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121. Las vidas de José Reís

Joaquín Rama Alcázar

 

La suciedad del cristal daba la impresión de estar hecha a conciencia. El sol, pese al escudo de partículas polvorientas de la ventana, caldeaba cada centímetro predispuesto a sofocarse. La camisa comenzaba a empaparse de sudor, mi frente parecía líquida. Un baile de papel, abanicado a escasos centímetros, ni siquiera podía achicar la inundación corporal. Pasados unos minutos llegó el señor Reís.

—Perdona Santiago, estaba atendiendo un asunto.

—No se preocupe señor.

—¿No te han abierto la ventana?, te vas a derretir —me dijo a la vez que la abría— ¿Has traído los documentos?

—Sí, ahí los tiene señor.

En silencio, después de encenderse un cigarrillo, se dispuso a leer los documentos. Estaba tan absorto en el papel que no pronunciaba palabra, se limitaba a enfrentarme con las formas de humo que salían de su boca y nariz.

—Bueno —dijo al rato— antes de firmar debo comprobar una cuestión, no se puede firmar algo sin tenerlo todo bien atado.

Abrió un periódico y comenzó a pasar las páginas. Se detuvo a mitad de camino, parecía leer por encima alguna de las noticias. Murmuraba, las comentaba; quizás conmigo, quizás con nadie. Fue pasando las páginas hasta que se detuvo, con una fijación reveladora, en una de ellas. Se le escapó una sonrisa.

—Siempre, antes de tomar cualquier decisión importante, una hojeada al horóscopo no viene mal —se mantuvo en silencio unos segundos con el periódico entre sus manos—. La astrología siempre ha ayudado al hombre, desde hace siglos.

Después de firmar los documentos, hizo unas anotaciones.

—Ya son mil cuatrocientos cincuenta y cuatro los olivos centenarios que hemos salvado; puedes estar orgulloso, aunque no podemos bajar la guardia.

El señor Reís llevaba meses con una cruzada particular contra los constructores que querían urbanizar toda la zona sur de la ciudad, un territorio bañado por el espesor de olivares. Aquí mi papel, perdonen la poca humildad, era de suma importancia. Debía informarme de todas aquellas personas a las que los constructores hacían una oferta, después, se lo comunicaba al señor Reís. Este les ofrecía una suma más valiosa, quizás descompensada dado el terreno que no lo merecía. Así, el señor Reis se convertía en propietario de aquellos terrenos predestinados a la especulación.

Le pregunté una vez al señor Reís por qué tenía tanto interés en aquellos terrenos de olivar. Él, con tono místico, me dijo que lo sagrado se debía respetar. No entendía nada. Aquellos terrenos, por mucho que el señor Reís dijese que eran lugares sagrados, eran una extensión de tierra árida, sedienta de sed de las lluvias del otoño y de unos olivos que, si bien es cierto, algunos eran centenarios, llevaban años viendo pasar las estaciones mientras los recolectaban ajenos a su supuesto origen sagrado.

Don José Reís era un hombre que tampoco es que llevase mucho tiempo en la ciudad. Nacido en Oporto, hacía unos años que residía en Arbolé (bautizada por el mismo), una de las mejores fincas de la zona. Al llegar, abrió una clínica privada en el centro de la ciudad que, gracias a su reconocida labor como médico, fue ganando prestigio y gozaba de una buena clientela. Compaginaba su labor de médico con la de anfitrión de las numerosas fiestas que celebraba en la finca, a las que se decía que acudían las personas más poderosas de la ciudad. En su agenda, tampoco podían faltar los encuentros con alguna de sus amantes. Pocas personas conocían sus andanzas; si me apuran, diría que el señor Reís, sus propias amantes y yo.

Una noche, motivado por la curiosidad, decidí acercarme a la finca para ver el ambiente de una de sus fiestas. Unos pocos coches estaban aparcados en la zona. Me resultó extraño que apenas se escuchara ruido del interior de la casa. Di una vuelta desde fuera, escondido tras la vegetación; los arbustos y árboles me protegían de ser visto. La calma reinante en la casa del señor Reís no reflejaba festejo alguno. Decidí dar un paseo por las inmediaciones. La finca del señor Reís era enorme, la conocía bien; quizás la fiesta se celebrara en otro lugar al aire libre, el buen tiempo lo permitía. Pasado un rato desde que inicié mi paseo, un murmullo de voces, arrastradas por la brisa estival, hicieron percatarme de la cercanía de gente.

