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122. Olivos, recuerdos y un puñado de almendras

Jesús Parreño Charco

 

En casa de mis abuelos nunca faltó el aceite de oliva, prueba de ello eran los huevos fritos que mi abuela nos preparaba para comer en el olivar. La recuerdo frente a su cocina de gas, sujetando la sartén que había dado de comer a mi abuelo, a mi madre y, ahora, a mí. Empuñando un cucharón con el que bañaba los huevos en el aceite hirviendo y los cuajaba: secos por dentro y pringosos por fuera, pero me gustaban así porque así los hacía ella.

Mi abuelo tenía una furgoneta Renault que, a pesar de tener cinco plazas y un maletero considerable, los únicos que podían viajar de manera cómoda y algo digna eran piloto y acompañante quién, por lo general, siempre eran él y mi hermano mayor. Mi hermana y yo saltábamos a la parte de atrás y nos buscábamos un hueco entre redes, varas, tijeras de podar, sacos, cuerdas, la azada y la rueda de repuesto entre otra serie de utensilios de cuya vital importancia mi abuelo no dudaba nunca.

Al llegar al olivar, lo que nosotros llamábamos “el piazo”, buscábamos una bolsa con gorros y guantes. En aquella época sólo era un niño y me habría vestido con cualquier cosa con tal de que me librase del frío que, a esas horas de la mañana, aún no había levantado. Pero mis hermanos, adolescentes los dos, eran más reacios a ponerse esos harapos.

— ¿Y si nos ve alguien? —decía mi hermana.

— ¿Pues qué pasa? —saltaba el abuelo—. Estamos trabajando, más vergüenza me daría estar sentado.

De todas formas, yo dudaba que alguien pudiera dar con nosotros. A un lado teníamos el monte y al otro un campo de almendros, allí sólo había olivos y algún conejo escondido que nos miraba con curiosidad. El trabajo consistía en extender las redes bajo el olivo procurando abarcar toda la superficie posible, nuestros árboles tenían cuatro, cinco e incluso seis pies, de modo que, en ocasiones, colocábamos un par de sacos en el centro para recoger lo que las redes no podían tapar. Una vez estaba todo montado, cogíamos una vara y, colocándonos cada uno en un extremo opuesto del olivo, comenzábamos a sacudir las ramas. Parece sencillo y no digo que no lo sea, pero cada olivo es un mundo. Si la aceituna estaba demasiado verde, tenías que insistir con la vara para que cayese a la red, pero si te emocionabas demasiado podías dañar el árbol, o lo que es peor: darle un varazo a alguien en la cabeza. Cuando dejábamos las ramas limpias, mi abuelo nos ponía a recoger las pocas aceitunas que habían caído fuera. “Toda piedra hace pared” decía. Después, tocaba arrastrar las redes hasta el siguiente olivo, al principio, cuando no pesaban, era yo el que tiraba, pero a medida que íbamos sumando árboles, los pies se me hundían en la tierra y era mi hermano quien venía al rescate. No las cargábamos demasiado pues el roce con el suelo terminaba rompiendo la red. Cuando llegaba el momento de recogerlas, me mandaban a mí, al más ligero, a traer todo lo necesario del coche: sacos, espuertas y una horca de madera. Ya de paso, me permitía echar un vistazo a la olla donde mi abuela metía el almuerzo. Solía encontrar huevos, pimientos, chorizos y queso en aceite. He de confesar que más de una vez, uno de los chorizos se perdió por el camino.

