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136. Midas

Mario Fernández Carrasco

 

El Sol, abrasador, caía a plomo sobre el páramo. Solo había visto una única sombra en todo el camino, la suya propia. La tierra árida, entorpecía sus débiles pasos. Hacía ya meses que había partido, si es que esa unidad de tiempo seguía teniendo aún algún sentido para él.
Las fuerzas ya escaseaban, al igual que el agua. La sed y el hambre empezaban a apoderarse de él. Sin embargo, esta última no era comparable a la que sufría su pueblo. Las cosas no serían muy distintas si se hubiera quedado allí. Su familia había reunido todo lo que hubieron hallado (que no era mucho) y lo había depositado en él, en ese viaje. Familia, la cálida y triste despedida, ese era el último recuerdo que tenía de ellos, ya vano, tenue, etéreo. Este quedaba ya tan distante en el tiempo, como en el espacio.
Como el polvo suspendido en el aire, que le impedía distinguir el camino y difuminaba la línea entre el cielo y la tierra. O como las esperanzas de que aquella larga travesía diera sus frutos.
Justo, entonces una ciudad blanca apareció en el horizonte, aquel horizonte volátil. De entre todo el polvo surgió una figura definida. Allí se erguía preciosa, majestuosa. Resplandeciente, dorada…
Al fin había encontrado vida, tras el yermo, tras largos y estériles días. Sintió sus fuerzas renovadas, como si la sola vista de aquel lugar, le hubiera devuelto el ánimo que había perdido corrió hacia allí, impulsado por una fuerza que hacía meses no conocía.
Se adentró en la ciudad, sin pensarlo, sorteando las casas blancas encaladas. Patios, ventanas, verjas, rampas… Podía sentir la brisa en la cara y finalmente, el Mar. Dio de bruces con la inmensidad del mar, allí en lo alto de un acantilado contempló el paisaje, de la pequeña ciudad, que encaramada a la roca permanecía casi suspendida en el aire. Sin embargo, no había tiempo para detenerse, debía encontrarlo.
Entre los techos blancos de las asas fue a dar con un jardín. Un jardín.

