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137. Bridas

Fea Blanco

 

Descansa sus hombros entumecidos y, por momentos, relaja de su castigada espalda la carga que la pompa y el esplendor hacen imperceptible a ojos ajenos. Recostada sobre el pretil de la balconada más elevada de palacio, inigualable mirador, en soledad, la emperatriz de Doma desecha todo regio recato. Si su ferviente pueblo pudiera verla de estas guisas…

Olisquea el aire en busca de los aromas de su tierra, degustando la sencillez de lo mundano y, resignada, sabiéndose amarrada a los muros que conforman su fortín, escapa de la única manera que puede: llevándose su mirada lejos de allí.

Huye de calles y tejados, alcanza un prado abierto donde se siente libre y, paseando sin pies, jugando entre la hierba, llega hasta lo alto de una loma desnuda que moldea el horizonte, donde impaciente se reencuentra con su fiel confidente.

Corona solitario el cerro un majestuoso olivo centenario al que la emperatriz de Doma confía sus inquietudes al considerarlo, por su longevidad, portador de infinita sabiduría. ¡Cuánto tiempo observando desde aquel promontorio la necedad del ser humano! Si un día se dignara a hablar, estaba segura que hallaría en él las palabras más eruditas de toda la región.

Profesa hacia él la admiración y el afecto que despierta el discreto y humilde anciano que, en el ocaso de su vida, aún es capaz de deslumbrar con destellos de un anecdotario que refulge de su propia experiencia. Aunque, cada vez con más frecuencia, despierta en ella un sentimiento de compasión que, a veces, la llena de amargura, a veces, la arrastra en un torbellino de indignación.

Del mar de olivos que un día bañó toda la comarca, él es la última gota que recuerda que, cuando soplaba el viento, olas de plata y verde llegaban hasta las orillas de Doma. En pro del progreso y del bienestar, los siempre abnegados consejeros de Doma determinaron que se hacía necesario acabar con todo aquello que entorpeciera el avance hacia un futuro lleno de prosperidad, donde no había cabida para actividades atrasadas que impedían el control y que no reportaban más que miseria y desorden en el imperio.

De esta manera, el menosprecio continuado al que sometieron al mundo del campo pronto cosechó el rechazo generalizado hacia todas las labores identificadas como agrarias, tanto de unos, como de otros, como de propios; y una avalancha de feligreses entregados a la nueva causa cubrió tierras y sembrados exterminando a su paso todo aquello que oliera al caduco modo de vida que se quería desterrar.

Paralelamente, los siempre dispuestos consejeros desarrollaban nuevas formas de trabajo en que ocupar a la población.

Aún hoy la emperatriz sigue asomándose desde la balconada más elevada de palacio, en soledad, a las calles de Doma, e intenta entender el progreso y bienestar que perseguían sus dedicados consejeros. Por más que mira hacia un lado y a otro, desde aquella privilegiada atalaya, lo único que llega a vislumbrar es desconfianza. Aquel futuro lleno de prosperidad, si había llegado ya, lo había hecho en forma de ventanas cerradas y puertas reforzadas. Un pueblo que había vivido en comunidad, haciendo suyas las calles, ahora lo hacía encerrado tras las paredes de sus viviendas que les guarecían del resto de ciudadanos a los que ya apenas conocían.

Afligida por este escenario, era entonces cuando la emperatriz alejaba su mirada extramuros, buscando ansiosa la silueta del solitario y vetusto árbol para encontrar alivio. A él acudía con su fino rostro marcado por una expresión de ironía, reflejo de su desconcierto.

Desde que Doma era cuna del olivo, la emperatriz adquirió el singular hábito de sumergirse en baños de aceite de oliva. Toda la región era conocedora de ello, y atribuían a esta peculiar práctica de su amada soberana el color dorado de su piel y de sus ojos aceituna. Ahora que el fruto del olivo no crecía en la comarca, grandes partidas de esta riqueza natural se importaban de tierras lejanas a cambio de aún más grandes cantidades de otros recursos del imperio. Esta paradoja martirizaba sin medida a la emperatriz que no lograba entender la absurda y caprichosa dinámica de los flujos comerciales capaces de hacer de un pueblo autosuficiente, un títere a merced de los vaivenes del mercado.

Sin llegar a cuestionar ni un solo momento la buena voluntad de sus laboriosos consejeros, siguió depositando en ellos su más ciega confianza. En contrapartida a sus múltiples reticencias de continuar con su ritual de aseo para evitar cargas innecesarias a las arcas de la hacienda, recibió de su séquito de asesores las más severas reprimendas por pretender abandonar parte de aquello que alimentaba y confería ese halo que la elevaba como un ser extraordinario ante su pueblo, que quedaba obnubilado ante su sola presencia y dócil y servil ante cualquier demanda que se solicitara en nombre de su idolatrada emperatriz.

Doma la veneraba, y la emperatriz bien lo sabía. Hasta su jaula dorada llegaban desde más allá de sus cuidados barrotes muestras de este culto irreflexivo a su persona. Incluso entre las propias paredes de palacio, en su día a día, de manera sutil o, quizás, de forma involuntaria, pero constante, era motivo de admiración por parte del conjunto de personas encargadas del servicio, del mantenimiento o de la seguridad del recinto.

