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124. Calixto

Mimi Almansa

 

A él nunca le gustó su nombre: Calixto. En griego significaba “bello”. Pero no le hacía gracia.
Según su tío, su madre, originaria de Atenas, se lo puso cuando nació al ver la hermosa criatura a la que había dado a luz. Y en verdad que era un chico muy guapo. Bueno, un hombre, porque a sus quince años él se sentía como tal y no dejaba que le trataran como a un mocoso. Vivía con su tío paterno desde los cinco años pues sus padres fueron pasados a cuchillo por unos malhechores cuando Tiro estaba todavía bajo dominación seleúcida. Aquellos fueron tiempos convulsos en contraste con la tranquilidad de la que estaba gozando la ciudad—estado desde hacía una década. Su tío era comerciante, como la mayoría de los tirios. Poseía una gran nave con la que transportaba sus mercancías por todo el Mare Nostrum. Calixto lo veía como un aventurero y, en cierta medida, tenía razón pues a su tío le encantaba embarcarse rumbo a otras tierras y conocer otras culturas y otras formas de vida. A su regreso, Calixto se embelesaba escuchando las historias que relataba.
Tiro, situada en una isla, era una ciudad bulliciosa en la que Calixto se crió prácticamente libre
pese a estar bajo la vigilancia de una gobernanta y un preceptor durante las largas ausencias de su tío.
Recibió pues una buena instrucción, pero también aprendió a manejarse con desenvoltura fuera del hogar. Desde niño pasaba gran parte del día fuera de casa, no sólo jugando con otros chicos, sino mezclándose también con artesanos, mercaderes o marineros. Creció sano y con una mente abierta que le llevaba a soñar con seguir la estela de su tío y poder visitar territorios remotos donde, a buen seguro, le esperaban grandes peripecias. Por eso, aquella noche, no podía creer lo que acababa de escuchar de labios de su tío:
—Vendrás conmigo en mi próximo viaje. Voy a llevar mercancías hasta Gadir. Ya es hora de que
aprendas el oficio.
No supo qué contestar. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Su tío añadió sarcástico:
—Bueno, si no quieres…
—¡Claro que quiero! ¡Siempre he deseado acompañarte en tus viajes! Pero no me atrevía a decírtelo.
—Ya has adquirido suficientes conocimientos para ayudarme con mi actividad mercantil. Serás mi sucesor en el negocio.
Partieron una fría mañana. Calixto se sentía rebosante de júbilo. Los días previos no se apartó
ni un instante del lado de su tío, observando todos los preparativos. La nave de su progenitor tenía unos veinte metros de eslora, estaba construida con cuadernas y quilla. Se gobernaba con un timón de espadilla situado en la popa. La mercancía estaba formada principalmente por tejidos, paños y tapices, la mayoría de color púrpura, así como multitud de objetos artesanales. Las telas de color púrpura, teñidas en la ciudad con el colorante obtenido de un molusco, eran muy demandadas por los habitantes de otras regiones.
La travesía fue tranquila. Calixto se enteró de que no iban directamente a Gadir, sino que
harían dos escalas. Se dirigieron, en primer lugar, hasta el puerto de El Pireo donde su tío intercambió aceite de oliva por las cerámicas y los paños.
—¿Para qué es el aceite de las tinajas que has adquirido? —inquirió el muchacho a su tío tras abandonar la costa griega.
—Para transportarlo hasta Hippo. Allí lo intercambiaremos por trigo. Este aceite está siendo muy solicitado no sólo para uso culinario o medicinal, también sirve para iluminar, para hacer jabón, con él se untan recipientes y otras herramientas para que no se estropeen.
—¿Y qué harás con el trigo? —preguntó curioso Calixto.
—Lo llevaremos hasta Gadir.
—¿Y por qué no llevas el aceite directamente hasta Gadir?
El tío miró de soslayo a su sobrino y sonrió:
—En Hispania hay cada vez más plantaciones de olivo. Es mejor dejarlo en Hippo. Cuando lleguemos a Gadir canjearemos todo lo que llevamos por estaño y plata.
Calixto guardó silencio y luego añadió:
—Entonces Hispania es un territorio con muchas riquezas.
—Sí lo es. Por ejemplo, el cultivo de aceite del olivo está extendiéndose mucho, la producción ha aumentado y ya lo envían a lugares lejanos. Supongo que el preceptor te explicaría que los romanos ocupan gran parte del territorio hispánico y son, en gran medida, responsables de la proliferación de olivos.
—Es verdad, algo me dijo —respondió Calixto pensativo—. ¿Has tenido problemas alguna vez con ellos?
—No. ¿Por qué iba a tenerlos? Sólo soy un comerciante —sentenció el tío.
