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132. El olivar de Carlos

María Daniela Palmero

 

Carlos era el dueño del olivar que llevaba su nombre. Su abuelo había adquirido el terreno casualmente el día que su hija le anunciaba su embarazo. El abuelo era terco y obstinado tanto como trabajador y disciplinado, características que aseguraron el triunfo de su actividad olivícola, sobre todo porque a sus inicios no sabía qué debía hacer o por dónde comenzar. Peculiaridades que también le asegurarían, debido a su insistencia, que bautizaran al niño con el nombre de Carlos. La manipulación fue tal que no hizo más que, a la semana, colocar una tranquera con un cartel de madera rústico, tallado, que decía “El Olivar de Carlos”. Por supuesto, el viejo no sólo tenía el nombre de su nieto sino que también el destino del chico. El viejo aprendería primero, luego forjaría una pequeña empresa comercializando sus productos y –a la edad de catorce–  le empezaría a enseñar a Carlos para que, finalmente, éste se hiciera cargo del emprendimiento. Así compartiría con él días maravillosos, en un ambiente de trabajo y prosperidad (porque –para el viejo– no había otra opción que la de ser exitoso). A sus dieciséis o, quizás, dieciocho le donaría el campo aunque él continuaría con el usufructo. Si bien Carlos sería un nieto estupendo el viejo también era precavido y, para esas alturas, ya tenía programado terminar sus días viviendo en el campo. Tal vez meciéndose en alguna hamaca desde donde vería la pequeña fábrica.

La tranquera y el cartel fueron los puntapiés para diagramar qué seguiría. Mantuvo algunas conversaciones, a la hora de la siesta, con Don Ignacio quien se dedicaba hacía varios años a la elaboración de aceite de oliva. Don Ignacio, conocido en el pueblo por su bonhomía y amabilidad, lo animaba con el proyecto – tal vez sin siquiera considerar que el viejo llegaría a ser una buena competencia. Conocía su capacidad de entrega y organización para hacer que cualquier proyecto funcionase y él sabía, además, que los árboles no necesitarían de extremados cuidados ni condiciones (de suelo y clima) para que dieran buenos frutos ni que la producción de aceite fuese una ecuación complicada.

El viejo, pillo, también lo sabía; por eso había decidido comenzar con la actividad a pesar de no tener nada, ni siquiera conocimientos. Así, de cero nomás, se tenía confianza. Como la había tenido siempre o de temerario quizá. En un círculo de no identificar si había sido primero temerario y frente a buenos resultados emergía su confianza, o de su confianza se lanzaba a hacer cualquier cosa que luego le funcionaba. La cuestión era que el hombre era lanzado pero no torpe y ésta podía ser una buena oportunidad para que, ya a sus cincuenta y pocos, le diera ese vuelco a su vida sedentaria, de escritorio.

Empezó por plantar los suficientes árboles de picual, cuidadosamente elegida –la especie de los olivos– por su estabilidad, su adaptabilidad a climas fríos y sus frutos tempranos. El viejo también era paciente y tres años para ver los frutos no era un lapso significativo para él. Además, le venía bien para capacitarse y montar la pequeña fábrica para la producción de aceite y los galpones donde se seleccionarían las olivas.

En el transcurso de ese primer año el viejo se hizo la casa. Tal cual la quería. La choza era austera pero construida con materiales sólidos. No por falta de dinero sino que él se hallaba más cómodo en las simplezas. El podía regodearse en sus libros, en su ordenador. Para él no había mayor beneplácito que invitar a Don Ignacio a la hora de la siesta. Así no cocinaba, tarea fastidiosa para él. Y así, entre el ruido de su cafetera y los pájaros, se perdían en conversaciones, donde discutían los libros que habían leído y se prestaban, hasta que los mosquitos empezaban a visitarlos, y los obligaban a entrar a la casa– sin darse cuenta del tiempo más que por los bichos y el anochecer – cuando al viejo no le quedaba más opción que cocinar algo para los dos. Don Ignacio, acostumbrado a que siempre fuera igual, guardaba un vino en su camioneta y entonces, disimuladamente, ofrecía ir a buscarlo con la excusa que el tinto estaba allí de casualidad. Eran tan metódicos que a la tarde discutían de libros pero la noche se prestaba para hablar del olivar y los proyectos del viejo.

Pronto construyó el galpón donde se trabajarían las olivas. Allí instaló las prensas y otras máquinas. Aún faltaban detalles y todo el personal pero aún le quedaría un año. Lo último en hacer fue la casa de Carlos que, por supuesto, viviría allí hasta –quién sabe– con su propia familia. Esta era mucho más ostentosa que la del viejo aunque por ahora sin muebles. En un acto de generosidad pudo haber dilucidado que tal vez fuera Carlos el que decidiera qué muebles poner.

Todo estaba más o menos resuelto para el viejo excepto porque en el embarazo se había peleado con su yerno y –desde entonces– los lazos con su hija se habían cortado. Sus años le habían dado la experiencia que el tiempo desvanecería la euforia y la bronca; y que la incondicionalidad de la sangre prontamente volvería a estrecharlos. Para el viejo – que no lo era tanto, pero así lo llamaban sus contemporáneos desde sus veintes por su falta de ganas de parrandear – el problema no era su hija. Nunca tuvo demasiado por compartir con ella, ni siquiera su crecimiento. No entendía sus temas ni se esforzaba. El punto era Carlos. Debería, según sus cálculos, empezar a frecuentarlo cuando éste tuviera siete u ocho. Edad que, el viejo pensaba, estaría lúcido para comprender algunas cuestiones del negocio y, entre savia y verdes, pudiera divertirse y jugar.