No pasaba inadvertido para la emperatriz de Doma cómo las doncellas ocupadas de su aseo personal empleaban clandestinamente el aceite de oliva utilizado en sus baños para hacer jabones que más tarde repartían entre un pueblo febril por poseer algo que consideraban elaborado con la mismísima esencia de su aclamada soberana.

Doma la amaba sobremanera, hasta la devoción, y la emperatriz estimaba, agradecida, que era resultado del profundo respeto y total dedicación que ella cultivaba hacia su pueblo. No alcanzaba a ver, ingenua, que tanta adoración desmedida avivaba su reclusión y aislamiento.

Quien rehuía cualquier muralla o frontera establecida, física o figurada, era el rapsoda Hespérides. Convencido apátrida, incansable nómada, valedor de las artes, a las que únicamente rendía pleitesía y a las que confiaba la llave maestra para abrir cualquier grillete de sometimiento, consagró su vida a llevar allá a donde iba este haz de esperanza.

Con este propósito había llegado a la comarca, y con este fin se disponía a dar aquella misma noche un recital por la concordia entre dos regiones vecinas, enemistadas por el continuo agravio comparativo: Doma y Moda.

No halla para ello mejor escenario que el viejo y formidable olivo centenario que tradicionalmente ha servido de hito para demarcar las márgenes de estos dos territorios y de su aversión mutua.

Ajeno a todo esto, el árbol hunde plácido sus raíces reposando su soledad sobre la loma desnuda y, extendiendo sus raíces a izquierda y derecha, indistintamente, sin entender de fronteras, en una tierra que para él no tiene nombre, ni dueño, ni bandera, bebe de sus espléndidas aguas; se alimenta sereno de sus riquezas; balancea apacible sus ramas mecidas por una suave brisa que corre libre por toda la comarca, lanzando destellos con sus hojas aquí, allá y acullá, bañadas por la luz de un sol que desparrama su vida sin discriminación.

A los pies del olivo el rapsoda se topa con un público precoz. Son Tazón y Magdalena.

Tazón tiene siete años. Magdalena aún no los ha cumplido. Se citan a diario en los alrededores del anciano árbol para compartir juegos, risas, ilusiones, tiempo, vida… Hoy sus caras están tristes. Hoy su encuentro servirá para despedirse. No deben volver a verse nunca jamás. Bajo pena de un encierro eterno si se saltan esta prohibición impuesta por sus propios padres, hoy tienen que decirse adiós. Los niños no comprenden nada. Se preguntan entre sí. Ellos simplemente quieren jugar juntos.

Cuando se reúnen en el viejo olivo, Tazón llega desde Moda; Magdalena, desde Doma.

El rapsoda Hespérides ya ha trepado hasta lo más alto del magnífico olivo. Desde allí ofrecerá a todos su delicioso número por la reconciliación. Los niños, con sus manitas hasta ahora agarradas, las van desentrelazando con pena y lentitud para iniciar su despedida definitiva y marchar para siempre por caminos separados.

Divisan desde Doma a un descerebrado encaramado a lo alto del respetable olivo centenario. Tamaña ofensa no se recordaba desde décadas. Un insustituible emblema de la comarca no puede ser vilipendiado de esa manera; significa una afrenta a Doma y a su apreciadísima emperatriz.

Los ánimos se encienden camino de la loma desnuda a la que se dirige un nutrido grupo de vecinos despechados por tal sacrilegio. Entre unos y otros, y los que se van sumando, van alimentando la cólera que crece paso a paso. A medida que se aproximan las gentes de Doma, no son capaces de reconocer al provocador y lo identifican como un vándalo de Moda. Entonces se acelera la marcha, puños en alto empiezan a levantarse y truenan voces enojadas.

El rapsoda Hespérides, orgulloso y necesitado de ovación, aupado en lo alto del árbol interpreta la marabunta que se acerca como un auditorio ansioso, impaciente por que el espectáculo dé comienzo. Henchido de gozo por tanta expectación, dirige su mano al bolsillo para sacar su armónica con la que pretende sumar a su declamación este sonido hipnótico.

Tazón y Magdalena abren sus ojos alarmados. Han sido descubiertos. Tenían órdenes tajantes de no volverse a ver y, aunque intenten explicar que era la despedida, nadie les escuchará. Los han visto. Son culpables. Y ahora una multitud enfurecida corre hacia ellos con las caras enrojecidas y deformadas para reprenderles.

Magdalena, paralizada, no reacciona.

Tazón toma de nuevo entre la suya la mano de Magdalena para tirar de ella y corren juntos en dirección contraria a la que se aproxima la estampida de energúmenos.

Desde Moda, miran con repulsa cómo una tropa descontrolada jalea enfervorecida, con puños hacia arriba, a un insensato instalado en lo alto del frágil y antiguo olivo que tanta historia de su pueblo atesora. Sienten cómo si, literalmente, estuvieran pisoteando su identidad. Tal despropósito no puede consentirse.

