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138. Olivares de Granada

Miriam Giménez Porcel

 

Aún parece que lo veo entrar por la puerta, sigiloso, observando todo a su alrededor.
Estaba orgulloso de cuanto había conseguido. Su pequeño imperio era nuestro pequeño trozo de vida y sustento. En Granada también hay buenos olivares, decía siempre. Nada que envidiar a los demás.
Crecí en un pequeño pueblo, en el que muchos de los vecinos eran o habían sido jornaleros de mi abuelo. En el pueblo lo adoraban. Con el tiempo, había adquirido varias propiedades y más terreno, así que, la cooperativa fue creciendo. De ahí que él, mi abuelo, siguiera con sus pensamientos y quehaceres a la antigua usanza, y sus hijos, mi padre y tíos, ampliaran conocimientos. La crecida empresarial era en gran medida por el esfuerzo de uno y las ciencias de otros. Hacíamos un buen equipo. Mi abuelo tenía devoción por mi. Él veía en mi ese sentimiento por la tierra que él tenía y a los otros les faltaba. Creía que era la digna heredera de todo y que, aunque lo compartiera, en un futuro, era yo quien debía haber mamado lo que significaban aquellos olivos. Así fue como, sin discusión por parte de mis padres, porque era perder el tiempo, él solicitaba que me tuvieran vestida y arreglada para ir al campo, todos los días a las siete de la mañana, desde los tres años. Así seguí haciendo hasta bien mayor. Me encantaba escucharle. Esas palabras eran y son todo lo que soy, desde el día que llegué a este mundo, para ser lo que mi abuelo quiso que fuera.
En su entierro, no pude, aunque quisiera, echar una lágrima. Me mantuve entera. Firme ante el ataúd. Le prometí todo lo que ya le había prometido, pero quise que me volviera a escuchar, antes de que lo introdujeran en aquel agujero al que toda la familia iríamos a parar. También de eso se sentía orgulloso, el muy morboso. Del panteón familiar. Decía que era el más hermoso de todo el cementerio. Ya ves tú, le decía yo, para lo que vas a hacer allí, qué más da abuelo que sea bello o feo. ¡Qué sabrás tú, mujer! Lo mandaron construir, expresamente en mitad del cementerio. Quiero que haya flores frescas todos los días, como yo le llevo a la abuela.
Y así ha sido. Mi madre ni un solo día ha faltado. Mamá y papá son primos. Lejanos, pero primos, al fin y al cabo. En eso, el abuelo no se interpuso, y mira que tenía un carácter que para qué. Cuando sus hijos aparecían con una novia, la estudiaba, pedía información y sabía quién era la familia y de donde provenían. Pero con papá fue distinto. Desde el momento que le llegó el rumor de que su mayor andaba rondando a la Paquita, sonrió por lo bajo y pensó: bien hecho, hijo mío. Todo queda en casa. Nadie se interpuso. El abuelo había hecho las visitas anticipadas y oportunas para que el beneplácito fuera común.
El abuelo quedó viudo muy pronto. Siempre lo repetía. Qué pronto se me fue. Tampoco nunca quiso otra. Y mira que pretendientes le rondaban. Bastante tengo con los olivos, la oficina, vigilar a estos y vigilarme yo, decía siempre. No llegué a conocer a la abuela. Enfermó un año antes de que yo naciera.
Papá, meses antes, cogió al abuelo en los olivos y le preguntó qué estaba pasando.
—Tu madre, hijo mío. Se nos muere.
—¿Cómo? ¡Qué dices, papa!
—No se lo he dicho a ninguno de tus hermanos. Hazme el favor de no decir na. El domingo ya haremos una comida todos juntos y os explicaremos. Ahora déjame seguir, que necesito estar solo.
Papá no pudo seguir ese día trabajando. Muchos años después, cuando mamá me lo contaba llorando, mientras mirábamos un álbum de fotos familiar donde la abuela, vestida de novia, preciosa, sonreía a la cámara cogida del apuesto novio, mi abuelo, más guapo y feliz que nunca, sentí que tenía razón, que se le había ido muy pronto.