Efectivamente, su segunda escala fue Hippo y la realizaron sin contratiempos. Tras ella pusieron rumbo hacia Gadir. Calixto disfrutaba del apacible mar, de la brisa, de las aves que cruzaban el cielo. Sin embargo, el sosiego del que se habían aprovechado desde su salida de Tiro, cesó bruscamente al acercarse a las Columnas de Hércules. La furia se adueñó de las aguas y fue la pericia del timonel la que los salvó de un naufragio seguro. El día que divisaron Gadir, Calixto estaba tan feliz que pensó que nunca más podría sentir una emoción semejante. Una vez arribaron al puerto, su tío se encargó de gestionar el desembarco de las mercancías y su traslado a unos almacenes próximos.
Él se quedó absorto contemplando el ir y venir del gentío que abarrotaba el muelle. La mayoría eran hombres, jóvenes y mayores, que transportaban pescado, barricas de vino, toneles de especias. Se adentró hacia el centro del asentamiento y vio numerosos puestos de venta. La gente gritaba y gesticulaba. Hablaban en su lengua, pero también en latín. Se acordó de su preceptor cuando insistía en que debía adquirir unas nociones de este idioma. Le llamó la atención un corrillo de gente. En el centro, un muchacho de su edad estaba sentado en el suelo. Delante de sí tenía una mesita baja y encima de ella tres cubiletes. Calixto no entendió al principio de qué iba aquello. Luego se dio cuenta de que el chico tenía una bolita que ocultaba bajo uno de los tres cubiletes y luego los movía tan rápidamente que era imposible saber en cuál la había escondido. Los hombres reían, chillaban y arrojaban monedas al suelo cerca de la mesa. El chico se percató de la extrañeza de Calixto y le guiñó el ojo. Una mano sobre su hombro sacó a Calixto, de súbito, de su ensimismamiento.
—Venga, tenemos que ir a comer algo —anunció su tío.
Almorzaron cordero en salsa, que a Calixto le supo a gloria, con un poco de pan centeno y algo de vino en una taberna abarrotada. Su tío saludaba a diestro y siniestro. La tarde se esfumó con premura mientras lo acompañaba en sus visitas a otros mercaderes. Descansaron en una fonda que a Calixto le resultó sombría y pestilente.
Al despertarse no vio a su tío en el camastro situado junto al suyo. Aquello le extrañó. No lo
había llamado. Preguntó en la fonda, pero no lo habían visto. Ya en el exterior comenzó a andar sin rumbo. Estaba intranquilo. A lo lejos vio a un grupo de gentes que se llevaban las manos a la cabeza en gestos de lamentación. Aceleró la marcha y se abrió paso. Su tío estaba tirado en el suelo en medio de un charco de sangre. Creyó que el corazón se le detenía. Empezó a respirar entrecortadamente.
Era incapaz de articular una palabra. Alguien le agarró fuertemente del brazo y tiró de él. Reconoció al chico de los cubiletes.
—¡Deprisa! ¡Ven conmigo!
Calixto no reaccionó en un principio, pero ante la insistencia del muchacho se dejó arrastrar.
Anduvieron un buen rato. Calixto estaba aturdido, sin conciencia de lo que hacía. Entraron en un habitáculo pequeño, con poca luz.
—Siéntate aquí —le dijo el muchacho ofreciéndole una silla. Voy a por agua.
Calixto bebió con ansia el líquido que le trajo el chico y luego se puso a llorar desconsoladamente, ocultando su rostro entre las manos.
—¿Quién era el muerto? —le preguntó el chico una vez se hubo calmado.
—Mi tío —contestó Calixto.
—Lo han asesinado. Vi a unos hombres con la cara tapada que lo acuchillaban.
—¿Por qué? —preguntó Calixto impotente—. Mi tío era una buena persona. Sólo era un comerciante.
—En lugares como éste la muerte está acechando en cualquier rincón.
—¡Miserables! Pediré ayuda a la justicia. Tienen que detener a los culpables. Tengo que vengar su muerte.
El muchacho esbozó una sonrisa burlona.
—Aquí nadie se va a preocupar por eso. No hay justicia. Los propios soldados son corruptos. Y tú solo, ¿qué puedes hacer? Son maleantes.
—Entonces…
—Ven conmigo. Salgo esta tarde para Corduba. Voy a trabajar en la recogida de aceituna. Necesitan trabajadores. Aquí no conseguirás nada —propuso el joven.
—No puedo dejar a mi tío abandonado como un perro …
—Ya se lo habrán llevado y arrojado a la fosa común.
Las lágrimas volvieron al rostro de Calixto. Estaba confundido. De momento no podía volver a Tiro porque el barco había regresado a Hippo a recoger mercancías que se habían dejado allí. Tardaría unas semanas en volver.
—Está bien —dijo con resignación. Te acompañaré.
—¡Buena elección! Por cierto, me llamo Antonino.
