque un árbol trasplantado necesita saber sobre todo que se le respeta y se le quiere.
El nuevo Lucio no estaba hueco, posiblemente fuera tan viejo como su antecesor, pero su aspecto era el de un olivo joven y vigoroso. Al poco fue el vigía de la Ventilla del Carmen. La gente subía, como antaño, a pasar la tarde en su compañía. Y le contaban las historias de unos y de otros, de los olivos que vivieron en otros tiempos, de la Adela, del Rafael,…
Por eso para que él preservara la historia del pueblo, se dispuso que el día en que fue adoptado, fuera un día festivo: El Día de la Memoria.»
Una vez terminado el discurso, todos se dispusieron a depositar las cartas en las que relataban sus recuerdos, al pie del olivo. Andrés, el nieto del Chimeneas, le entregó la misiva a su hijo, y él hizo lo propio con el Lucio Nuevo. Luego bajaron cogidos de la mano la cuesta del cerro del Campillo.