Cinco hijos habían tenido. Ninguna hembra. Al abuelo nunca le pareció mal. Pero sabía que, a la abuela, una niña la hubiera llenado de dicha. Ella había sido la cuarta hermana, de también cinco. Nunca les llegó la chica. Y mira que lo intentaron, decía siempre el abuelo. Pero aquella maldita enfermedad, que pasaba de madres a hijas, también le llegó a la abuela y en un año se la llevó. Se acabaron los intentos y se acabó todo.
Nací a los dos meses de la muerte de la abuela. Cuando el abuelo más necesitaba el estímulo de seguir viviendo. Tal vez por eso soy su ojito derecho. Tal vez porque fui la primera nieta, después de dos varones. Tal vez porque fui la hembra que a ellos les negó Dios.
Cada vez que paseo por nuestro olivar, huelo y me empapo de estos aires. Siento que llevo tan adentro a toda mi familia que sería capaz de matar por cualquiera de ellos.
El abuelo ha tenido la paciencia, capacidad y osadía de enseñarme a llevar la empresa, desde la misma tierra, hasta los papeles que tanto odia. Aunque hora todo lo burocrático lo llevan mis hermanos, mis tíos y mi padre, él ha estado ahí al pie del cañón y necesitaron su firma para muchas gestiones hasta el último día. Pero es conmigo con quien marchaba, cada vez que había que hacer una salida, cada vez que había que exponer nuestro producto, a donde hiciera falta, porque sabía que, con su amor y mi pasión por la cooperativa, conseguíamos lo que nos proponíamos.
Hemos recorrido media Andalucía, o Andalucía entera, ya no sabría ni decir. Hemos conseguido el reconocimiento de pueblos que tenían más que cerrado el reconocimiento a otros. Y ganado premios que creíamos imposibles. Creo que el abuelo fue muy feliz viajando a mi lado y mostrando al mundo su aceite, fino, auténtico virgen extra. Y así era. Yo era sus manos y sus pies, últimamente, ya hasta su cabeza.
Aceite refinado puro virgen extra Palacete. El mejor de Andalucía, como él siempre decía. Nuestro oro.
Y fue en uno de tantos viajes donde conocí a Simón. Mi abuelo Braulio Palacete ya era conocido en toda la región y cada vez que nos presentábamos a un concurso o a cualquier convención, se preparaba el viaje, yendo siempre a los mismos hoteles y mismos restaurantes donde habíamos estado años anteriores. En Sevilla, con motivo de las fiestas patronales de un conocido pueblo, se tenía por costumbre que todos los bodegueros, agricultores y demás empresarios de la comunidad, estuvieran presentes en una cena donde se movían intereses y, básicamente, según palabras de mi abuelo, había que estar. El que no estaba en esa cena, no existía. Y Simón, que era periodista, cubría aquel evento, durante los dos días que duraba la jornada. Dedicaba su vida y pasión a la escritura de artículos en una conocida revista de la zona.
Nos hizo una entrevista magnífica, también palabras de mi abuelo, porque le dejó hablar todo lo que quiso y más. Nos mirábamos y sonreíamos porque él que, con la grabadora, no hacía falta que tomara notas, preguntaba de todo y sin cortarse, y mi abuelo que no tenía pelos en la lengua.
Simón me invitó a una copa después de la cena. Dos meses después, contactó con la cooperativa, para hacernos una visita y traernos un ejemplar de la revista, donde salía publicado dicho artículo. Nos comentó que le hacía gracia ver nuestro negocio y tierras. Se quedó a comer y a vivir. Porque ya no permití que saliera de mi vida.
Simón, apreciaba nuestro trabajo, ya que, aunque su familia no se dedicaba a la tierra, si tuvo descendientes que lo hicieran, y le venía de raíces, según me contaba. Continuó su vida de idas y venidas continuas a Sevilla, para hacer entregas presenciales en la revista. Y seguía publicando, de vez en cuando, pequeñas notas de nuestro aceite.
No hizo falta hacer presentaciones oficiales en mi familia. Después de verlo tan seguido por allí, todos se imaginaron que aquel forastero había llegado para quedarse.
—Ten cuidado con él. —me dijo mi hermano Javier, cierta mañana.
—¿Perdona?
—Que vigiles, solo digo eso. Vigila hasta dónde quieres que se meta. No me importa lo que tengas con él. Pero no es de esta familia. Y recuerda lo que opinaba el abuelo al respecto.
—Tú quien te crees para hablarme así. Porque haya sido la única en esta familia que no se haya liado con un primo o familiar lejano, no tienes por qué venir dudando de la persona a la que amo. Él no es ningún extraño.