Partieron hacia el norte montados en un carro tirado por burros. Calixto sentía una gran tristeza.
Antonino no paraba de hablar contando sus mil y una andanzas, pero él no lo escuchaba. Sus
pensamientos eran para su difunto tío.
Dos días después, empezaron a divisar campos repletos de olivos, un mar verde que se
extendía bañando las colinas. Calixto recordó las palabras de su tío sobre la expansión y la
importancia de este árbol. Al llegar a una encrucijada bajaron del carro y se dirigieron andando hacia una imponente villa romana situada en un pequeño promontorio. Los recibió un encargado, quién los condujo hacia la zona que constituía la vivienda para peones y esclavos, junto a las cocinas.
Veinticuatro horas después, Calixto trabajaba recogiendo el preciado fruto del olivo. Al principio tuvo dificultades para “varear”, pero observando a sus compañeros consiguió dominar ese palo largo y dar golpes certeros a las ramas de los árboles para que la aceituna cayera sobre unos mantones que cubrían el suelo. Las mujeres se encargaban de recoger el fruto de estos mantos de lona y echarlos en espuertas que, más tarde, transportaban las mulas hasta la almazara, una edificación situada a unos cincuenta metros de la villa. Calixto, como el resto de sirvientes y braceros, no tenía acceso a las dependencias donde se alojaban el patricio y su familia. A cambio de su trabajo se les daba comida, algo de ropa y
unos cuantos sestercios. Un día acompañó a Antonino a la almazara. Allí pudo conocer el proceso que se seguía para obtener ese líquido dorado del fruto del olivo. Se sorprendió al descubrir a una mula girando alrededor de una gran piedra sobre la cual se situaban dos grandes bloques cónicos que, en su movimiento, machacaban las aceitunas. El animal llevaba ataba una cuerda a sus aparejos que, por su lado opuesto, se enlazaba a un gran palo horizontal que atravesaba las piedras cónicas. Calixto no podía ocultar su sorpresa:
—¡Nunca pude imaginar que el líquido se extrajera de esa manera! —exclamó—. ¿Y luego qué pasa con esa pasta?
—Ven —le conminó Antonino. Calixto desvió su mirada encontrando un enorme artefacto que aplastaba la pasta obtenida, haciendo aparecer el aceite.
—La prensa presiona fuertemente y se obtiene el líquido —explicó Antonino.
—¿Y esas vasijas de cerámica que están casi enterradas?
—Ahí se deja el aceite para que decante.
—¿Decante? —interrogó Calixto.
—Sí. Con el paso del tiempo, se depositan en el fondo sustancias que dan un mal sabor al aceite. Por eso, el aceite se traspasa finalmente a aquellas ánforas que están situadas en ese cobertizo. Ahí queda almacenado.
Estaban los dos muchachos tan absortos en su conversación que no repararon en la aparición del patricio en la almazara. De suerte que éste estuvo escuchando su diálogo sorprendido por el interés de Calixto.
—También lo exportamos a distintos lugares del imperio —comentó el patricio.
Los jóvenes, sorprendidos, hicieron una reverencia al dueño de la finca. El patricio se acercó a Calixto.
—Ya veo que eres nuevo.
—Sí señor. Trabajo desde hace pocos días en el campo y no había tenido ocasión de conocer este lugar —respondió nervioso.
—Hablas de forma educada. ¿De dónde vienes?
Así fue como tras una serie de preguntas, el romano supo de la vida de Calixto.
—Tal vez dentro de unos meses, tenga necesidad de ti. Mientras tanto es bueno que aprendas todo lo relacionado con el olivo —sentenció el patricio antes de alejarse.
Efectivamente, los meses transcurrieron mientras Calixto se empapaba de todos los procesos
relacionados con la obtención del aceite. Hasta que un día, tal y como había dicho, el patricio lo mandó llamar:
—Has trabajado bien y has adquirido los conocimientos del oficio. Eres inteligente, tienes una
educación y dominas el latín. Quiero que seas el administrador de una finca que quiero poner en marcha en Cástulo. En estos papiros se indica la titularidad de las tierras y su situación. Está escrito de mi puño y letra que tú actuarás en mi nombre. Además, te hago entrega de estas bolsas con suficientes monedas para sufragar los gastos que te surjan. Te acompañarán tu amigo y cuatro soldados de mi guardia.
Calixto aceptó el encargo. Por el momento no tenía intención de volver a Tiro aunque,
seguramente, regresaría algún día para tomar las riendas de lo que allí había dejado su tío. Ahora, se le presentaba la oportunidad de construir algo por sí mismo. Se abría una ventana hacia el futuro que debía aprovechar.
Partieron una calurosa madrugada hacia el norte. Todo fue bien hasta que llegaron a un
poblado íbero bajo poder romano. Calixto decidió parar para que bestias y hombres descansaran. Pero cometió un error: dejar que Antonino se encargara de las bolsas con las monedas.