La horca nos servía para retirar los restos de hojas y pequeñas ramas que se amontonaban a causa del vareo, después, juntábamos la aceituna y cargábamos las espuertas. Mi abuelo tenía un sistema para dejar la aceituna aún más limpia: buscábamos el viento de frente, colocábamos una espuerta ancha en el suelo y, despacio, vertíamos sobre esta otra espuerta cargada de aceituna. El aire se encargaba de llevarse las hojas, mientras, mi hermana y yo, agazapados como dos enanos, retirábamos los restos más pesados. Toda una cadena de montaje digna de una fábrica. Con el producto ya cribado, llenábamos los sacos con cuidado de no tirar nada fuera. Tengo la imagen de mi abuelo abriendo el saco y mi hermano vertiendo una auténtica cascada de aceitunas en su interior, cada una de ellas tenía un brillo perlado a causa de lo que nosotros llamábamos “gachi-gachi”. Se trataba de la pasta que se formaba cuando, rodeando el árbol, pisabas y machacabas el fruto creando una mezcla de aceite, tierra y hojas que se pegaba a los zapatos. A mi abuelo se lo llevaban los demonios, pero yo aún recuerdo cómo cantábamos y reíamos al pisar aquel mejunje que se sentía como un charco de gachas.

La mejor parte, sin duda, llegaba cuando soltábamos las varas y nos íbamos a comer. Sentados en la furgoneta, mi abuelo nos repartía a cada uno un buen trozo de pan acompañado de lo que hubiese en la olla aquel día. Entre bocado y bocado, mi hermano y él se pasaban una botella de vino de la que, a veces, mi hermana y yo robábamos algún sorbo. De postre siempre había fruta y almendras fritas hechas por mi abuelo. Eran su especialidad y, aún hoy, cuando termino de comer, recuerdo su sabor y me apetece llevarme un puñado a la boca. Se encargaba él mismo de partir los almendros con ayuda de un martillo, después, las hervía para que fuese más fácil retirarles la piel y, una vez tenía las almendras bien peladas, las metía en el horno para tostarlas y quitarles la humedad. Finalmente, llenaba una sartén con aceite y las freía para luego extenderlas sobre una servilleta y cubrirlas con sal.

Después de comer, apenas seguíamos trabajando un par de horas más, lo que el sol nos permitía. Recogíamos todo, cargábamos los sacos en el coche y salíamos de allí discutiendo sobre quién sería el primero en ducharse al llegar a casa. Recuerdo que al entrar en el baño y quitarte la ropa, siempre caía alguna aceituna que se quedaba en un bolsillo y terminaba rodando por el suelo. Antes de volver, pasábamos por la almazara donde, al menos, una docena de vehículos hacía cola para descargar.

— Buenas noches —saludó un día el hombre que se encargaba de recoger la aceituna cuando nos llegaba el turno—. La pongo a tu nombre. ¿Sólo traéis esta?

— Sí, a mi nombre, como siempre —contestó mi abuelo—. Y no, nos quedan por lo menos cinco días de faena.

— Bueno, si os dais prisa termináis antes de la navidad, que si no luego vienen las fiestas y es un follón.

— ¿Y esto? —preguntó mi hermano refiriéndose a una bandeja de dulces y polvorones que descansaba sobre una silla.

— Coged, coged. Es un detalle por las fechas que estamos. Esa botella de ahí tiene mistela, echad un trago.

En mi zona, la recolecta de la aceituna siempre caía a finales de diciembre. Llegando incluso, en el caso de los más perezosos, a coincidir con la navidad. Sin robar mucho tiempo al resto de la cola, fuimos dejando los sacos sobre la vieja báscula de madera.

— Ciento diecinueve —dijo separando los dígitos al hablar—. De hoja no os quito nada, siempre la traéis limpia.

Después, abrimos los sacos y los vertimos sobre una montaña de aceitunas de todos los tamaños y colores que el dueño amontonaba con un tractor.
Meses más tarde, cuando toda aquella producción se convertía en aceite, volvíamos a la almazara donde sumábamos el total de los kilos recogidos y a razón del porcentaje acordado nos entregaban los litros que correspondían.

— Cada año peor —dijo mi abuelo mirando las cajas de aceite cargadas en el maletero—. Si haces números te sale a cuenta dejarlas en el árbol.

— Dicen que este año ha subido el precio —aseguró mi hermano.

