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140. La tierra de la resiliencia

Paola Serrano Matarán

 

La vida nos atropella y arrastra si intentamos parar,
para enseñarnos que debemos seguir sin los que se van.

18 de diciembre de 2020. En algún lugar de una carretera de la provincia de Jaén.

El vehículo logró detenerse con un estrepitoso frenazo justo antes del precipicio. El chófer seguía sujetando con firmeza el volante para no dar a sus manos la oportunidad de mostrar el temblor a causa de los nervios que le había provocado en todo su cuerpo el aquaplaning. Su primer reflejo fue el de mirar por el retrovisor con el sigilo de un lince que acecha a su alrededor por si llega una presa. Al contrario de lo que se temía, Don Cristóbal se encontraba perfectamente erguido en el asiento trasero, con su traje de diseño impoluto y con sus ojos clavados en algún punto lejano más allá del cristal tintado por el que las gotas de lluvia se deslizaban con nervio.
El hombre parecía estar petrificado habiendo corrido la suerte que el arquero del Lago de los Cisnes desde que partieron hacia el pueblo. Eran incontables las veces que el empresario había recorrido aquellas sinuosas curvas rodeadas de un mar de olivos que la noche y la tormenta parecía haberse tragado. Conocía perfectamente el grado y la pendiente de cada una de ellas: de pequeño circulaba con sus amigos en bicicleta, años después las surcaba en su moto como si de los cielos se tratase con su primer amor aferrado a su cintura; y más tarde aprendió a conducir en ellas con el Mini Cooper de su amigo Pedro que le sirvió de preámbulo para las veces que, tras la separación de sus padres, volvería al pueblo a pasar temporadas junto a su admirado progenitor. Pero esa noche todo era diferente. Sentía un vacío en el alma y una soledad en el corazón que mantenían paralizados todos sus sentidos, en estado de shock. En su cabeza no dejaba de escuchar el sonido de su teléfono en medio de la noche y alterando su sueño. Al otro lado del hilo, una mujer le daba la fatal noticia que hacía que su mandíbula tiritase y que una solitaria lágrima descendiera presta por su cara hasta mojar su corbata negra. Desde ese momento, Cristóbal vivía atormentado con la idea de que la despedida de aquel admirable y luchador ser que a él siempre le pareció su padre, hubiese sido a través de una pantalla durante una video llamada que se acabó cortando por falta de cobertura sin que él mismo supiera que jamás podrían volver a hablar. El chófer interrumpió el bucle en su mente:
–Señor, estamos entrando al pueblo. –Le informó en un tono neutro.
Para entonces, Cristóbal había perdido la noción del tiempo y las 13 horas de viaje se le antojaban cortas ante la idea de llegar y encontrar el sillón de su padre vacío y el tocadiscos parado.
Aún no había podido asimilar el fallecimiento de su madre durante la época más dura de la pandemia, de la que tuvo que despedirse en solitario, cuando sus seres queridos no podían salir de casa para organizarle una despedida digna ni habrían tenido tiempo de llegar desde Jaén hasta Pontevedra, donde madre e hijo residían.
De vuelta a la realidad, el empresario observaba atónito el lúgubre aspecto de la localidad que le vio nacer al no encontrar rastro de aquel pueblecito jiennense de 1.200 habitantes en el que las calles parecían competir en un concurso de limpieza y las fachadas de sus casas, que siempre estaban magníficamente encaladas, relucían incluso con la luz de las farolas.
Eran las cinco y media de la tarde de un viernes cercano a la Navidad y los comercios y bares mantenían sus puertas cerradas a cal y canto. Las casas parecían deshabitadas y la tristeza y la desidia invadían cada rincón de la localidad.
Cristóbal decidió bajarse del coche y continuar el camino a pie hasta el cementerio. Sin duda, la empedrada pendiente y la angosta calzada no estaban hechas para el paso de un vehículo de las dimensiones del suyo y tampoco para uno fúnebre. En el pueblo aún se acostumbraba a llevar a los difuntos a hombros hasta el Camposanto.
Mientras se preguntaba a sí mismo quiénes habrían acompañado a su padre en su último viaje al tiempo que ponía su atención en no resbalarse por los adoquines mojados, sintió un golpe y un fuerte dolor en la cabeza. Todo se apagó a su alrededor.

18 de diciembre de 2020. En un pequeño pueblo de Jaén.

