
120. El árbol hermoso
Volví ayer de mañana de Roma. Estamos trabajando en la villa que el emperador Adriano tuvo en Tivoli, Villa Adriana, y no tenía prevista mi vuelta hasta dentro de una semana, pero he tenido que adelantarla porque me llamó mi amigo Javier pidiéndome un favor y no se lo he podido negar. Su padre ha fallecido y su último deseo ha sido que entierren sus cenizas en su olivar. Mi amigo quiere que le acompañe. Como digo, no he podido negarme.
El largo viaje desde el aeropuerto hasta mi casa fue casi un alivio después de las tediosas horas de espera en el aeropuerto rodeado de rostros planos, crispados, todos distintos, todos iguales. Cuando viajo me mantengo en tensión desde que salgo del hotel hasta que aterrizo y eso no es bueno para ninguna parte de mi cuerpo ni para ningún lugar de mi alma. Anoche pude dormir unas horas y ahora, desde el autobús, camino del pueblo, veo pasar los campos llenos de olivos a ambos lados de la carretera, puedo ir dibujando sus siluetas sobre el cristal de la ventanilla con mis dedos, miles de olivos, todos iguales, todos distintos.
Mi amigo me esperaba en la estación de autobuses, le abracé y le dije que lo sentía, y puedo jurar que tanto el abrazo como mis palabras eran sinceras. Nos conocemos desde los cuatro años y es mi amigo. Y pienso que su padre era un gran hombre, o al menos eso creo, porque no era mi padre, porque no tuve que sufrirlo como todos sufrimos a nuestros padres. Solo le conocí como el hombre que me acogía en su casa todos los veranos por ser amigo de su hijo, solo era el hombre estricto que vivía del campo, del olivo, que solo honró a sus antepasados y solo dio a sus hijos un porvenir más que decente. Digo “solo era…” y nunca unas palabras fueron más mentirosas que estas, porque despojan a ese hombre de todos los amaneceres, todos los días, todas las noches, todo lo que le unía a la tierra y todo lo que consiguió elevar de ella. Así que me reprocho mis propios pensamientos y con mi abrazo y mi pésame y después de dejar mi maltrecho equipaje en el maletero, nos dirigimos directamente a su casa. Me dice que iremos al campo al atardecer. Javier no quiere esperar más, su madre no se siente cómoda con las cenizas en casa, incluso se opuso a la incineración al principio. Su madre también me abraza con afecto, aunque llevamos años sin vernos. Y me deja caer que he debido estar muy ocupado. Encajo la crítica y veo como Javier sonríe a sus espaldas. Cuando por la tarde nos marchábamos a cumplir la voluntad de su marido Javier le preguntó si quería acompañarnos y contestó que ella ya se había despedido de su marido en la iglesia, que lo que quede de él en esa caja, así la llama, es para la tierra.
Enfilamos con el coche que lleva a la salida del pueblo a una calle camino de las tierras de su padre y a los pocos kilómetros nos cruzamos con un tractor que volvía al pueblo, conducido por un chaval muy joven con una camiseta negra con el anagrama de algún grupo de rock que no identifiqué y que saludó a Javier quitando una mano del volante durante unos segundos. Sobre el remolque que arrastraba cansinamente, dos hombres de color con gorras de publicidad de fertilizantes y camisas sudadas repitieron el saludo.
Mientras el atardecer nos perseguía dejamos la carretera y cogimos un camino sin asfaltar que levantó una infinita polvareda a nuestras espaldas, subimos la cuesta hasta donde la prudencia aconsejaba, bajamos del coche, encendimos un cigarro. Y bromeó con amargura sobre que ahora sí, gran parte de todo esto si era suyo. Me señaló el horizonte, escondido entre todas aquellas copas que se mecían con la brisa y me preguntó. Sí, aunque he visto algo de mundo, me gusta lo que veo, me gusta mucho lo que veo, me gusta verlos en estas grandes manadas de seres vivos y quietos y me gusta verlos cuando se han convertido en solitarios monumentos.
Le digo que hay un olivo centenario apartado del camino en Villa Adriana, lo llaman el “albero bello”, el árbol hermoso, el árbol bello. No podrían encontrarse palabras más apropiadas ni, seguramente un momento más oportuno para pronunciarlas que en su presencia. El tronco parece que se ha deshecho y se ha vuelto a solidificar con la consistencia del mármol esculpido. No desmerece a las estatuas que hay en la villa, porque su madera invita a tocar y admira al tacto y a otros sentidos de los que solo somos conscientes cuando estamos junto a él. Su superficie no es lisa, pulida y mentirosa como la de las estatuas, sino rugosa y áspera como la vida misma. Sus ramas están llenas de pequeñas aceitunas, frutos de un árbol anciano y libre, tal vez salvaje, y sus raíces toman cumplida venganza de las ruinas del palacio del emperador romano. Me dice que mis lecturas me han convertido en un enfermo y yo le doy la razón. Y le recuerdo que él es ingeniero y que también tiene su pedrada. Reímos como los niños que éramos. Le recuerdo los días en que su padre nos traía a hacer suelos a los olivos y reímos aún más.
