
129. El tesoro del bosque
Cuenta la leyenda, que la diosa de la luna, Selene, había sido generosa con los Suibas, les había otorgado tierras fértiles y cosechas abundantes. Los amaba tanto, que al de jefe la tribu le otorgó una semilla, la cual sembraron en lo profundo del bosque.
De la semilla, brotó un árbol de olivo y de sus raíces surgió un riachuelo, el cual, se fue ensanchando a lo largo del bosque, llenándolo de vida. Los Suibas se situaron en la ribera del naciente río, y llenaron las laderas de las montañas de frondosos árboles de olivo.
Desde entonces se dedicaron a la oleicultura y se volvieron famosos por sus aceites, lo cuales eran capaces de curar cualquier enfermedad y dolencia. Su fama se extendió por toda la región. Pasaron los años, los siglos y aquella tribu se transformó en un pueblo lleno de vida, próspero y amante de la naturaleza.
Muchos fueron los que quisieron conocer su secreto, pero jamás lo consiguieron. Siempre hubo valientes hombres que defendieron con sus vidas la paz en las tierras de Suiba.
Aquel día era como cualquier otro. Los rayos del sol acariciaron las copas de los árboles, tiñendo sus hojas. La suave brisa de verano recorrió el bosque y las aves revoloteaban y entonaban sus cantos. Los hombres se levantaron con el alba, dispuestos a empezar una jornada dura de trabajo, el festival se acercaba pronto y debían prepararlo todo, las mujeres acompañaban a sus esposos y los niños jugaban cerca de los cultivos, mientras la faena era concluida.
Eran un pueblo lleno de alegría, agradecidos con sus dioses, vivían en armonía con los otros pueblos, lograron construir una civilización digna de admirar, justa y equitativa. Su jefe, era un hombre justo, benévolo, audaz y muy inteligente, lleno de la sabiduría que otorgan los años. Había logrado unificar las tribus en la región y sus hazañas eran contadas como leyendas.
En su juventud fue una persona valiente, capaz de vencer a diez hombres con su gran fuerza, reconocido por echar a los nómadas que quisieron destruir los campos de olivos, por evitar la quema de estos y enseñar a su pueblo amar a la naturaleza.
Aunque los años podían verse en las arrugas de su cara, poseía aún su fuerza, ni los años ni el cansancio evitaba que día a día trabaja la tierra como sus ancestros le habían ensañado. Y todos los días al atardecer se dirigía al corazón del bosque donde emanaba el río, a los pies de ancestral árbol de olivo, para agradecer a los dioses, sobre todo a la diosa protectora Selene. Ofrecía sacrificios de animales y ofrendaba los mejores frutos recolectados en la cosecha, y con esto agradar a la diosa para que les proveyera de abundantes bendiciones sobre su tierra.
Faltaba poco para el festival en honor a la luna, una vez al año, todo el pueblo se reunía alrededor de una gran fogata donde bailaban y entonaban canciones de alabanza, de guerra y de amor. Se contaban historias de hombres fuertes y valientes, de mujeres intrépidas e inteligentes. Se reunían bajo la gracia de los dioses.
La comida abundaba y la bebida saciaba la sed de los hombres que trabajaban de sol a sol en los campos de olivo.
Mientras todos trabajaban en el campo, un estrepitoso ruido alertó a los guerreros y a los largo se veía una columna de humo negro alzarse sobre las montañas, asustados corrieron hasta la presencia de del jefe Adiact, el cual no dudo de tomar a sus guerreros y dirigirse al lugar donde provenía el humo. Temiendo que se tratase de otro voraz incendio, corrieron a prisa para sofocar las llamas antes que se propagara por sus preciados cultivos, pero al llegar vieron algo que jamás habían visto.
Asustados no podían creer lo que sus ojos miraban, eran hombres montados sobre bestias que ni en los cuentos habían escuchado. Eran criaturas que los sobrepasaban en tamaño, y los hombres sobre ellas se miraban imponentes y altivos.
Temerosos, aguardaban entre los arbustos, mientras los escuchaban hablar en una lengua extraña, portaban en sus manos grandes estandartes que ondeaban con el viento que se abría paso entre ellos.
De pronto, el jefe Adiact saltó y paró frente a ellos, las bestias se sobresaltaron parándose sobre sus patas traseras. Los hombres que las montaban también se asustaron, se miraban mutuamente y de reojo a Adiact. El jefe era astuto y lleno de sabiduría y con su mano les hizo una reverencia y varios gestos amigables, levantó la mano y tocó su corazón.
Uno de los hombres desmotó al animal, y se dirigió hacia él, de manera sigilosa, extendió su mano de manera pacífica, Adiact estaba inerte, a la espera de algún movimiento, el extraño hombre tomó su mano y con suavidad la estrechó con la suya. En ese momento Adiact sintió confianza de aquellos hombres y poco a poco sus guerreros empezaron a salir.
Los invitó al pueblo, y al llegar los habitantes se quedaron asustados y maravillados de a los peculiares invitados. Se reunieron alrededor de ellos, intrigados, pero a la vez atónitos de conocerlos. La diferencia de idiomas pareció desaparecer cuando los Suibas empezaron a llevar regalos, y los hombres, a los cuales apodaron Chipauak, que significa blanco, fraternizaron con los habitantes del pueblo.