Recorrí la tierra, guiado por la agitación acústica cómplice del aura, no sin algún tropezón por el desnivel del terreno y la poca luminosidad. Apenas la luna me ayudaba entre las sombras de los olivos y el resto de árboles. La tierra blanda silenciaba el sonido de mis pasos. Caminé unos metros más y ahí llegó mi espanto. Una dispersión de cuerpos vestidos con túnicas oscuras, que se camuflaban en la oscuridad del lugar, recitaban unas palabras en latín, si es apropiado emplear este verbo poético para ese tipo de actividades ociosas. Las cabezas de esas personas, cubiertas con la misma tela oscura, se inclinaban hacia la tierra y luego, con lentitud, regresaban a la verticalidad. Una etérea sensación, colmada su esencia de pavor y frio, recorrió mi espalda. Pero alguien destacaba en la penumbra. Una mujer, con un cabello platino que llegaba hasta el refugio de sus hombros, pronunciaba unas palabras. Hablaba sin parar, elevando su tono, confundiéndolo muchas veces con un grito y, valga la paradoja, discreto. Parecía querer guardar con su voz un secreto, pero con la necesidad vital de sacar de su interior unas voces más elevadas.

Después de que las voces y el éxtasis de la mujer plateada se disiparan por el terreno boscoso, algo perturbó aún más mi sosiego. Desprovisto de todo atuendo ceremonial, el rostro tan conocido para mí del señor Reís y su cuerpo desnudo, que me era desconocido hasta ese momento, se manifestaron, arrodillándose en un círculo formado por el resto de personas y, frente a él, la mujer, cuyo pelo blanco parecía brillar ahora mucho más que cuando gritaba en silencio.

Acarició con ambas manos la cabeza del señor Reís, sumiso él, mirando la tierra oscura que se agrietaba ante un ligero roce de su propia mirada. Aquella mujer enigmática, cuyo misterio desprendía un atractivo esotérico, derramó un líquido sobre la cabeza y el cuerpo del señor Reís, cual cascada que brotaba del cuenco de sus manos, mientras que pronunciaba: OLEUM SANCTUM VITAE IMMORTALIS. El señor Reis, cubierto del fluido, imantado a la tierra, parecía absorto en profundidades que yo desconocía.

Aquella reunión se disipó en sones y coreografías. Cuando vi que el ritual finalizó del todo, salí corriendo de allí. Llegué a casa. Tumbado sobre la cama, mirando la blancura de la cal, resonaban en mi interior las figuras humanas con esas telas que cubrían sus aristas; el señor Reís, pringoso y absorto, y aquella mujer, plateada, pero tan oscura como la noche a la que parecía pertenecer.

La mañana siguiente no tuve ninguna reunión con el señor Reís, por lo que la empleé en buscar información sobre aquel ritual. En aquellos años, las tecnologías no eran las mismas que en la actualidad y poca gente disponía de un ordenador personal. Me dirigí hasta el archivo histórico. Allí, entre las estanterías repletas de tomos, me senté frente a uno de los viejos ordenadores. Busqué información. No encontré nada. Apoyé mi codo en la mesa, descansando la mejilla en mi mano, observando con hastío la pantalla. El sueño me estaba llamando, la noche anterior apenas había dormido. Mi cabeza se tambaleaba. Caí sobre el teclado, resonando el golpe en la sala. Levanté la cabeza; erguido, mirando la ventana, un súbito trance de cordura recobró, como la luz en la penumbra, una claridad reveladora: OLEUM SANCTUM VITAE IMMORTALIS.

La información que encontré no parecía ser de mucha ayuda. Apenas unos cuantos artículos sobre latín y aceite. Pero nada, ningún indicio relacionado con aquellas palabras. Me percaté, después de estar un rato buscando en listas que parecían interminables, del título de un libro: “Cultos y mitos de los pueblos antiguos”. Fui a buscar a Jorge Luis, encargado de la biblioteca del archivo y se lo pedí.

Me senté frente al libro de cubierta verdosa, gastado por los años de residente en el archivo. No sé cuánto tiempo estuve absorto leyendo esas páginas, impedido por el imán de lo desconocido. La lasitud de mis ojos se transfiguró en turbación al leer lo que a continuación les resumo.

Por lo visto, hace miles de años, los Shaktis, una tribu procedente de oriente, fue expandiendo sus ritos de iniciación, encarnados en una relación de defensa de la madre tierra y de todos sus descendientes. Los seguidores de esta doctrina debían de efectuar acciones en defensa de la naturaleza. A cambio de esta defensa, la madre tierra obsequiaba a sus defensores años de vida y juventud. Para conseguir ese intercambio sagrado, se precisaba un baño purificador de aceite en la noche, procedente de olivos que sobrepasaran los cien años. En ocasiones, no solo bastaba con el aceite sagrado, sino que se empleaba para tales rituales el sacrificio de sangre limpia. Cuando la gran sacerdotisa, la de mayor edad, aunque de belleza y juventud sempiternas, vertía aceite sobre la persona que con su actividad previa había ayudado a la madre tierra, debía pronunciar las palabras: OLEUM SANCTUM VITAE IMMORTALIS.