—Si lo es. Y lo sabes. Solo que ahora estás ciega.
—No lo es. Y el abuelo y él se han tenido aprecio desde el primer día. Ándate con cuidado con tus palabras, hermanito. No te permitiré un desprecio hacia Simón.
—El abuelo nos ha enseñado toda la vida a desconfiar hasta de nuestra sombra.
—No temas porque Simón no ha venido a destrozar esta familia, ni esta empresa, ni tu querido negocio del que te crees dueño.
—Bien sabes que la dueña de todo esto eres tú, guapa. El abuelo lo ha manifestado desde hace años. Ten cuidado guapa. Hay demasiadas familias dependiendo de nuestra cooperativa.
—Javier, me estás poniendo nerviosa y me estás cansando con tanta tontería. Déjame tranquila. Deja tranquilo a Simón. Métete en tus asuntos y vete a la oficina donde sabes estar allí sentadito y quietecito mirando las cuentas.
Salí sin esperar respuestas. Jamás mi hermano se había dirigido así a mi. ¿Qué estaba pasando? Simón era buena persona. Colaboraba publicando, cada vez que podía, algo de nuestro aceite. Nos destacaba en muchas entrevistas en las que participaba. Habíamos incrementado notablemente las ventas, gracias a aquel artículo. No le debíamos nada, por supuesto, pero tampoco merecía nuestra desconfianza.
Pasé la tarde en cama. Llegó Simón cerca de las ocho y se asustó de verme tan mermada. Preferí no comentar el motivo. Me ha sentado mal el almuerzo, cariño. Y se echó a mi lado, abrazándome fuerte y haciéndome sentir reconfortada.
Desde que me falta el abuelo las mañanas no son iguales. Pero a la misma hora que él estaba dando el cayo en los olivares, estoy yo también. Ver amanecer, con el olor a tierra, las manos, ásperas, removiendo, recogiendo, volviendo a adecentar, para la siguiente recogida. Cuando llegan los jornaleros ya llevo más de hora y media liada. Me respetan tanto o más que a mi abuelo Braulio. También me tienen más confianza o ven más facilidad de palabra conmigo.
Por eso, no me resultó extraño que se acercara el capataz, al día siguiente, a comentar algo que le rondaba en la cabeza, según me dijo.
—Señorita, quería comentarle. He visto a su hombre por las tierras.
—¿Simón?
—Sí, el señorito Simón.
—Puedes tutearnos, Jandro, por favor. ¿Cuándo lo has visto?
—No es que vea raro el que él quiera pasear por las tierras, pero ya van dos tardes, más allá de las siete, que está tomando muestras de la hoja, de las olivas. Como no la veo a usted a esas horas ya por aquí…
Mi cara impasible pretendía no demostrar sorpresa, ni rabia, ni perplejidad. Restando importancia a la confesión de mi capataz. Simón no me había comentado que empleara sus tardes en pasar por nuestras tierras. Consideré llamarle, pero preferí hacerlo cara a cara, ver su expresión. Me lo debía haber contado. Las palabras de mi hermano volvieron a mi cabeza, amenazando la maldita migraña aun latente.
—Pues te lo agradezco, Jandro. No te preocupes, Simón es periodista y le gusta palpar y sentir, antes de escribir sobre algo.
—Perfecto, si es así. Hablando con usted, señorita, me siento más tranquilo.
Pasé la mañana más nerviosa e irascible de lo habitual. Me apetecía llegar a mi apartamento. Pero primero acercarme al cementerio. Hablar con el abuelo.
Me encontré con mamá, que salía del camposanto.
—Cariño, ¿cómo tu por aquí?
—Me apetecía hablar con el abuelo un rato, mamá.
—¿Estás bien? —mamá acercó su mano derecha a mi cara y me retiró un mechón, para mirarme a los ojos.
—Sí, mamá. Un poquito de nostalgia. Hoy es de esos días. Nada más.
El beso de mi madre me dio fuerza. Su ternura es tan necesaria para mí, como esos ratos que pasaba sentada hablando con el abuelo. Necesitaba disipar dudas.
Una hora después, llegué reconfortada. Escuché el agua de la ducha caer. Las siete y media, había llegado pronto hoy Simón. Me puse cómoda, sin entrar a saludarle. Me encontró en la cocina con una copa de vino y unas aceitunas.