La pandemia lo cambió todo en la vida de Antonio. A los 18 años ya era el maestro de almazara en las instalaciones de las afueras del pueblo. Había crecido entre olivos y olor a jamila, por lo que su mayor aspiración había sido siempre la de aquel oficio tan antiguo como la propia elaboración de aceites de oliva y que a pesar de ello, resultaba desconocido para la mayoría de la gente. Una labor que requería conocimientos, destrezas y creatividad en muchos campos para obtener como resultado aceites de oliva vírgenes de máxima calidad. Antonio recordaba ahora con anhelo, aquellas campañas en las que controlaba la recepción de la aceituna en el patio, el proceso de limpieza, molturación y hasta el almacenaje del AOVE elaborado con mimo y esmero. Aquel que no dedicó a ninguna de sus parejas por su decisión de anteponer su trabajo soñado y el cuidado de su madre a todas ellas.
A sus 48 años, con el cierre de la almazara, Antonio no solo había perdido su vivienda, que se encontraba en el interior de las instalaciones, sino que sintió que se defraudaba a sí mismo por tener que internar a su madre en una residencia de ancianos con el fin de evitarle que la parca la encontrara durmiendo en la calle.
Los primeros días, Antonio se levantaba con fuerzas, se acicalaba en las gélidas aguas del río Jandulilla y se vestía para intentar buscar trabajo en la zona, pero el humor, las ganas y la ilusión pronto comenzaron a desvanecerse. Un día, mientras caminaba sin rumbo fijo e intentando encontrar algún negocio en el que ofrecer sus servicios, el antiguo maestro de almazara sintió escalofríos. Las puertas de las casas ya no se abrían para dejar salir la vida y las tertulias en los atardeceres de los vecinos que sacaban sus sillas a la calle ávidos de conocer las novedades y cotilleos surgidos en las últimas horas, se habían esfumado. El hombre reparó en los carteles que empapelaban las fachadas de una gran parte del pueblo y tras leer su contenido, solo pudo retroceder, tembloroso, para apoyar su espalda en una pared y deslizar su cuerpo hasta quedar descansando en el suelo.
DEP María Fernández Osuna, fallecida a los 89 años de edad; DEP Luis Ojeda Melero, fallecido a los 79 años; DEP Juan Luis Ocaña Ramos… Un sinfín de esquelas cubrían las calles con los nombres de sus vecinos y solo faltaba por imprimirse la que llevara el nombre del pueblo, al que el coronavirus ya había herido de muerte y por el que no se podía hacer más que esperar a que llegase su hora.
–Yo no me voy a rendir. No me rendiré. Ni una ola ni siete de la mayor pandemia conseguirán borrar la memoria del pueblo que durante años ha resonado en los oídos del mundo entero. –Se repetía a sí mismo mientras se levantaba del suelo de un salto y se dirigía al único bar que quedaba en el lugar.