No podía creer que el señor Reís, médico culto y de prestigio, estuviese metido de lleno en aquel estúpido y, perdonen la virulencia de mis palabras, grupo de majaderos.

Continué ejerciendo mi relación laboral con el señor Reís. Quise olvidar todo el asunto; pero no me era tan sencillo. Comencé a experimentar unas inquietudes nocturnas que, si bien suelen ser frecuentes en algunas etapas de las personas, se estaban convirtiendo en algo que pesaba sobre mi descanso. Por las noches, una imagen recorría mis sueños. Difusa, no podía vislumbrar con exactitud de que se trataba. Cuando mi fatiga ocular, provocada por el esfuerzo de querer agarrarme a la observancia de aquella figura, menguaba en un sopor dentro del mismo sueño, un baño denso, verdoso, cubría mi cabello, rostro y todo el cuerpo. Ante mí, tan cerca que podía discernir con perfección la transición rugosa de la piel al liso pigmento de la juventud, la mujer plateada pronunciaba palabras sin parar, envolviéndome en su canto de una forma que, pasados unos minutos, seguía retumbando en cualquier resonancia susceptible de mi ser.

Después de unas semanas, dominadas por los sueños perturbados en los que yo mismo era el protagonista, se iniciaron en mí unas imperiosas ganas de descubrir más sobre todo aquel asunto. Estuve varios días visitando la finca, pero no tuve éxito alguno.
Una noche, caminando a través de los árboles y olivos, comenzó a llegar el rumor de voces, que indicaban presencia de gente. Fui hasta el lugar donde el rumor parecía imantar mi presencia. Vislumbré de nuevo todo lo que llevaba semanas sacudiendo mi descanso. Las túnicas negras, los cánticos unísonos, los movimientos ensayados en la costumbre se sucedían. Reptando, rozando el mentón con la tierra, me camuflé en la noche. La mujer plateada, con una belleza que hasta en la lejanía oscura sacudía mi templanza, preparaba unos cuencos con líquidos. El resto de personas, cubiertas con las túnicas negras, esperaban la liturgia pagana. Las raíces venosas que engarzaban mi cuerpo en la tierra húmeda, no fueron impedimento para que las arrancase y poder observar así desde una posición más cercana. Iniciado mi reptante desplazamiento a unos límites más próximos, una resonancia dentro de mí, un tacto agresivo, violentó todo y mi boca sacudió la tierra.

Desperecé los ojos. La sensación de las sábanas que cubrían mi cuerpo me hizo sentir en casa. Aquel sueño de los rituales había producido un dolor terrible en mi cabeza. Los sueños estaban llegando demasiado lejos. Todo dolorido, abrí bien los ojos. Ante mí, en la penumbra del cuarto, el señor Reis me observaba sentado.

—No envidio el dolor de cabeza que debes tener. Aristeo se ha pasado un poco con el golpe.

El señor Reís fumaba con tranquilidad. Miraba con seguridad, sentado con las piernas cruzadas en el sillón y fumando con pausa. Conversaba como siempre, midiendo las palabras cual metrónomo parlante.

—¿Me vas a decir entonces que hacías allí? —me preguntó soltando un espesor de humo.

—Lo siento señor.

—¿Eso es todo?

—No sé que mas decir señor.

—¿Qué hacías allí Santiago?

—Señor, di un paseo y…

—¿Sueles dar paseos en propiedades ajenas, en horas no recomendadas y espiando lo que no te incumbe?

No supe qué decir. El señor Reís no parecía estar enfadado. Su semblante, a través de los atisbos que me permitía la poca iluminación del cuarto y la niebla artificial del humo, parecía dibujar una notoria decepción.

—¿Me vas a contar entonces todo? ¿Qué hacías allí?

—Señor, sé que no he hecho bien las cosas, discúlpeme. Hace unas semanas, sentí curiosidad por ver el ambiente de una de las fiestas que celebra. Entonces vine, llegué hasta la casa; había varios coches aparcados fuera, pero en la casa no se escuchaba ruido alguno y no parecía que hubiese gente. Me preocupé y decidí dar una vuelta por la finca para comprobar que todo estaba bien. Escuché unas voces, fui hasta el lugar de donde procedían y bueno…

—Y bueno, ¿qué?

—Vi todo, bueno… ya sabe.