— Sí, siempre dicen lo mismo, pero se lo debe estar quedando otro porque por aquí la cosa no sube —protestó el dueño de la almazara—. Cada vez son más los que se dejan los olivos sin coger.

— Y con razón. Si tienes un buen terreno con árboles de un solo pie, metes la máquina y aún te sacas algo, pero si no tienes nada más que un “piazo” pequeño con cuatro olivos bordes se te quitan las ganas. Tienes que labrar la tierra si no quieres que se te pierda de hierba y podar los árboles si luego te quieres acercar a ellos, por no hablar de cogerla. Yo porque tengo a mis nietos, pero apenas puedo levantar ya los brazos.

— A los pequeños el campo nos da mucho trabajo y poco dinero, por eso algunos deciden arrancar y sacar madera o directamente vender la tierra que heredaron de sus padres.

— Si la cosa sigue así, lo mismo el año que viene ni las cogemos. Ya se verá.

Las cogimos. Y seguimos haciéndolo durante años pero, con el paso del tiempo, todos fuimos creciendo y ya sólo éramos mi hermano y yo quienes acompañábamos al abuelo. Llegó el día en que, ese hombre que me enseñó lo que era trabajar de verdad, no podía hacer más que sentarse sobre uno de los sacos y ver cómo trabajaban los demás. Mi abuela no volvió a freír huevos y era mi tía quién nos preparaba el almuerzo en su lugar. No sabía igual, tal vez fue porque tiró las viejas sartenes, o tal vez porque leyó en una revista que cocinar con mucho aceite no era bueno para la salud. Las cosas cambiaron. Al final, convencimos a mi abuelo para dejar de trabajar la tierra, pues cada uno tenía su vida y nadie quería hacerse cargo de ello. Una vez, mi abuelo me contó que tuvo una pesadilla en la que, paseando por el campo, se encontraba con su olivar cubierto de cardos y hierbajos, los árboles sin podar y los pies mordisqueados por los conejos. Se moría de vergüenza al pensar en cómo los demás lo acusarían de ser un holgazán que no cuidaba sus tierras. La vida quiso que, hasta su último día, mi abuelo no tuviese que ver su olivar convertido en un añojal, era como si su simple presencia mantuviese las cosas en orden. Sin embargo, el día que se marchó no fuimos los únicos en notarlo, a las pocas semanas, la hierba empezó a cubrirlo todo. Mis padres solían reprocharnos a mi hermano y a mí el tener la tierra desatendida. “Cogedlas, aunque sólo sea para tener aceite en casa. Es una pena dejarlas ahí.” decía mi padre. Pero lo cierto es que tal y cómo estaban las cosas, nos salía mejor comprarlo en el supermercado. De haber podido, él y mi madre se habrían encargado de podar los árboles y retomar el olivar, pero lo cierto es que los que querían no podían y los que podían no querían. Como solía decir mi abuela: “el uno por el otro, la casa sin barrer”.

Hay días en los que me da por volver allí y pasear entre los árboles. Permanezco en silencio, contemplando los olivos abandonados, inaccesibles, esperando a ser vendidos, arrancados y sustituidos por lo que sea que esté de moda en ese momento, tal vez, almendros o pistachos. Y siento que mi padre tiene razón, es una pena, aquellos árboles me habían visto crecer. Cierro los ojos y acaricio una de las ramas deslizando mis yemas sobre la corteza y sintiendo el cosquilleo de las hojas entre mis dedos. Respiro hondo y, por un momento, veo a mi abuelo, como el hombre de hierro que era, enseñándome a atar un saco, doblar una red o llenar una espuerta. Nos veo riendo en aquel mismo lugar, alrededor del árbol, para después sentarnos en la furgoneta y compartir el almuerzo. Abro los ojos y sonrío. Quién iba a imaginar que el simple recuerdo de un olivar, unos huevos fritos y un puñado de almendras, pudiera hacerme tan feliz.

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