A pesar del polvo su padre me vio. Estaba empezando a amanecer, en el pueblo era semana de feria y nos acostábamos a las dos o las tres. Y aun así, su padre nos levantaba a las seis de la mañana y llegábamos a aquel olivar dando cabezadas en el coche, cogíamos nuestro rastrillo y comenzábamos nuestra faena. Éramos jóvenes. Sudábamos hasta la última gota del poco alcohol que bebíamos entonces. Pero aquel trabajo nos hacía sentir fuertes, importantes, parte de algo mucho más grande que nosotros. Como decía, a pesar del polvo me vio desde su olivo. Yo había parado de rastrillar y había cogido algo del suelo, no conseguía darle nombre a aquel trozo de metal redondeado y pardo que saltó de entre los terrones. Me preguntó qué era y como le dije que no sabía me hizo un gesto para que me acercara. El sudor me caía desde la frente marcando todo el camino de un suelo a otro. Dijo que era una moneda y que me la guardara en el bolsillo. Asentí y seguí con mi trabajo. De vez en cuando se dirigía a nosotros, cuando veía que arrastrábamos demasiada tierra o demasiado poca, pero siempre con las palabras de un maestro, no de un manijero. Mientras desayunábamos un rato después bajo un olivo me pidió la moneda, la limpió con los faldones de la camisa y me la enseñó. Entre los restos de tierra, el metal ennegrecido dejaba escapar la figura muy simple de un árbol y unas letras que no pude identificar. Podría ser un olivo, podría ser latín. Se guardó la moneda en el bolsillo diciendo que lo que sale de la tierra es del dueño de la tierra y seguimos con nuestro soñoliento desayuno. Aún nos quedaban unas cuantas horas de trabajo.
Nos adentramos en el olivar por una hilada hasta llegar al pie grueso de un olivo, con la copa frondosa y redondeada que ya empezaba a cargarse de aceitunas. Coincidimos en que era buen momento y buen lugar, así que Javier volvió al coche. Traía un pequeño almocafre en la mano derecha como si trajera un arma afilada y la urna recogida con el brazo izquierdo sobre el pecho como un botín que no se merece. Cavó un agujero de unos palmos de profundidad junto a una de las patas, introdujo la urna y, antes de cubrirla con tierra, dejó caer algunas aceitunas que arrancó del olivo. Ninguno de los dos es religioso, pero el comenzó una oración y yo le seguí.
Me preguntó si tenía prisa, si quería ir a descansar y como le dije que no, nos tumbamos en el suelo, bajo las ramas, y me dijo que si pegas el oído al suelo puedes oír cómo crecen las raíces camino del otro lado del mundo. Me dijo que ese árbol bello del que le hablaba estaba muy bien, pero que me llevaría a conocer a uno que hay justo en la linde de esta haza. No es demasiado viejo. En algún momento, cuando era más joven, debió haber un cerco de alambre de espino junto a su tronco. Con el tiempo el olivo creció en torno a aquel alambre oxidado grueso como un dedo. Los días pudieron con la alambrada que acabó desapareciendo del paisaje, pero aquel trozo de materia extraña quedó atrapado en su tronco. La vida se impone, me dijo, la tierra se impone, el olivo sobrevive. Tiene una digestión lenta de cuanto ocurre a su alrededor, pero se acaba imponiendo. Le contesté que, al parecer, no era yo el único enfermo. Volvimos a reír.
Le pregunté que si él se haría ahora de las tierras y contestó que sí. Le pregunté si estaba preparado, porque llevaba mucho tiempo fuera, con un trabajo muy distinto y me dijo que pronto lo sabría.
Sacó algo del bolsillo y me lo entregó. Era la moneda. Me dijo que su padre quería que yo la tuviera. Estaba limpia, pulida. En una cara el olivo y en otra un rostro rodeado por una inscripción en latín.
Le pedí que volviera a abrir el agujero y entre las aceitunas que él había dejado deposité la moneda con todo el cuidado del mundo, con la esperanza de que alguien la encuentre dentro de cientos de años. Es importante que todos hagamos la parte del trabajo de la que el destino nos hace entrega.
Mientras volvía a cubrirlo habló:
– Mi padre decía: “Si quieres mantener algo en tu memoria, algo que ya no es tuyo, entiérralo debajo de un olivo. Volverá a ti con cada gota de aceite”.