—No sé, dímelo tú, que estás tan informado de todo lo que ocurre por aquí.

—Vi el ritual.

—La próxima vez que vengas a horas en las que no deberías de estar por aquí y te asustes porque no escuches ruidos, o no parezca celebrarse fiesta alguna, llama a la puerta, quizás te libres de futuros dolores de cabeza.

—Lo siento señor —dije avergonzado.

—Deja de disculparte tanto y dime qué hacías esta noche de nuevo por aquí. No creo que hayas venido para ver el ambiente de alguna fiesta.

—No, señor.

—¿Y?

—Llevo semanas que no hago más que pensar en todo lo que vi, busqué información sobre el ritual, sentía la curiosidad de verlo de nuevo señor, sé que no está bien lo que he hecho.

—Pues si ya sabes tanto, me ahorras darte más información —me dijo el señor Reís después de un incómodo silencio— Me decepciona un poco tu comportamiento, pero eres un buen chico Santiago, me has ayudado mucho.

—¿No está enfadado señor?

—Un poco, pero todos hemos sido jóvenes; quizás yo tampoco he sido sincero del todo contigo.

—¿A qué se refiere señor?

—Quizás debí contarte más cosas acerca de porque estoy aquí.

—No está en la obligación.

El señor Reís inspiró varias caladas. Miraba el suelo con esa conocida ya por mi parsimonia de formas.

—Es cierto que me llamo José Reís y que soy de Oporto, también lo es que soy doctor. En mi familia siempre hubo una tradición en el ejercicio de la medicina, siendo mi hermano Ricardo y yo, los último en ejercer la profesión. Ricardo y yo teníamos una clínica en Oporto, pero después de que Ricardo se exiliase en Brasil y valorase más su carrera como escritor que como médico, decidí cerrar la clínica y viajar por diversos lugares. En un viaje a oriente, descubrí todo lo que ya sabes acerca del ritual. Gobernado por mis ganas de mantener la juventud, llevo años salvando olivos centenarios y viviendo una vida que no me corresponde por razonamiento biológico. Nací en mi querida ciudad de Oporto en el año 1889. Gracias a lo sagrado que nace de estos olivos y como gratitud a mi defensa hacia ellos, la madre tierra me ha regalado todos estos años.

El señor Reís, con sus miméticos movimientos, desdobló unos papeles que tenía en el bolsillo y me los acercó. Eran su partida de nacimiento y un artículo de una publicación científica con fecha de 1934 y firmado por él mismo.

—Como puedes comprobar tengo noventa y cuatro años.

—Pero, ¿cómo puede ser señor?… apenas aparenta unos cuarenta años.

—Ni yo mismo podría explicarlo, todo esto trasciende a conocimientos que nunca he podido descifrar.

—¿La madre Tierra puede hacernos inmortales?

—Cada cuál debe comprobarlo Santiago. Todos somos conocedores de nuestra lealtad hacia ella.

Don José Reís tuvo que cerrar la clínica. Sus rituales se fueron conociendo en la zona y perdió todo el prestigio como doctor. En la ciudad no tuvimos noticias de él. Todos los olivos centenarios que el señor Reis salvó, sucumbieron a la especulación urbanística. Solo las raíces sagradas, o quizás ni eso, moraban bajo la arena y el cemento del hombre.

Transcurridos unos años, recibí un sobre con dos cartas a su nombre. Estaban enumeradas con un orden de lectura. En la primera, me indicaba que por favor viajase hasta los terrenos argodienses de las marismas del sur y allí, en el sitio exacto indicado, abriese la segunda carta. Así hice, tal como me lo pidió. Emprendí el viaje hasta las marismas del coto. Seguí sus indicaciones. Sumergidos mis pies en un médano, al fondo, vislumbré un pasillo de juncos. Rodeado por aquella espigada y verdosa vegetación, nacía un enlosado camino de piedra. Aquel sendero me llevó hasta una cabaña de cal y ladrillo. Era el lugar exacto. Un verdoso y grueso olivo arañaba con las ramas la pared de la humilde casa. Abrí la otra carta.

Querido Santiago.

Este olivo centenario, que tienes frente a ti, es la última morada que he de tener. Los años pasan, y mi egoísmo errático, no puede sucumbir a las leyes propias de la madre tierra. Debo seguir el ciclo sagrado y desperezar mis pies de la tierra que tanto amo. Han sido muchos años observando la belleza tangible; ahora quiero prenderme en la espiritual. Dentro de la casa está mi humilde legado, no esperes algún tesoro, apenas unos libros y algún que otro objeto. Siempre agradecido a tu lealtad. Su amigo centenario.

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