MásQueCuentos

128. Civilización

Violeta Sáez Garcés

 

«Hay bien que cien años dura».

«Cerril y ladeado, crece, olivo centenario».

Ella quería ser maestra. Con siete años, situaba al «nene» junto a su «queca» y dejaba entrar al gato a escondidas sentando a los tres en el umbral de la casa—cueva.
Entonces, comenzaba una ruda lección de botánica (o, tal vez, de matemáticas), basada en el reparto de hojas, ramas y frutos del gran olivo de la entrada.

¡Te he dicho que no des eso a tu hermano! ¡Se va a ahogar!
El gato salió disparado y se refugió en la copa del vetusto árbol, como tantas veces hiciera ella huyendo del castigo.
Si la alpargata volaba, ella trepaba las ramas, ágil; se balancea, mas jamás caía.
Desde lo alto, aprendió la forma de las constelaciones, el misterio de las mariposas, el origen de la vida.
No puedo con esta niña, te hartas de llamarla y ahí está «escondía». Luego me viene con unos cuentos… Que si la Antonia se besaba con el Paco el otro día…
Pero a ella le importaban bien poco tales chismes, solo contaba a su madre lo que veía mientras prendía un candil o bajaba al aljibe.
Cada tarde, cada noche, una aventura distinta, nunca más lejos del árbol, con el gato, con la «queca»… Cantaba, creaba diálogos… Así se entretenía.
El olivo era donde acababa su mundo, una última frontera que no necesitaba franquear. No resulta de extrañar que le apodaran «la oliva».
«Ya está la oliva en la rama» decía su hermano al pasar, ella agitaba su mano y se partían de risa.
¿No perderá la costumbre? — su madre se persignaba con rabia— ¿cómo va a encontrar un «marío» esta niña? ¡Si no se baja del árbol!
Que la vareen —añadía el «nene»…
Y la alpargata volaba de nuevo.
Ella quería ser maestra, en cambio, no le gustaba la escuela (tanto tiempo sentada sobre esa madera barnizada y lisa). La voz del funcionario enviado quedaba sepultada bajo el trino de los pájaros, de su propia fantasía.
La vara de olivo se materializó de otro modo, convirtiéndose en una severa conocida.

Ella quería ser maestra, pero, según crecía, le eran encomendadas tareas dispares. Llevaba, por ejemplo, el almuerzo a su hermano cuando este se encontraba vareando en el olivar.
Los muchachos le silbaban, se daban codazos:
—¡Ahí va «la oliva»!
El «nene» se les encaraba:
— Va para maestra —decía.
Ella hacía oídos sordos… ¿Qué pensaba aquella niña mientras aliñaba el puchero o la ensalada? Simplemente se admiraba del dorado fluir del jugo que tanto esfuerzo y tanto bien les proporcionaba.

«Esfuerzo» y «bien». Dos palabras aparecían unidas. Ella quería seguir estudiando, acabó la escuela.
El maestro la felicitó. Escribió una carta recomendando a su alumna.
—Todo lo que tiene de trasto, lo tiene de lista —confesó a la madre, no sin cierta envidia.
Así, por mediación familiar, encontraron la manera de mandarla al pueblo. Viator no era mucho más grande que Huércal, sin embargo, podría seguir estudiando. El gato, la queca, el candil y el aljibe quedaron atrás. También su olivo.