Don Ignacio le llevó el mejor de sus vinos para festejar juntos la apertura de “El Olivar de Carlos”. El viejo, ya inmerso en el mundo de las aceitunas, lo recibió con una picada prolijamente cortada y separada por salames, jamones, aceitunas de su cosecha y quesos varios que se ofrecían en una tabla de madera desvencijada y se acompañaban con el pan casero de María, la encargada de la estancia. Esta vez festejarían su logro. El viejo le haría un mini tour por las instalaciones. Pero Don Ignacio, como buen hombre y paciente, le ofreció estar en la galería un rato más argumentando alardear de ese festín para los sentidos: el olor a olivas, el cantar de los pájaros, algún colibrí que se colaba, el horizonte infinito bajo el cielo celeste que los contemplaba. El viejo disfrutaba de ese escenario pero no estaba habituado a hacerlo, deliberadamente, en compañía. Incluso, viejo astuto, desconfiaba de Don Ignacio que ahora le abría esa nueva jugada. El viejo era de demostraciones escasas, la piel dura que – muchas veces era un recurso para tapar sus emociones que él bien sabía no tenía idea de cómo expresar. También era honesto y directo, le gustara a quien le gustara, y al Don ya lo apreciaba para encima andarse con rodeos. Bastó una vez y su amigo –directo pero amable– le ofreció su oreja para que desembuchara. Lo veía taciturno y enojado, o quizás triste. No lo conocía tanto como para diferenciar. El viejo –sin dudarlo– le contó lo de Carlos o, más bien, lo de su hija y su necesidad de conocerlo.

Ignacio, que tenía más vida y más ceremonial, lo convenció para que se acercara a ella, disculpándose si fuera necesario. No se supo si fue por mera conveniencia, cariño o genética pero a los nueve de Carlos él provocó el encuentro con su hija. El viejo, por primera vez, sentía miedo. Quizás al rechazo o  al ridículo. Como sea, el encuentro se dio lejos de El Olivar. El viejo, presuntuoso de lo que había conseguido con aquel terreno, le llevó una bolsa grande de regalo con una fotografías impresas de la estancia que María había sacado, unos cinco litros de su aceite extra virgen con ese alto contenido oleico (tan característico de sus olivares Picual), un envase de pasta de aceitunas y un frasco con sus mejores olivas. La bolsa llevaba pegada, con cinta adhesiva, una ramita de olivo. El viejo – de todo lo que había capitalizado – entre charlas y la web, le había llamado la atención que estos árboles –que ahora cultivaba– habían sido considerados sagrados por los fenicios, los griegos y los egipcios y que, desde tiempos del Antiguo Testamento a la actualidad se utilizaban como símbolos de paz y prosperidad.

Seguramente con esta carta de presentación su hija estaría orgullosa y no le demandaría quién sabe qué. Sin embargo –y como casi siempre sucede– el miedo había crecido con los años y el enojo no había sido para siempre. No hicieron falta los regalos ni la extensa charla. Apenas se vieron, el viejo se disculpó y se abrazaron llorando. El viejo ya rondaba en los sesenta pero la intemperie y las caparazones lo hacían ver mucho mayor. Tal vez por eso su hija se apiadó o tal vez era –como él creía– la incondicionalidad del clan familiar. Todo iba viento en popa hasta que se enteró que Carlos no era Carlos, sino Gastón. Qué desilusión, al viejo no lo mataba nada ni mucho le importaba demasiado pero aquello era un sacrilegio, una irrupción a su moralidad. Tantos años, casi una década, haciendo de la misma nada un imperio sagrado. Las etiquetas de los frascos, los envases, la tranquera, los guardapolvos del personal,…Todos hacían culto a El Olivar de Carlos, los de adentro y los de afuera: clientes, proveedores, el personal y no existía persona en aquel pueblo que no los conociera y los respetara. Y Carlos era ahora tan sólo un imaginario.

El viejo se dio cuenta que tenía dos caminos: enojarse y perder nuevamente a su familia o aceptarlo. Don Ignacio le había enseñado a no reaccionar, a pensar sigilosamente antes de hablar y –de no estar convencido– no decir una palabra. Por supuesto que su cara lo deschavó pero él, impertérrito, tomó una pausa –mientras se consolaba pensando que aún le quedaría la posibilidad de instruirlo en la industria para dejarle el legado– y finalmente exhaló pronunciando su nombre, sin más.

Los años fueron pasando. Gastón visitaba seguido al viejo, los martes y sábados. Era gracioso y tierno ver cómo el abuelo se esforzaba para que el adolescente tomara las riendas de la estancia. Sin embargo el viejo se hacía más viejo mientras su nieto estudiaba medicina en la facultad. Gastón y su madre conocían las expectativas del viejo, y se basaban en ellas para justificar su dejadez. Don Ignacio ya no estaba en este plano terrenal. Y era María, la encargada, quien realmente había acompañado al viejo en el crecimiento de su trabajo y –a pesar de verlo cabizbajo– le recordaba una y otra vez que gracias a su nieto, Carlos, él había podido montar todo aquello que había resultado un verdadero e indiscutido éxito.

 

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