130. La cosecha
Cuando despertó esa madrugada, Amana sabía que el gran y querido olivo florecería. Esta cosecha será especial, ella lo presentía. Muy despacio para no despertar a Walter se acercó a la ventana para escuchar, una vez más, a su amado árbol mecerse junto con el viento. Él, legendario y compañero, era donde ella se extendía a lo largo y ancho bajo su sombra para imaginar a Oliveira haciendo el amor con la maga.
En este mismo árbol, Amana había colgado sus zapatos –hace ya muchas lunas– para invocar el espíritu de sus ancestros y pedirles la acompañaran en su caminar. En aquel entonces ella jugaba bajo su sombra con sus amigos: sólo ella los veía, sólo ella sabía sus nombres. Cada tarde luego del colegio y el cuido de las plantaciones más cercanas, Amana se sentaba en el jardín con las piernas cruzadas y una gran taza de aceitunas para compartir con sus incansables amigos. Ellos eran puntuales, acudían cada vez que ella los llamaba con sus pensamientos. Los amigos de Amana deslizaban sus manos entre las ramas del frondoso árbol mientras ella se preguntaba “¿Acaso quieren atrapar un poco de la madurez de mi querido árbol?” Amana no lo sabía pero tampoco les preguntaba a sus amigos por cuanto ella intuía la respuesta.
Una de esas tardes durante la época de la cosecha, Amana puso la gran taza de verdes semillas en el medio del gran árbol y hasta allí sus amigos fueron con ella. Divertidos, burbujeantes por el encuentro, se dieron a la tarea de regar las semillas. Vino el viento, aulló con ellos. Vino la lluvia, se prendó de sus cabellos. Amana y sus amigos, raudos y veloces, emprendieron la fuga.
Tardes llegaron, tardes se fueron y Amana se estiraba al paso de las estaciones. Sus amigos se fueron ausentando poco a poco, ya les era difícil venir a su llamado. “Estamos ocupados”, le decían.
“Tiempo, dame tiempo,” murmuraba Amana mientras refrescaba sus manos al finalizar la diaria faena en los campos plantados de olivares.
En esta madrugada, Amana palpa su vientre, ardoroso nido de aves cantoras, libres, testigos de las horas sin pausa, sin límites. Ella sabe que esta vez es posible poder acunar en sus manos sus cortas alas, darles calor hasta que emprendan su propio vuelo y salgan a surcar los ingrávidos mares celestes. “Así sea”, es el pensamiento de Amanda mientras lee.
Con sumo cuidado, Amana alcanza el portal de su casa y avanza hacia el lugar en su jardín donde el árbol de las verdes semillas está susurrando palabras ininteligibles para cualquier oído extraño a él. Hay un hilo del viento que trae brisas tonales, hay un circulante aroma que busca las manos de Amana. Ella así lo percibe. Entre el espacio y sus percepciones los va encontrando. Esta vez el árbol está recubierto de un singular halo: no sabe si es plata u oro, no lo distingue por completo. Tan sólo lo va viendo mientras entreteje sus pensamientos con los hilos hechos con las verdes semillas. Mientras lo hace, busca alejar de su frente los ateridos surcos del pasado invierno cuando el gran árbol susurrante perdió sus hojas y semillas al mismo tiempo que ella se desgarró por dentro. Ese invierno los dejó exhaustos, casi inermes y aun así sabían que la primavera traería nuevos tonos a sus pieles y madera. Con la llegada de la estación florida comenzó el proceso de resiembra: en el cuerpo y en la madera, en la tierra y en sus simientes, en la espera y el apurado paso del diario quehacer. “No es el mismo tiempo,” Amana lo trae desde su garganta a la boca y lo suelta para ser escuchado en las cercanías y sus adentros. “Este es el momento adecuado: hay un paso adelante, hay un riego permanente, hay una gran cosecha por venir,” canta la boca de Amana. Amanda, con la suya, degusta las suculentas aceitunas a la par del vino casero heredado de sus padres quienes a pesar de ya no estar con ella siguen vivos en su corazón. También saborea el pan horneado por sus manos y bañado en el aceite proveniente de las verdes semillas, todo esto lo hace durante el anochecer en el pueblo de su niñez. En ese mismo lugar, Amana recorría sus calles bajo el ardiente sol y con su sonrisa refrescaba a los vecinos que a su paso encontraba.
En este mismo pueblo, hace muchos años, Amana encontró a su primer amor: ese que te llena el estómago de mariposas, ese que te hace agua la boca, ese que te lleva de la mano con los ojos cerrados de tanto resplandor que traes por dentro. “Detente, deja de poner tus pensamientos en la boca de Amana”, se reclama Amanda. En aquel tiempo, aconteció que Amana conoció a Ignacio en una tarde del eterno verano en el pueblo de sus ancestros. Esa tarde, Amana visitó a sus primas. Junto con ellas estaban Ignacio y su tía Anastasia quien era la fiel compañera de sus hijas cuando recibían a sus amigos. Una vez hechas las presentaciones, con Amana sentada al frente de Ignacio, lo demás fue un intenso intercambio de miradas y frases bien expresadas al compás de una buena taza de humeante café junto con la infaltable bandeja de aceitunas acompañadas con rodajas de pan caliente. Al despedirse, Amana extendió una invitación a sus primas para que la visitaran en los próximos días y sugirió que Ignacio podía acompañarlas. Si él quería, por supuesto. No faltaba más, el mozo dijo con un “Encantando estaré” y así lo hizo.