Tenía quince años cuando bajaba una blanca cuesta. Lo hacía seguida de sus trenzas y de un perro veguero que siempre la acompañaba.
— No es mío —repetía cada vez que el animal molestaba a algún viandante atareado u olisqueaba su mercancía.
— No es mío —soltaba, a modo de excusa cuando el can asomaba el hocico por el portón entreabierto de las casas encaladas.
En aquel pueblo conocería a quien habría de ser su marido.
Con dieciséis o diecisiete años lo vio de uniforme esperando a un compañero junto a la fuente de la plaza.
Él transformó su ansia de olivares llenándola de hijos: siete retoños, cada uno nacido en un destino militar distinto (los primeros en Viator, más tarde, en Jaén, Melilla, Valencia…).
A todos educó, vistió y alimentó pendiente de no desperdiciar nada. Era como el árbol al que tanto admirara. Había crecido fuerte y sus ramas se alzarían ávidas de vida.
Mientras, los hombres que encontraba a su alrededor huían de un pasado agrícola aferrándose al rigor castrense.
El desarraigo era el precio a pagar por un sueldo estable, seguro; la comodidad de la urbe, antes desconocida, le permitiría cubrir sus necesidades básicas. Y aún más.
Sin embargo, jamás se dejó arrastrar por el desenfreno consumista: en vez de encender la calefacción, insistía en usar gruesas mantas de lana merina en diciembre.
Una cosa sí era cierta: no moriría de parto en medio de un olivar, su sangre no inundaría ningún bancal; antes al contrario, tendría agua corriente en casa y un frigorífico.
Cuando los niños enfermasen, recibirían atención, estudiarían, tendrían condiciones de vida aún mejores.
Ella continuaría sus caminatas diarias por la ciudad, admirada de parques y jardines, ya sin perro y sin trenzas.
A veces, cargada de bolsas de comida o de ropa de octava mano para el cotolengo, tal y como hicieran su madre y su abuela cincuenta años atrás, antes de la guerra.
Incluso tomaría el urbano para llegar al colmado, recreándose en el horizonte de edificios modernistas, en el arbolado seleccionado como elemento ornamental.
Claro que… Ya no estaban en aquel tiempo.
Habían abierto supermercados en cada esquina, repletos de recipientes que mostraban estampas evocadoras del agro, apilados con funcionalidad y prontos a abastecer a una población creciente… A una población cada vez más joven que desconocía el origen de aquel denostado privilegio y se dejaba embaucar por los destellos de la publicidad televisiva.
Había también bibliotecas, cines, teatros, centros educativos y de salud.
La calle estaba asfaltada, con farolas, y, en los bloques de pisos no faltaba la electricidad.
Por mucho que confiara en sus lecturas — una de sus hijas le llenó la casa de libros— la parábola del buen salvaje bien podía permanecer enterrada entre las hojas de aquel anaquel polvoriento.
Aunque en la ciudad el aire no llegaba como en el monte, encontraría el momento de tomarse un respiro. Sus niños crecerían, se irían y ella, tan ahorradora, podría regresar a la cueva primigenia por el gusto de abrazarse al olivo de la entrada.
Qué estupidez… ¿Qué sería de aquel lugar? Su madre ya no vivía. Su hermano hizo vida en el extranjero. Marchó a Francia para no volver. ¿Habría olivares en la campiña?
Ya no quería ser maestra. Le había pasado el testigo a las niñas. Al menos, eso le quedaba. De algún modo, lograría conformarse.
Llamaban por Nochebuena, sus amigas. Una vez fueron a visitarla desde Viator.
Rieron, tomaron fotografías.
Como regalo, una garrafa del mejor aceite virgen extra y aceitunas «partías», arregladas con el esmero de siempre.
Le habían llevado lo mejor que tenían.
No volvieron a verse en persona, seguirían enviándose retratos de los nietos, misivas.
Más adelante, vídeos grabados por niños nacidos en un siglo nuevo, en otro milenio. Niños que, de adultos, volverían al campo o se marcharían a otro país siguiendo la estela de sus tíos abuelos.
Ella se acomodó a los muebles de madera buena, a la porcelana de Lladró, a las banalidades televisivas, aunque, por las tardes, trataba de desviar el camino hacia el parque donde crecía un árbol semejante al refugio de su niñez.
Permanecía en pie a su sombra con los zapatos oscuros de tacón bajo juntos e impasibilidad en el rostro. Su vista se perdía en un entramado de hojas que le procuraban una paz largo tiempo anhelada. ¿No perdería la costumbre? Y
volvía al cerro, a la casa excavada en la cueva, al guardián de su entrada.
Volvían el candil y el aljibe, su madre y su hermano, el gato y la queca…
Hubiera deseado ser maestra, quedarse en el pueblo… No era cierto, tan solo lo repetía como un mantra porque sentía nostalgia. Ese árbol era para ella un nicho de cementerio, un tótem catártico que le recordaba por qué había llegado a esa ciudad, por qué seguía allí desde hacía décadas. De hecho, si no hubiera dejado la cueva, si no fuera por las lecturas de su hija o por el televisor y la radio, no sería capaz de pensar en catarsis, tótems ni mantras.
Le pasaba lo mismo cada vez que encontraba un olivo añejo. Como en esa escapada en el seiscientos con su marido y la consecuente fotografía a la altura de Jaén en blanco y negro.
Tras un rato, se recomponía el traje y alisaba su falda gris evitando la mirada de los otros paseantes.
Regresaba al domicilio por una avenida transitada, sin nadie que le preguntara a qué venía aquello ni a quien tuviera que dar explicaciones.

— Bastante tengo —se disculpaba hablando para sí, consciente de que nadie más la escucharía.
Bastante tenía con llevar la casa, limpiar, comprar, hacer la comida.
De la sopa más humilde o el gazpacho a platos como las lentejas o el cocido, no existía un ingrediente tan básico y a la vez tan indispensable en su cocina como el aceite bueno.
Antecedido al puchero, a las olivas, a la ensalada, el verbo «arreglar» cobraba un valioso sentido para ella.
Muchos años después, en otra vida, ya viuda y medio ciega por las cataratas, sonreía cada mañana al esparcir aquel preciado don que caía de la aceitera sobre el pan, recordando su ensueño en un paraíso de ramas.

 

Scroll Up