Llegado el día del festival, los Chipauak eran los invitados especiales, se les trató con honores y fueron recibidos como hermanos.
Estaban reunidos ante la gran fogata, la cual era alimentada con troncos secos de los árboles de olivos y la luna los acobijaba con su manto negro. La música amenizaba el ambiente, había bebida y comida en abundancia y los Suibas reían y hablaban entre ellos.
De pronto, la música paró y el silencio se apoderó del lugar y de una tienda salió una joven hermosa, de cabellos negros y largos, sus ojos de color miel, y su piel era del color de la canela. Su rostro era fino de facciones dulces y finas.
Uno de los Chipauak, llamado Francisco, quedó sorprendido al ver tanta belleza y se enamoró de ella, de inmediato, la joven empezó a danzar, moviendo sus manos y sus caderas al ritmo de los tambores. La joven era la única hija de jefe del pueblo, su nombre era Xóchitl, que significa flor, y su belleza era igualada a las flores de los árboles de olivo.
Xóchitl, al ver al verlo también quedó enamorada de él, y sin pensarlo empezaron un romance a escondidas. Todas las noches se veían a los pies de árbol de olivos en el centro del bosque. Ambos jóvenes se veían con amor, con el paso de los días ella enseñó a hablar su dialecto y él enseñó el suyo.
Algunos hombres Chipauak no veían con buenos ojos esa relación, puesto que el joven era el jefe de la expedición, general encargado de conocer esas recientes tierras, y trataron de convencerlo para que dejase ese mal amor, pero por más que insistiesen, él, no podía dejar de pensar en ella.
Por otro lado, el jefe Adiact y el consejo de ancianos ignoraba por completo aquella relación, ya que Xóchitl, la ser la única hija y futura gobernante de los Suibas, estaba comprometida con un joven de del pueblo, llamado Teulth, un guerrero y amigo cercano de Adiact.
Con el pasar de los días, los extrajeron vieron las riquezas del pueblo, y quisieron más de lo que los habitantes les obsequiaban y en secreto planeaban apoderarse del mayor tesoro, pensado que se trataba de joyas, oro y diamantes.
Después de varios días, el tiempo de partir había llegado, pero Xóchitl no quería ver partir a su amado, así que en secreto planeó huir con su amante, sabiendo que eso destrozaría el corazón de su padre, ella fingiría su muerte. Con ello, podría huir a las tierras de Chipauak y vivir su amor sin temor y barreras. En secreto preparó un brebaje que la haría parecer muerta, pero en realidad estaría en un sueño profundo.
Al caer la noche lo tomó y cayó al suelo, inconsciente el color de piel había palidecido y sus labios se habían tornado oscuros y fríos. El jefe lloró y lamentó la repentina muerte de su única hija y la lloró desconsoladamente.
Uno de los Chipauak aprovechó la oportunidad y convenció a Teulth que Xóchitl había sido envenenada por el jefe de la expedición, el cual la amaba en secreto y no permitiría la unión entre él y ella. Enfurecido, Teulth tomó su lanza y la clavó en el corazón de Francisco, sus compañeros al ver muerto a su general, tomaron sus armas combatieron contra los Suibas.
Luego de tres días Xóchitl despertó de su letargo, y quiso buscar a su amado, salió de la cueva donde su cuerpo había sido enterrado y se dirigió a buscar a Francisco, pero mientras caminaba observó un paisaje desolado, los verdes árboles de olivo que rodeaban el pueblo se habían marchitado y solo quedaban ramas secas y troncos huecos. Asustada, se dirigió hasta el pueblo, pero solo encontró escombros, casas quemadas, calles áridas y a ningún habitante cerca.
Desconcertada, busco a por todos lados a los Chipauak, pero no encontró a nadie. Triste y sin saber qué había pasado, se dirigió hasta el árbol madre, en el centro del bosque, pero al llegar, se sorprendió al ver que el árbol estaba seco, había botado todas sus hojas y el rio que brotaba de sus raíces, estaba seco. Pero lo peor fue que en una de las ramas secas, colgaba el cuerpo sin vida de su padre.
Al ver tan terrible escena, se dejó caer en la tierra y empezó a llorar. De pronto, una mano tocó su hombro y con voz quebrada dijo: – Nuestro valiente jefe luchó hasta el final. El invasor quiso apoderarse de nuestro tesoro, pero ignorando que nuestro tesoro, eran las riquezas que la madre tierra nos da, masacró a nuestro pueblo y esclavizó a los que quedaron vivos.
Al morir el jefe Adiact, murió la magia, y lo que una vez habían sido verdes campos, vibrantes de vida, hoy son tierras muertas y estériles. El ancestral árbol secó sus raíces y murió con él, y el río que brotaba, lavó la sangre de su pueblo y luego secó su caudal.
Invadida de tristeza y dolor, Xóchitl quiso quitarse la vida, para acabar con ese sufrimiento, pero Selene se apiadó de ella y la transformo en un pequeño puche de oro y la nombró guardiana de los tesoros de Adiact. La princesa transformada en puche, hizo su guaria en las raíces secas del olivo, pero la sangre de Adiact y los Suibas, hizo retoñar al árbol.