Antes de que pudiera articular una palabra… Oyó una voz.
—Sé lo que buscas… Y aquí no lo vas a encontrar. Muchos otros antes que tú, siguieron tus mismos pasos.
—Pero todos ellos, volvieron con las manos vacías… Volvieron, con las manos vacías, pues el oro que aquí se halla, no es sólido.
El hombre se detuvo, por un momento. Pero continuó: “Algunos se marcharon malhumorados, otros contrariados, aunque siempre unos de mejor grado que otros, pero todos, decepcionados… Y mucho me temo que tú correrás el mismo destino, tú junto a muchos otros hombres que queden por llegar.”
Se hizo el silencio. Solo el rumor de las olas del mar, rompiendo contra los acantilados, surcaba el ambiente. La brisa marina, acariciando las finas hojas del árbol silbaba una tenue canción.
El anciano respiró, giró su cabeza lentamente. Y para su sorpresa más allá de la sombra del viejo árbol, al otro lado de su jardín, sus ojos encontraron a un niño.
—No puedo irme. No puedo volver sin nada, porque tal vez entonces, no tenga ningún sitio al que volver. No me iré sin lo que he venido buscando.
—Me sorprende la fogosidad de tus palabras joven, muchos hombres han pasado por aquí, pero pocos han presentado tal determinación. No quisiera abatir tus ánimos, sin embargo, el resultado tal vez no sea el esperado.
El chico se mantuvo inmóvil, impasible.
—Pero habla hijo mío. Al menos deja que tu curiosidad marche saciada (si no tu afán de encontrar lo que buscas).
—¿Es usted el rey Midas?
—Ahhh… Lo sospechaba… Oro, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—¿Lo que buscas? ¿No es así? Brillante, hipnótico…
—No, señor, no es oro lo que busco.
Aquel hombre cerró sus párpados.
—Mi pueblo muere de hambre.
—¿Y pensabas que viniendo aquí encontrarías la riqueza suficiente para aliviar su sed?
—No. No exactamente, no sé si es riqueza lo que busco. Todo el mundo ha oído hablar del Rey Midas. En toda Grecia. Un hombre que consiguió convertir a su humilde reino, al borde de la desaparición, hostigado por la hambruna y la miseria, en uno de los más prósperos y ricos del mundo conocido. Y que todo lo que tocaba, lo convertía… en oro. Solo quiero salvar a mi pueblo, que al igual que el suyo padeció grandes penurias.
—Hmmm… El anciano suspiró. En efecto, este lugar no siempre fue la rica tierra que puedes ver hoy. Y tal vez haya algo de cierto en lo que dices haber oído.
El anciano miró al niño, y extendió su mano. La abrió y de ella cayeron al suelo dos pequeños frutos, que rodaron hasta llegar a los pies del chico.
—El regalo de Atenea… Ellos, los atenienses lo olvidaron. Lo abandonaron. Prefirieron la guerra. La tierra no era suficiente para colmar sus deseos y se hicieron al mar. Ni todo el tesoro de Delos podría saciar su ambición de riquezas. El mejor uso que dieron a los árboles fue el de construir barcos mercantes y de guerra. Una flota verdaderamente admirable, pero espantosa. Temida reina sobre el mar. En lugar de cultivar la tierra decidieron cultivar el arte de la guerra. Bien podrían haber elegido a Poseidón en lugar de a Atenea como a su protector…
El anciano guardó silencio. Miró a su alrededor y posó sus manos sobre una de sus raíces:
—Yo lo encontré y aquí floreció y prosperó. Sus ramas proporcionan sombra en verano, y su madera servirá para calentarte en invierno. De su fruto no solo obtendrás alimento. Las propiedades de su zumo retienen la vida y la belleza de los objetos cuando esta se desvanece. Sus hojas nunca caerán por voluntad propia. El árbol de la vida… Si los hombres del Norte lo hubieran conocido, habrían visto en él al mismísimo Yggdrasil. Es capaz de convertir esta árida tierra y agua, en oro… El secreto que los alquimistas buscarán durante siglos en vano, la piedra filosofal.
El hombre se detuvo y suspiró.
—El tesoro que grandes conquistadores tratarán de encontrar en lejanas tierras, sin éxito, cuando este se hallaba en su propio hogar. Orellana, Ponce de León… El Dorado, La Fuente de la Juventud…
El chico no entendió la mayoría de lo que el anciano rey estaba diciendo, pero aunque fascinado por sus extrañas palabras, su mente no podía dejar/abandonar el pensamiento de sus seres más cercanos, entonces le preguntó.
—¿Qué debo hacer? ¿Qué necesito?
El anciano esbozó una sonrisa: paciencia. Vuelve a tu tierra, con tu gente y llévalas contigo. Entiérralas, y muy pronto, brotarán. Un árbol de tronco anudado y resistente emanará de ellas.
—Pero mi pueblo muere de hambre ahora. Y por desgracia, temo que no podrá aguantar hasta el tiempo de la cosecha ¿Qué he de hacer?
Entonces el anciano, miró de nuevo hacia el mar. Dos guardias se acercaron al jardín y el hombre movió su mano en lo que podía adivinarse un leve gesto. Los guardias marcharon, pero no volvieron solos. El hombre hizo cargar dos burros con alforjas, llenas de aquel verde fruto.
—Con esto debe bastar durante el tiempo suficiente… Además, en esos cántaros que ves ahí encontrarás alimento para una larga temporada. El aceite los hará conservar todas sus propiedades.
El chico contempló todo lo que se hallaba antes sus ojos y se giró de nuevo hacia el anciano
—¿Cómo agradecérselo?
—No, no debes. Es un regalo… Ahora vuelve con tu pueblo, márchate.
El anciano tornó su cuello hacia el mar, y su mirada se perdió en el horizonte.
El chico montó a lomos del tercer asno y partió al frente de la caravana. No sin antes volver la vista atrás hacia el jardín una vez más:
—No respondió a mi pregunta. ¿Es usted el rey Midas?
—Yo, no soy más que un anciano sin nombre.
Y su voz resonó en el eco del viento, pues estas fueron las últimas palabras que se oyeron de su boca. Así, el joven dejó atrás la ciudad y volvió por donde había venido. Ya caía el Sol, en el horizonte, lejos, tras el mar. Y la sombra del chico a lomos del asno se proyectaba sobre el terreno. Miró hacia el suelo y vio algo peculiar en esto, algo de lo que no se había percatado, y es que ese burro no tenía más que una oreja. De contemplar el suelo tornó su vista atrás y entonces vio que a la luz del atardecer el blanco de las casas encaladas hacía a la ciudad resplandecer con el color del oro.

Y así, recorriendo la misma distancia que le había traído hasta aquí y que ahora le separaba de su reino retornó a su hogar. La distancia exacta, varía dependiendo de la magnitud que quieran atribuir a esta hazaña, aquellos quienes la cuentan. Su destino, nadie lo sabe con certeza, algunos afirman Etruria otros, Tartessos, pero una cosa es segura… Y es que su pueblo no murió de hambre, sino que se convirtió en uno de los más prósperos de todo el Mediterráneo y el olivo se extendió allá donde fue, más allá de los siglos y sobrevivió a este pueblo y a otros muchos, pero su legado se perpetúa a través del tiempo y todavía lo hace hasta nuestros días

 

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