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135. El asombro

José Antonio Vega Oncins

 

Al despertar aquella mañana, los habitantes del centro de El Puente notaron algo diferente en la luz. El cielo no estaba gris, ni mucho menos, pero daba la sensación de que el sol estuviera velado de algún modo, tal vez esas nubes deshilachadas que se ven a veces. Se extrañaron, dudaron, se asomaron mucho y no vieron otra cosa que la luz distinta.
Los que vivían en la parte alta del pueblo, donde empezaba el campo, sí que vieron. Creyeron que se habían vuelto locos, o que aún dormían, o que la Virgen o alguien por el estilo había hecho un milagro. Igual San Isidro Labrador, el patrón de la villa.
Mucho personal se iba ya acercando a la Almazara de La Vicaría, hombres y mujeres, niños y viejos. La gente salía de las calles laterales del Paseo y se unía a la marcha colectiva como afluentes a un río. Algunos iban algo asustados, muchos impresionados, y todos incrédulos. A excepción de Esmeralda la del Yoga, una mujer patilarga y como iluminada, que daba cursos de cosas etéreas y era muy espiritual y surrealista. Pensaba que la realidad era discontinua. O sea: que a veces había, y a veces no.
Ese día tocaba que no.

Una muchedumbre de olivos flotaba sobre la tierra, tal vez a unos cien metros de altura. Las hileras —que ahora veían desde abajo — no tenían fin, y se ondulaban remedando el suelo que habían dejado. Algunos árboles aparecían inclinados, como las laderas en que solían estar, y hasta los más retorcidos parecían jóvenes y brillantes, como si la luz que les atravesaba y la plata de las hojas los hubiera vestido de fiesta.
Muchos quedarían después con el cuello algo rígido, pero nadie podía apartar la vista del cielo. Era como ver el mar desde abajo, —el mar de olivos— y ver las olas quietas ondularse hasta donde la redondez de la Tierra las ocultaba.
La cabeza y la vista se perdían.

Todos los olivos se habían elevado con sus raíces, pero no caía tierra de ellas. Las raíces tenían más o menos el mismo volumen que la copa del árbol, aunque algunas la superaban bastante. Estructuras verticales y simétricas, los árboles flotaban en la mañana como si siempre hubieran estado allí. Las dos perras de Gloria la Enfermera, pequeñas y rezongonas, miraban también al cielo como en éxtasis.

El sol estaba ya más alto, y sobre los campos vacíos caía una luz tamizada, mucha pero no deslumbradora, y los puenteños se sentían ahora como debajo de un emparrado. El aire corría pegado a la tierra, y la brisa creaba una sensación de levedad y frescor. Las mujeres se cogían los brazos como abrigándose, casi todos los hombres estaban en jarras, todos los niños tenían la boca muy abierta. Sólo algunos viejos se habían sentado aquí y allá, apoyados en sus bastones, pasando ya un poco del fenómeno.
Esmeralda la del Yoga corrió a su casa a buscar un radiocasete gigante que tenía, y lo puso a toda tralla con las músicas relajantes y místicas que usaba para sus clases. Aquello fue ya lo máximo. O eso creyeron todos.

La obnubilación duró bastante, entre otras razones porque unos cuantos se habían traído algo de alcohol, y algunas otras cosas. Pasó mucho rato hasta que a alguien se le ocurrió hablar y sacó del trance a los vecinos. El Patólogo —le llamaban así porque se ocupaba de los patos del río—, era hombre menudo y muy sensato. Se subió a un poyete y, levantando los brazos como Moisés ante las aguas, se dirigió, elocuente, a sus convecinos:
— Y ahora ¡¿qué coño hacemos?!
Casi todo el mundo bajó la cabeza hasta su posición normal, y una sombra muy distinta a la de los árboles apareció en la cara de todos los que no eran ancianos o niños de pecho. ¿Cómo iban a ir a las olivas?
— Con drones —se le ocurrió decir a Fedou, un escultor francés que llevaba años en el pueblo. Era un tío muy digital y muy de la ciencia, y la solución le parecía obvia. Le miraron casi con más perplejidad que al fenómeno.
Pero lo cierto era que a ver si no: o volaban, o al cuerno la cosecha.

Todos volvieron a mirar al cielo, pensando —cada uno a su nivel— en cómo iban a hacer los aceituneros. Y, aunque ya se sabe que son altivos, nadie creía que esa condición pudiera elevarles más de unos palmos. Allí seguían los árboles, en sus hileras perfectas e inacabables, con las ramas mecidas y en suspensión casi silenciosa.