Lola, la esposa de Manolete, de quien recibía el nombre su bar, limpiaba la barra sin descanso a pesar de no tener a ningún cliente que la pudiera ensuciar. Al ver entrar a Antonio, retembló y su semblante se tornó pálido.
–¡Verain, hombre! ¡Qué susto me has dado! Si hasta se me ha caído el cernadero al suelo. –Exclamó Lola mientras se agachaba a recoger el trapo.
–Perdona, mujer. Venía buscando a tu marido para ofrecerme como camarero. –Dijo Antonio dejando un folio con sus datos y experiencia sobre la barra –Nunca he trabajado como tal, pero aprendo rápido y sé que podré hacerlo.
–¡Ja! –Río con sorna acercándose a la cara de su vecino y agarrando al mismo tiempo una botella de anís Castillo de Jaén–Si no estás borracho, no sé cómo tienes ganas de cachondeo. No te estrello la botella en la cabeza porque ya tenemos bastante con estar perdiendo a todos nuestros mayores como para ser yo la responsable de una muerte más… ¿Acaso no son suficientes 400 fallecidos en una localidad de 1.200 habitantes? Venga, hombre. Para tonterías no estamos aquí. Pide una copa o sal corriendo – Amenazó.
Antonio se quedó callado unos segundos, pensativo, y se giró despacio con una expresión triste en su rostro. Respiró hondo y con un hilo de voz, lanzó sus sentimientos en forma de palabras:
–Sí, la pandemia nos está matando, pero el hambre por la falta de trabajo, también. Tengo dos manos, como tú, y solo pido una oportunidad para salir adelante.
Lola lo interrumpió:
–¿Cómo dices? ¿Una oportunidad? Acaso en este pueblo, donde la única opción de vida era recoger la aceituna de los olivos del señor Gutiérrez o trabajar en su almazara, ¿alguien podrá tener alguna vez una oportunidad? ¿La tendrán mis hijos que acaban de perder a su padre por un virus que hace pocos meses ni se sabía que existía? Ellos han tenido que abandonar el pueblo que les vio nacer y a mí, a su madre – decía con los puños cerrados de rabia mientras una lágrima surcaba su mejilla por encima de la mascarilla –para buscarse la vida fuera. –Hizo una pausa –¿Es que la tendré yo manteniendo este lugar sin clientes a los que atender y con miedo hasta de encender la radio o la televisión por si escucho la nueva cifra de fallecidos que deja el coronavirus hoy allá donde han emigrado mis hijos? La respuesta es no. No tendrás una oportunidad y este pueblo tampoco.
Antonio intentó ocultar sus lágrimas agachando la cabeza y salió a la calle en silencio, observando como el cielo se oscurecía y las nubes le acompañaban en su tormento interno dejando caer gotas de lluvia de forma virulenta. El hombre vagó por las calles desiertas sin rumbo. Vio correr ríos de agua por las cuestas sin que nadie saliera de las casas para colocar maderas verticales a modo de burlete para evitar la entrada del líquido en las viviendas. Siguió caminando hasta que su ropa, empapada, casi pesaba tanto como su alma y el dolor que le partió el corazón como si de un rayo se tratase al levantar la vista y observar un nombre inscrito sobre un panteón del cementerio al que había llegado sin quererlo: Samuel Gutiérrez Marín.
Antonio cayó de rodillas y se apresuró a agarrarse el amuleto más preciado que tenía: un broche de oro en forma de olivo con la inscripción: ‘SCA’. Un regalo que el señor Gutiérrez, el propietario de la almazara, le había hecho el día en que lo nombró maestro de la misma coincidiendo con su 18 cumpleaños. Pero ya no se encontraba en la solapa de su abrigo mojado. Al igual que el hombre que le había transmitido toda su pasión por la profesión, tampoco ya se encontraba entre los vivos.
Dolor, rabia, incredulidad, tristeza, ira… fueron las emociones por las que Antonio pasó en cuestión de segundos y que trató de aplacar lanzando puñetazos contra lápidas, flores, los muros del cementerio e incluso contra alguien que entraba al camposanto y cuyo rostro le resultó familiar. Al ver que, con el primer golpe, el hombre se desvanecía, Antonio adquirió un nuevo sentimiento para su apresurada colección: el miedo; y este le instigó a salir corriendo.

18 de diciembre de 2021. En un pequeño pueblo de Jaén.

