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125. El campesino

Manuela Díaz-Luzzy

 

La larga jornada laboral me tenía desquiciado. Los días se repetían uno tras otro. Hacía un calor pegajoso y hasta la tarea de respirar se tornaba fastidiosa. El pañuelo que me cubría la cabeza apenas me protegía del sol y ya estaba húmedo de sudor a pesar de lo temprano de la hora. Además, la caminata diaria desde mi casa cada vez me agotaba más, aunque tenía también que reconocer que no ayudaban los excesos a los que sometía a mi cuerpo. Solía vestir una camisa abierta y remangada que dejaba entrever mis carnes flojas cubiertas de pelo negro, pantalón remendado y andaba descalzo, con los pies endurecidos de rodar durante años por las montañas infestadas de cantos y follaje.
No conocía otra vida, siempre dedicado a la plantación.
Me repantigaba contra mi árbol favorito, un olivo milenario de tronco tortuoso y grueso, con unas ramificaciones que hacían de su sombra un refugio inigualable y que, tras años juntos se adaptaba a mi estructura ósea más bien corpulenta, me servía de almohada improvisada solo algo más dura de lo habitual. Había dormido en sitios mucho peores.
Miraba ceñudo a mi compañero sentado cómodamente a la sombra de otro olivo. Su olivo, aunque llevaba poco tiempo entre nosotros. Siempre el mismo, desde el primer día, en el que se apoyaba junto a un saco relleno de paja y en donde se dejaba arrullar por la canícula y la suave brisa, acariciándolo como una amante mientras se cebaba en torno a su cuerpo, que rezumaba como un cerdo, con un olor incluso más fuerte que el de los animales que pastaban y que atraían a las molestas moscas deseosas de carne putrefacta.
«No debería tener ya un olivo favorito, si es casi nuevo en el pueblo. Además, nadie conoce a su familia ni para quién trabajó antes», pensaba con un profundo sentimiento de desprecio y una animadversión inexplicable.
No era mal compañero, poco hablador, eso sí, pero no se metía en nada. Y me dejaba decidir si surgía un imprevisto. El señor nos había puesto juntos porque éramos vecinos de pueblos cercanos, o eso había dicho, aunque a mí no me sonaba de antes por más que me había esforzado por ubicarlo. A veces había festejos donde nos reuníamos varios pueblos vecinos, pero no recordaba haberlo visto nunca y eso que era difícil que pasara desapercibido por su corpulencia y por su cara. Hasta a mí me parece buen mozo, hay que reconocerlo. Aunque el hecho de que se lo disputaran las mejores meretrices del condado no ayudaba mucho a que aumentara su estima por él.
Estaba, además, lo sucedido hacía dos noches, cuando el señor me había encomendado ir a las caballerizas a revisar a un animal enfermo. Fui a esas horas porque me entretuve entre las piernas de una señora de mala reputación. Me lo había merecido tras otra tediosa jornada.
Una estrepitosa y espontánea carcajada saltó, junto con miles de gotitas de saliva pastosa, de mi boca de dientes podridos recordando la noche anterior. Hasta las moscas salieron espantadas. Hice entonces un intento de complicidad, pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta al ver la impasibilidad de mi compañero, quien no se inmutó ante lo que pudiera haberme sucedido.
Y la carcajada se me congeló en la cara.
Una rabia fría fue invadiendo mi mente embrutecida.
Maldito engreído.
Él observaba pastar los animales con aire somnoliento, relajado, como si no hubiera en el mundo una mejor ocupación. Y eso me enojaba. Porque me ignoraba, como si yo fuese una bestia más. El tipo se creía mejor. Pero podría ser que no se hubiera dado cuenta de que yo tenía un as bajo la manga. Lo había visto en plena faena. Y se rio para sí. Por su actitud parecía ajeno a su secreto. No se le veía nervioso ni inquieto. Mejor.
Así es. Estaba él en las caballerizas apestosas con el pantalón bajado y la hija del señor ciñendo las piernas a su alrededor, con el vestido por la cintura, mientras que un pecho lechoso de pezón rosado se escapaba del rasgón del vestido. La muchacha disfrutaba con las embestidas proporcionadas por mi compañero de trabajo. Y yo me quedé observando un poco más, bastante más para ser sincero.
«Mírala con lo remilgada y estirada que parece cuando viene con su padre para vigilar los trabajos», gruñí sin temor alguno.
Al final, nada como una buena verga.
Una sonrisa grosera se dibujó en mi rostro. Un hilo de baba se me escapó por la comisura al recordarlo. Mi mano subió automáticamente para eliminar el rastro mientras seguía rumiando qué hacer.
Seguro que el mequetrefe estaba tan entretenido con sus empujones que no se dio cuenta de nada. Lo que bien pensado me daba ventaja.