—Vaya, no te escuché llegar.
—No quise asustarte. Te oía cantar en la ducha.
—¡Muy graciosa está hoy la chiquilla!
—Será este vino, que me sacan esa chispa chistosa.
Simón me abrazó por detrás y atrajo mi boca a sus labios. Me dejé hacer, antes de atacar.
—¿Qué tal el día? ¿Hoy no has pasado por los olivos?
Si mi pregunta le sorprendió no lo pareció. Me dio la espalda, mientras cogía una copa. Se sirvió vino, lentamente, y me miró.
—¿Quién te ha dicho que paso por los olivos?
Que no lo negara confirmaba las palabras de Jandro.
—La cuestión es por qué no me has contado que pasas por mis tierras.
—Cariño, te queda grande ir de empresaria. ¿Estas enfadada porque he ido un par de veces a tus olivares?
—Que sea la última vez que me dices que algo me queda grande. Te guste o no son mis tierras. Y para ir hasta allí, me lo tienes que contar. Porque ya ves que me voy a enterar sí o sí.
De momento, ya me había levantado y alejado de él. Sus modales me parecieron tan desagradables e irreconocibles que no me apetecía ni que se me acercara. Fui hasta el aseo a refrescarme. Después de cuatro respiraciones pausadas, volví. Lo encontré en el salón, esperándome.
—Perdóname, pensé que estabas de coña, sinceramente. Claro que he pasado por las tierras. Estaba obsesionado con escribir con veracidad, necesitaba oler, sentir, palpar la materia prima de este fabuloso aceite que conseguís. Disculpa por no comentártelo. Tienes razón.
—Si quieres oler, sentir y palpar la materia prima, ven cada día, al alba, a la recogida de la aceituna. Ponte mano a mano con los jornaleros, a mi lado, arrimando el hombro, de sol a sol. Es del único modo que podrás sentir lo que describes.
—¿Estás insinuando que no trabajo? ¿Mi trabajo no es digno?
Aquella conversación no tenía nada de coña, se había dado suficiente cuenta. Me acerqué a él de nuevo, de pie, con el dedo apuntando:
—Si quieres estar conmigo, que sea la última vez que vas a mis tierras y no me dices ni pío. Que te quede claro.
Salí de allí de un portazo, aun siendo mi casa. No tenía ganas de respirar el aire del mismo espacio. De hecho, me faltaba aire y me faltaba espacio. Me acerqué de nuevo al campo.
Encontré a Jandro, me alegró verle allí, quería hablar con él.
—Señorita, ¿aún por aquí? Estaba recogiendo estos fardos que se habían quedado sin recuperar.
—Si no están para reutilizar, tírelos, Jandro. No vayamos a perder el tiempo luego teniendo que recoger la aceituna por el camino, cuando arrastremos los fardos llenos.
—Están revisados. Perfectos para usar.
—Jandro, mira, sé que estamos en plena recogida, pero necesito pedirte un favor.
—Dígame usted.
—Con los años que usted lleva con nosotros, en este negocio, estoy segura que tendrá muchos contactos.
No me seguía Jandro y puso cara de desconfianza. Necesitaba de él que indagara, que, sutilmente, se enterara de la vida de mi pareja. Era susceptibilidad, sí, ya no podía nombrarlo de otra manera. Me podía el orgullo de estar escuchando al abuelo decirme que cuidadito a quién metíamos en la cooperativa, contra el corazón. Pero, si no me contaba que venía al campo sin mí, ¿qué más me ocultaba?
—Intuyo que me está usted pidiendo que investigue al señorito.
—Intuye usted bien, Jandro.
A partir de aquí, toda la formalidad de Jandro cayó en picado. Le escuché atónita. Ya se había adelantado. Me pedía disculpas porque tendría que haber hablado conmigo antes, pero por respeto al abuelo tenía que hacerlo. Después de cada jornal, bar por bar, capataz con capataz, también con jornaleros, les preguntaba por aquel periodista. Si tanto escribía sobre nosotros, antes debió escribir de otros. Si tanto entendía del producto, antes tuvo que visitar a otros. Alguien le reconocería.
—Es un experto del producto. Su familia tiene una cooperativa en Jaén, igualita a la nuestra o más grande. No la he visitado, por supuesto. Porque estamos en plena recogida, sino le juro a usted por su abuelo que allí me hubiera plantado.