Perder a su padre fue un golpe tan duro en su vida que ni aquel impacto en la cabeza que le dejó una cicatriz como recuerdo, le importó. Cristóbal dejó de llorar la ausencia para llenarse de valor y volver al pueblo un año más tarde. Esta vez, él conducía su propio coche y lo hacía movido por el corazón y las ganas de regresar al lugar donde descansaban para siempre sus progenitores. El empresario había declinado una invitación del Ayuntamiento para hablar durante el acto de homenaje que se realizaba ese día a su padre, Samuel Gutiérrez, pero no quería faltar al reconocimiento. Al finalizar el giro de la última curva que entraba en el pueblo, Cristóbal no pudo contener su sorpresa. Aquel pueblo había vuelto a cobrar vida de un modo inesperado: las casas, con sus paredes encaladas, daban la bienvenida al visitante con sus rojas flores de pascua en los balcones y ventanas. Las pequeñas tiendas contaban con letreros luminosos y la clientela hacía cola a sus puertas. Cristóbal tuvo que accionar el claxon de su vehículo para alertar a un grupo de niños que jugaba al balón en la calle a pesar de las bajas temperaturas. Parecía estar viviendo un sueño en el que su pueblo jiennense había despertado de un letargo y había vuelto a llenarse de ilusión y vida.
Con el estómago encogido de alegría y las lágrimas de emoción a flor de piel, el hombre aparcó su coche en una callejuela y entró con sigilo a la plaza del Ayuntamiento siguiendo el olor a pan recién hecho del horno. Allí se desarrollaba el acto.
Roberto, el alcalde, ataviado con un traje azul marino y corbata del mismo color, dio paso en el atril al nuevo propietario de la almazara: Antonio. El hombre que había pasado de la mendicidad a lo más alto del mismo modo en que un día descendió casi a los infiernos, ofreció un discurso en el que no faltaron los agradecimientos al Consistorio y a la memoria del antiguo dueño. Al bajar del atril, reparó en la presencia de Cristóbal y corrió hacia él.
–Sé quién eres – Le espetó agarrándole del brazo con firmeza.
Cristóbal frenó en seco y se giró para mirarle a los ojos con media sonrisa oculta bajo su mascarilla.
–Claro… –respondió como si de una obviedad se tratase – todo el pueblo lo sabe. Soy Cristóbal Gutiérrez. Quizás hasta hayamos jugado juntos en esta misma plaza durante nuestra infancia.
Antonio negó con la cabeza y le soltó del brazo al intuir que no volvería a salir corriendo.
–Cristóbal, Don Cristóbal… el alcalde, Don Roberto, me contó que el Ayuntamiento había adquirido la almazara y los olivos para dar una nueva vida a esta tierra y ofrecer trabajo y vivienda a quienes viniesen de fuera para establecerse. –Su interlocutor lo miraba en silencio para permitir que terminase su exposición – Él me sacó de la indigencia, evitó que me lanzase al vacío tras conocer la noticia de la muerte de mi madre en la residencia donde solo me permitían verla detrás de un cristal; y no solo me devolvió mi vida, que era la almazara, sino que me hizo su propietario.
–¡Quién mejor que alguien que conoce el negocio para volver a levantar un pueblo de la nada! –Le interrumpió Cristóbal.
–Pero, Don Cristóbal, yo conocía muy bien a Don Samuel, y cada día que me levanto me rondan la cabeza los cientos de conversaciones que tenía con él. Por eso, sé que él jamás habría dejado en herencia su negocio al Ayuntamiento. La cooperativa tenía que ser para su hijo.
–Y lo es.
Cristóbal agachó la cabeza al responder e intentó huir de nuevo, pero no logró zafarse del fuerte agarre que le infligió Antonio tirándole de una manga de la chaqueta al tiempo que le miraba con los ojos muy abiertos dejando entrever su estupor. Ambos se quedaron en silencio durante unos segundos. Entonces Antonio vio algo que le resultaba muy familiar y que había quedado al descubierto en la solapa de Cristóbal: una insignia de oro en forma de olivo.
Antonio se llevó las dos manos a la boca en un acto reflejo que mostraba su asombro. Quiso hacer muchas preguntas, pero solo consiguió decir:
–Yo, yo…Tú… ¿es tuya?
Cristóbal asintió con la cabeza. Sin mediar palabra, metió su mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar algo y la extendió segundos después, mostrando otra insignia idéntica. Se la ofreció a Antonio.
–Esta era la tuya. Se te cayó cuando…
—¿Tú sabías que yo…? –Le cortó.
Cristóbal asintió y quiso juntar las piezas del rompecabezas que rondaban la mente de Antonio.
–Cuando salí del hospital, mi chófer me la dio creyendo que la había perdido durante la agresión, pero yo guardaba la mía a buen recaudo. Le pedí que viniera al pueblo a recoger las cosas de la casa de papá. Me causaba demasiado dolor hacerlo yo mismo; y entre ellas había una foto tuya junto a él del día que, como yo, cumplías 18 años y te entregaba la insignia. Entonces supe que la inscripción SCA que había tras el olivo de oro no significaba: ‘Sociedad Cooperativa Agrícola’, sino ‘Samuel, Cristóbal y Antonio’.
–Entonces tú…
Cristóbal le cortó.
–Sí, lo sabía. Tú fuiste quien me propinó los golpes que me mantuvieron durante semanas en el hospital.
–Pe —pero… –tartamudeó –yo… Lo siento mucho. No soy así.
–También lo sé. Por eso nuestro padre habría querido que la almazara fuese para ti. Solo cumplí su voluntad de manera que no pudieras saber que había descubierto la verdad que tú y papá ocultasteis durante tantos años.

 

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