El pueblo se sumió durante días en una especie de estupor, una perplejidad parecida a la de los niños pequeños cuando se topan con algo del mundo que aún no conocían. También había tristeza. O melancolía, más bien (el pasmo no daba para más intensidad de emociones). “¿Qué vamos a hacer sin las olivas?”, pensaba cada uno para sí. La aceituna estaba enterrada en los tuétanos de generaciones de gentes que habían vivido de ella y con ella; y además, hasta no hace tanto, la gente de los pueblos apenas se alejaba de donde había nacido. Los olivos eran como un mismo ser con la gente, casi familia. Algunos hasta les hablaban.
Eran trabajo duro, pero también encuentro y vida, y alguna prosperidad para todos. Y ese cuerpo de los olivos viejos, esa especie de hermanamiento que tienen con nosotros al retorcerse con la edad.

En fin, que El Puente no salía de la estupefacción.

Pasaron unas semanas y el fenómeno se hizo famoso. Hubo sugerencias de todo el país, y hasta de fuera, y llegaban curiosos y turistas a contemplar la maravilla, pues la verdad es que lo era. Se pensó en bajarlos con cuerdas, pero la idea se desechó por compleja e interminable. Bajar miles de árboles uno a uno, menudo curro, y eso suponiendo que pudieran moverlos. ¿Y cómo podrían volver a asentarlos en el lugar y espacio exacto que había dejado cada raíz?
Llovió dos o tres veces en esos días, y la gente iba a tumbarse en los campos bajo el goteo del agua retenida en las hojas, que caía un buen rato tras la lluvia. Y se creaba otra lluvia nueva: lenta, casi suspendida también, y el sol creaba colores al atravesar millares de gotas.

Hasta que llegó el tiempo de la aceituna, y la picual entró en sazón, y empezó a chispear aceite como en agujas o filamentos, alargado y brillante. No en gran cantidad, pero constante y muy hermoso. En pleno otoño, todos los días eran de luz dorada, y los marroquíes y rumanos que iban llegando para la recogida se sentaban atónitos en el camino, antes de alcanzar el pueblo, sobrecogidos por aquella belleza nueva.
De pronto, un día, los olivos empezaron a bajar de forma casi imperceptible. Descendían casi quietos, mientras un vientecillo les revolaba las hojas. ¡Milagro!, volvieron a pensar algunos. Y tal vez lo era.
Tardaron días en acercarse a la tierra. Bajaban todos juntos, conservando la formación, hasta que una tarde se detuvieron a unos doce o quince metros del suelo. Empezó a caer el fruto, lentamente también, y la gente colocaba remolques, pequeños camiones y furgonetas, canastos y sacos, o recogía la aceituna a manos llenas, con alegría incontenible. El fenómeno sumergió al pueblo en una atmósfera de bendición y gratitud, como si alguien o algo hubiera querido compensar tantos siglos de vida penosa y sometida. Las aceitunas, fragantes, bailaban a ratos en el aire frío.

Los árboles, recogido todo el fruto y ya desnudos de él, terminaron por posarse blandamente cada uno en su lugar, cada raicilla penetrando con suavidad y exactitud en la diminuta galería que había dejado al elevarse.
El campo volvía a ser como antes, pero la gente no. Eva la psicóloga del Centro de Día y Charo la cocinera del Río, se ocuparon de alimentar mentes y cuerpos con cosas nutritivas, pues los vecinos y temporeros, a pesar de la abundancia y la maravilla, habían quedado casi todos con una especie de estrés postraumático y fascinado, y algunos hacían majaderías o ponían caras y gestos extraños. Esmeralda la del Yoga se entregó a tope en sus espiritualidades solidarias.
Muchos se asomaban al campo a cada rato, por ver si los olivos querían levantarse otra vez.

Vinieron muchos meses de lo de siempre: los olivos en su sitio, la primavera abrumadora y el calor denso y asfixiante del verano. Pero al final, a su tiempo, todo volvió a la normalidad nueva y deseada, y los olivos estaban otra vez allá en lo alto, velando el cielo y alegrando la tierra con la promesa de su fruto.
Uno de aquellos primeros días de la estación, los contempladores del fenómeno divisaron a un tipo con gorra que guiaba con esfuerzo un arado de mano. Delante de él, iban dos bueyes muy mansos. Era Isidro, que se aparecía cuando le daba.
El bueno de Isidro, santo y currante varón, se quitó la gorra y la agitó en el aire saludando a todos. Luego, como sabiendo que todas las cubas y alcuzas quedarían de nuevo rebosantes de aceite, se elevó él también, con bueyes y todo. Atravesando la ondulación de olivos, se perdió entre las nubes, llevándose consigo una ovación entusiasta y más que merecida. Los olivos en el cielo parecían cantar, rodeados de pajarillos como los ángeles de los cuadros.

 

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