Una turba escandalizada se agita rumbo al cerro. Ojos encolerizados apenas llegan a vislumbrar qué tienen frente a sí y, ante la ausencia de visión, la mente humana salva la falta de datos con información ya adquirida con anterioridad, por lo que el odio sabe bien a quién dirigirse: Doma.

Tazón y Magdalena, en su desesperada huida, dan de bruces ahora con una rabiosa manada que viene de Moda. Un terrible castigo parece aguardarles vayan a dónde vayan. Sin escapatoria, rodeados, confundidos, asustados y temblorosos, casi sin poder mantenerse en pie sobre unas piernas que tiritan de pavor, se rinden a los pies del centenario olivo que tantas de sus risas tiene enredadas entre sus ramas.

Ante tanta concurrencia, el rapsoda Hespérides no ve mejor ocasión para comenzar a tocar su armónica que éste, y, justo cuando va a extraer el instrumento del bolsillo, desde el bando de Doma se escucha: “¡VA A SACAR UNA BANDERA DE MODA!”.

Al otro lado, a la mano en el bolsillo del rapsoda le sigue el grito: “¡TIENE UNA BANDERA DE DOMA!”.

Y entonces, un terrible y embravecido temporal estalla.

Atónito, el sorprendido trovador intenta aportar luz al malentendido, pero su voz es ahogada por la tormenta.

Incluso el arte encuentra las trabas de su interpretación.

La ira es tan miope, que no alcanza a ver a dos palmos de distancia a dos inocentes criaturas aterradas, arrodilladas en el suelo y abrazadas entre sí, y, antes de que cientos de pies acaben por quebrar los pequeños huesecillos de los niños, Magdalena se interna en la oscuridad de una oquedad del árbol junto con Tazón. Es el regreso a la caverna.

De la violenta tempestad surgen manos y más manos que se adhieren con furia a las ramas del viejo olivo para zarandearlas con ímpetu. Hay que derrocar al usurpador. Las embestidas son tan enérgicas que, con cada tremenda sacudida, el árbol va haciéndose añicos.

El rapsoda Hespérides casi no puede mantener el equilibrio.

Magdalena y Tazón, en su improvisada guarida, angustiados, aprietan con fuerza sus ojos cerrados en cada arremetida. Nadie escucha sus llantos.

Recostada sobre el pretil de la balconada más elevada de palacio, en soledad, la emperatriz de Doma observa cómo su amado pueblo se reúne entusiasta en torno a su entrañable olivo centenario. Alguien está sobre su copa. Quizás alguna conmemoración o algún nuevo festejo popular de reciente implantación.

Decidida, hoy no dejará pasar la oportunidad de poder compartir esta efeméride como una ciudadana más de Doma, cerca de su gente, cerca de su mudo confesor.

Sabe de antemano que sus rígidos consejeros no aprobarán este capricho, y que las personas encargadas de su seguridad tampoco permitirán su salida de palacio en secreto y en total desamparo. Todas las puertas tienen ojos que la delatarán, por lo que medita su salida encubierta como una profesional del escapismo.

Agotadas todas las posibilidades, trepa hasta el borde de la barandilla y, de pie, se dispone a llegar a su pueblo y a su estimado olivo tal y como Doma la ve capaz de hacerlo: volando.

Eleva y extiende sus brazos y, confiada en la fascinación de su pueblo hacia ella, cree firmemente que sus alas se desplegarán para alzar este vuelo liberador.

Quizás porque sus baños en aceite de oliva han apelmazado sus plumas o, quizás, porque simplemente su estricto aislamiento la ha alejado completamente de la realidad, cuando se lanza desde la balconada, se precipita inexorablemente al vacío.

“¡La emperatriz de Doma ha muerto!”, se amansan las bestias en la loma desnuda al escuchar la desoladora noticia que detiene la espiral de destrucción. “¡Ha muerto la emperatriz de Doma!”, se extiende como la pólvora la funesta noticia que se repite insistentemente a uno y a otro lado del cerro intentando hacerla más comprensible al perplejo auditorio.

Sobrecogidos, la calma y el silencio se adueñan del entorno, haciendo audibles ahora los llantos desgarrados de Magdalena y Tazón, que atraen las miradas confusas de todos los allí congregados hasta lo que queda del devastado olivo.

De entre los restos del árbol, los niños son tomados en brazos y consolados, y disipada la brisa de cólera que nublaba la visión y la mente, reconocen al rapsoda Hespérides que, recomponiéndose las vestimentas después de su caída, se encuentra próximo al tocón desvencijado del olivo centenario.

“¡La emperatriz de Doma ha muerto!”, vuelve a escucharse con tono desvalido mientras sobrevuela la escena una paloma blanca que se posa en los restos del viejo olivo centenario.

“¡Ha muerto la emperatriz de Doma!”, intentan convencerse contemplando cómo la paloma blanca toma en su pico una ramita huérfana del olivo centenario y se marcha con ella volando lejos de allí.

“¡La emperatriz de Doma ha muerto!”

Qué tragedia que nadie en Doma conociera a su amada emperatriz por su nombre: Libertad.

 

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