—Luego me reúno con vosotros —dijo alejándose rápidamente.
Viendo que Antonino no regresaba al punto de encuentro y habían pasado algunas horas desde su marcha, salieron en su búsqueda. Lo encontraron a unas leguas del poblado atado a una estaca.
—¡Lo he perdido todo, Calixto! ¡Lo siento! ¡Me han engañado! —exclamaba histérico.
Les contó que se había jugado el dinero apostando contra unos trileros en los que había reparado mientras accedían a la aldea.
—¡Maldita sea! —gritó Calixto.
Antonino lloraba desconsoladamente sentado en el suelo. Calixto le ayudó a levantarse. El tirio se sentía abrumado ante aquella pérdida. ¿Qué podía hacer? El patricio había depositado su confianza en él. Los soldados que los acompañaban no tardaron en dar media vuelta y abandonarlos, haciendo caso omiso a las llamadas de Calixto para que regresaran.
—Me he equivocado. Y lo peor es que tú pagarás por lo que he hecho —se quejaba Antonino.
Un viejo harapiento que había presenciado la escena desde una choza cercana, se aproximó
hasta donde estaban los dos muchachos.
—He escuchado vuestra conversación y vuestros lamentos —dijo—. Creo que puedo ayudaros.
—¿Cómo? ¿Qué nos ofreces? —requirió Calixto mirando con excepticismo a aquel anciano.
—Esta zona está repleta de minas de plata. Los romanos las están explotando.
El viejo hizo un silencio y luego continuó:
—Yo sé dónde hay una que todavía no ha sido descubierta.
—¿Nos engañas viejo? Si fuera así, ¿por qué nos lo dices?
—No os engaño. Podéis venir conmigo y verlo con vuestros propios ojos. Necesito alguien que extraiga los metales, yo no puedo hacerlo.
Como no perdían nada decidieron acompañar al viejo.
—¡Vamos! —exclamó Calixto.
—¡Un momento!
Los dos muchachos se detuvieron, con gesto de interrogación, tras escuchar al abuelo.
—Me daréis la suficiente plata para que pueda vivir con mi mujer desahogadamente el resto de nuestras vidas. Confío en vuestra palabra aunque seáis forasteros.
—Tienes mi palabra –aseguró Calixto.
—Seguidme entonces.
Anduvieron durante un buen rato. Aquellos páramos carecían prácticamente de vegetación.
Estaban rodeando una colina. Calixto entrevió unas piedras grandes colocadas unas encima de otras.
—Hay que apartarlas —demandó el viejo.
Calixto y Antonino debieron hacer esfuerzos ímprobos para mover aquellas enormes rocas. Cuando por fin terminaron estaban ante la entrada de una cueva. Avanzaron los tres hombres unos pocos metros cuando llegaron a una galería.
—¡Mirad allí! —indicó el viejo alzando el brazo.
Calixto y Antonio pudieron observar el brillo de las paredes.
—Yo os proporcionaré las herramientas necesarias —añadió el hombre.
Antonino y Calixto se miraron y sonrieron.
Al día siguiente los dos jóvenes estaban ya picando en la mina. Efectivamente, el abuelo
proporcionó picos, mazas, cuñas, espuertas. También traía comida y ropa. Trabajaban desde que caía la noche, no querían ser vistos. Se alumbraban con candiles llenos de aceite, el líquido que tanto ansiaba obtener Calixto. Fueron acumulando el mineral de plata a la entrada de la mina. Pasadas unas semanas, cuando hubo una cantidad apreciable, el viejo les dijo:
—Un mercader conocido mío vendrá con unas mulas a recogerlo. Nos pagará bien. Es honrado.
El negociante no sólo se presentó con varias mulas, sino con dos gigantones. El viejo se apostó
junto al mercader. Calixto y Antonino supieron en ese instante que les iba a traicionar. Corrieron hacia el interior de la mina y salieron con los picos. Antes de que pudieran hacer nada, golpearon a los gigantones que cayeron al suelo cuál si se trataron de dos muñecos. El viejo empezó a maldecir y el comerciante trató de huir con una mula donde había cargado alguna plata. Consiguieron atraparlo y a ambos, viejo y comerciante, Calixto les amordazó con cuerdas, brazos y piernas.
Sin tregua llenaron las agüeras de las mulas con el preciado tesoro, las taparon y partieron
hacia Cástulo al caer la noche. No podían perder tiempo, tenían que poner en marcha una finca de olivos. Calixto se palpó los documentos que, desde su partida, había llevado bajo su túnica. Luego observó el cielo. Estaba seguro de que una de aquellas estrellas pertenecía a su tío y que le ayudaría a cumplir su propósito.

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