Podría decírselo al señor y que lo echara, pero claro, tendría que explicar por qué me quedé observando de forma furtiva a la pareja de amantes. Y sin que se diera cuenta de que había disfrutado mirándolos agazapado en la oscuridad de la noche. Pero el día acababa de comenzar. Tenía tiempo de pensarlo bien. Aunque sucedería lo de siempre. Nada. Los animales pasarían tranquilos la jornada y nosotros tendríamos provisiones de vino y comida suficiente para todo el día. Y así uno tras otro. Los jornaleros aún tardarían semanas en llegar para recoger los frutos. Ahí sí que tenía que intervenir, cuando alguno llegaba borracho o no cumplían los objetivos. El patrón me había dicho que tuviera mano dura, no quería que la recolección se retrasara. Había mucho oro en juego.
Una idea empezó a germinar en mi cabeza. Pero para eso tendría que ver las opciones de las que disponía.
―Voy a mear. Vuelvo enseguida ―dije mientras me tocaba la entrepierna.
A lo que él me respondió con un gruñido.
Anduve varios metros hasta quedar oculto por los olivos milenarios que hacían de la plantación un lugar único y deseado por muchos. «¿Será este gachó el espía de algún señor cercano que aspira a quedarse con las tierras?», me pregunté con malicia. Algo me decía que no podía estar descaminado. Nadie lo conocía y yo me había fijado en sus manos, lisas, sin callos, cuidadas. Así podía metérselas en el coño a la señorita, seguro que de otra manera no se hubiera dejado.
Sonreí entre dientes y la idea se afianzó en mi mente de un idiota con aspiraciones. Imaginé al señor que me lo agradecía y me otorgaba ciertos favores que no estarían a mi alcance de otra forma.
Miré alrededor buscando un palo o una piedra lo suficientemente grande para que pudiera servir a mi propósito. Por qué no. Los accidentes eran frecuentes en la zona. Y las colinas escarpadas cubiertas de cantos rodados hacían peligrosas las incursiones en la zona. Yo era alguien experto, curtido, conocido y querido, pero él, siendo casi nuevo en el pueblo, nadie lo echaría de menos si algo le sucediese. Quizás la señorita, por las embestidas, solo por eso.
Al no encontrar nada adecuado, me adentré un poco más en el bosque llegando hasta el pequeño lago en el que abrevaban los animales. Decidí meterme en él, me vendría bien un baño. Dejé la ropa en un arbusto y le puse una piedra grande encima. La brisa empezaba a aumentar y no quería quedarme sin esas prendas aunque estuvieran sucias y gastadas.
Mi cuerpo agradeció el agua fría. Me sentí renovado, limpio, incluso empecé a pensar que el trabajo no era tan malo. Al fin y al cabo estaba todo el día al aire libre, los animales daban pocos problemas y me pagaban un buen salario por vigilarlos. Y por qué no reconocerlo, me gustaba pegar a los que estaban bajo mi vigilancia, así sabían quién mandaba. Un cierto placer me recorrió el cuerpo al hacerlo. Y me sentí poderoso, como debería sentirse el señor todo el tiempo.
Me entró entonces cierta aprensión y me encogí de hombros. Bueno, cada uno estaba donde le correspondía. «Yo sé gastar bien el dinero en la taberna con las meretrices más hábiles de todo el condado», me dije mientras la lengua me daba vueltas dentro de la boca, como si buscara una hebra de carne oculta en una muela. Y noté como mi miembro empezaba a despuntar, aunque el agua fría aplacó de inmediato la erección.
Maldita sea mi estampa.
Tendría que vigilar más a ese mozo engreído. Seguro que mi amo valoraría la información, por si mis sospechas eran ciertas. Además, seguro que le gustaría saber quién se tiraba a su hijita. El señor seguro que sabrá qué hacer con ese mequetrefe que osa ponerle las manos encima a la señorita. Si quería tirársela era cosa suya, se dijo riendo, ya más tranquilo. Aprovecharía para hacer algunas incursiones nocturnas y deleitarse viendo cómo retozaban esos dos. Y verle otra vez el pezón rosado a la señorita.
El agua fría me había ido diluyendo los pensamientos negativos.
Decidí que ya era suficiente. Definitivamente me encontraba mejor. Me zambullí por última vez como si el tiempo se estuviera agotando y quisiera apurarlo hasta el final y salí del lago para recoger mi ropa.
Al llegar al arbusto donde la dejé, la piedra había desaparecido. Un olor familiar me llegó por sorpresa.
Noté entonces un fuerte golpe en la cabeza. Un líquido caliente me chorreaba por la nuca y por la espalda desnuda.
Todo se volvió oscuridad.
Solo podía pensar con el último destello lúcido de mi cuerpo que aún no me aceptaba muerto.
«El bastardo, claro. Yo tenía razón…».

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