Muchas visitas se sucedieron, las familias se conocieron, y cuando Ignacio le propuso a Amana tener una relación de noviazgo ambas familias estuvieron de acuerdo. En aquellos días, Amana empezó a ordenar pensamientos y acciones: “Ahora es necesario saber dónde vamos a vivir una vez casados, ahora tengo que ampliar mis pertenencias y querencias, ahora he de aprender a compartir tiempo y espacio”. Entre estos acontecimientos ya habían pasado unos cuantos meses del compromiso y aconteció, oh infortunado momento, que a Ignacio le entró una duda por los ojos y así se lo expresó a Amana en una calurosa tarde: “Sabes que te amo con todo mi ser. También sabes que en ti tengo puestos mis mejores pensamientos y acciones. No obstante, ha venido a mi mente una pequeña pregunta la cual ha revolcado mi alma desde entonces y como de ti no quiero ocultar nada te la hago en este instante: ¿No estaremos apresurando esta unión? Tú eres tan joven y yo estoy dando mis primeros pasos de la madurez.” Amana, con la cara más pálida que la luna, le respondió: “Ignacio, si bien es cierto que soy muy joven no pretendo obligarte en nada. Así que te relevo de cualquier promesa que me hayas hechos respecto a nosotros dos. Nada quiero si es obligado o lleno de espacios en blanco.” “Maldito orgullo el de ella, maldita duda la de él,” saltan desde la cabeza de Amanda tales palabras mientras la bandeja junto con sus verdes semillas van a regarse por el suelo.
A partir de ese infausto momento, Amana no pudo recuperar la confianza en Ignacio. No fue suficiente que él le suplicara que retomaran lo dejado bajo el árbol de olivo aquella infausta tarde. “No, no y no” fueron las inapelables palabras repetidas sin cesar por Amana y sus queridos ancestros estaban de acuerdo con ella. Vino el tiempo, que llega y pasa sin ser llamado o bienvenido y una amiga de Amana, cuyo nombre queda reservado, le dijo que había visto a Ignacio de la mano con una joven de familia conocida por ella y, al parecer, estaban comprometidos. “¡Mío es el infortunio en esta mal habida hora!”, gritó Amana bajo la sombra del olivo y con cara al poniente por donde asomaban las primeras luces de la noche sentenció: “Si mío no habrás de ser, quieran todos los vientos ancestrales que hoy me acompañan que no tengas un minuto de calor de hogar en esta relación que vas a formalizar. Quieran ellos que no encuentres alegría y felicidad con tu futura esposa y en tu cama te sientas solo e incompleto.” Así fue para desdicha de todos. Por mucho, mucho tiempo Amana sintió que ella era la culpable del infortunado recorrido matrimonial de Ignacio. “Necesito despejar mis ojos,” piensa Amanda mientras va a buscar otra bandeja de verdes semillas junto a más pan, aceite de olivo y vino.
Aconteció un nuevo giro alrededor del sol, luego otro y otros más. Amana prosiguió con su vida: madurando en cuerpo y acciones cada vez, trayendo nuevas emociones a su diario quehacer, aprendiendo a ser más ella, menos los demás. Así fue prodigando en cada persona que conocía el mejor presente que podía darle: tiempo y atención. En este proceso de conocerse, perdonarse y encontrarse conoció a Walter. Querido él, con una visión de la vida llena de las mejores opciones: ser, enseñar a ser y dejar ser. El cortejo esta vez fue breve y tras un espacio de mutuo conocimiento se unieron. “Cada día es un nuevo sabor y aun así tú siempre perduras,” acariciaba Amana a su querido olivo al decirle las buenas nuevas de su amorosa unión con Walter. Juntos, decidieron asentarse en los campos de olivos de los ancestros femeninos y allí comenzaron su nueva aventura. Al mismo tiempo, Amana logró abrazar la mejor expresión de la fe: humana, real y llena de profundos sentimientos compartidos. Los cuales a veces son gloriosos, otros llenos de salados sudores, cuando más apetecibles y servidos con el más sincero amor en el diario acontecer de la vida. “Admirable”, se dice Amanda y sus manos no dejan de aplaudir.
“Esta será una gran cosecha. ¿Cómo lo sé? Porque todos mis huesos se estremecen, toda mi sangre está en creciente y tú amado Walter verás desarrollarse a nuestra progenie,” libera Amana sus pensamientos al sentir que entre sus piernas corre el torrente de vida por nacer. “Despierta Walter, despierta amor. Amalia está por nacer”, pide con urgencia Amana a Walter al retornar apresuradamente al dormitorio.
Veintiún horas después nació Amalia, mas su relato de vida tiene sus propias páginas aparte.
Al finalizar la lectura, Amanda se levanta, deja sobre el mesón el escrito de Amana y se repite frente al espejo “No hay en el mundo mayor placer que abrazar el presente para hacernos un día más”. Todo lo que ha encontrado en estas páginas es parte de su historia familiar la cual podrá ser contada más adelante o tal vez no.