No pude pronunciar palabra. No pude apartar la mirada de la mirada de Jandro. El capataz me sostuvo por los brazos, fuerte y me ayudó a sentarme. Me puse las manos en la cara.
—Quiero el nombre de la cooperativa, Jandro. La quiero ya.
—Déjemelo a mí, señorita. En cuanto acabe la recolecta, yo le juro a usted que les hago una visita.
—He dicho ya. El nombre. —dije mientras me levantaba tan rápido que tuve que apoyarme para no caer.
—Aceite de oliva Virgen Fuente Jaén. Se llama así.
Jandro se dio la vuelta y volvió por su camino a seguir doblando los fardos. Me gustaría participar en las centrifugadoras este año, señorita, fue lo que dijo, antes de alejarse con las manos llenas. Claro que sí, pensé, pero no llegué a decir palabra.
Aún no había anochecido del todo. No quedaría ni media hora de luz. Miré hasta donde la vista me permitía alcanzar. Se me erizó la piel.
En el cementerio, las pocas luces que lo iluminaban me ayudaron a llegar hasta el abuelo.
—Te pido disculpas, abuelo.
Cogí el coche y me dispuse a llegar, en menos de una hora, a Jaén. Quería ver con mis propios ojos. Saberlo todo, cómo él lo sabía de nosotros. Mal dormir en el coche era la mejor opción.
A la misma hora que mis trabajadores comenzaban, comenzaban los suyos. Busqué información durante la noche. Cuándo se fundó, quién es la familia. Me maldije mil veces por dejarme llevar por aquel farsante. Su cooperativa, o más bien la de su familia, tenía diez años menos que la mía. Era de la misma categoría que la nuestra. Más jornaleros. Y un abuelo, como el mío. Vivo. Que pasó, junto a mi coche, con su furgoneta, veinte minutos después que sus jornaleros. Me recordó tanto a él. Había estado leyendo, todo era tan similar a nosotros, que entendí que mi abuelo se sintiera cómodo con él en aquella entrevista. Entendí que le gustara para mí. Que no dijera nada cuando entró en la familia, por la puerta grande, qué irónico.
Comencé a pensar en la posibilidad que, si se acercaba por allí, captaría rápido mi coche. No estaba precisamente muy oculta. Estaba en mitad del camino de tierra, hacia su cooperativa. Oculté el coche. Seguí campo a través. Quería acercarme un poco más a sus tierras. No había recibió ninguna llamada. Tampoco yo hice por contactar con él.
Su abuelo también arrimaba el hombro, por lo que vi. Mi rabia fue en aumento. Él sabía cuánto quería a mi abuelo. Cuánto luchaba por nuestra empresa y su permanencia en el mercado. La dura competencia que implicaba año tras año estar ahí arriba y no bajar un peldaño. Con su intromisión descarada nos quería robar. Quería que mi aceite bajara en picado. Quería hundirnos.
Volví a mi casa. Ni amor ni mierdas, pensé.
No estaba. Una nota con el típico “lo siento” y me voy a la redacción. Cogí el coche, aparqué enfrente. Salió a las dos en punto. Se despidió de sus compañeros y cogió su moto. Le seguí.
Supe rápido que iba hacia Jaén. Me subió la bilis. Aceleré en el momento que creía perderle. No era tan listo como se las daba. Ni cuenta se dio que le estaba siguiendo. No había tráfico apenas. En un desvío, lo tuve claro. Estaba parado, haciendo el stop. No frené. Salió por los aires disparado, a más de cuarenta metros, diría yo. Me temblaba todo. Derrapé y volví por donde había venido. Llegué a la cooperativa y, mientras aparcaba, mi hermano salió a esperarme. Estás blanca, tía. Déjame ahora mismo que no me encuentro bien, le dije. Él me miró de arriba abajo y me siguió hasta la zona del comedor. Toma un vaso de agua, relájate, que tengo que hablar contigo.
Fui hacia su despacho. Los números estaban siendo buenísimos, me dijo. Quería disculparse por sus modales del otro día y darme la enhorabuena porque era una digna sucesora del abuelo.
Le miré fijamente.
Lloré, por todo lo que no había llorado en su despedida. Y mi hermano me abrazó, como necesitaba que me abrazaran.

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