
12. Encuentro
¡Che!, no te lo podés imaginar, ¡qué encuentro! Llegó al olivar, a la esquina cálida de la vida. Vos sabés lo que traía detrás: venía chasqueado de un boliche, de unas cornadas de muerte, una jodida milonga. Se tumbó a la sombra del olivo centenario cuan largo era y dejó que sus ramas lo abanicaran suavemente. ¡Qué gozada, pibe! Volaba, se hundía, volvía a emerger; y el sol, ese sol de media tarde de primavera que entibia lo más hondo de los adentros, lo reanimó, porque arribó con el cuerpo gélido y el alma acerada. Volvía a ser niño, ¡era niño! ¡Qué lindo! Puesto que sos mi cómplice, antes de continuar con este tango mal hilado de continuo, es conveniente que sepas, porque para mí es importante, que el mar de olivos, de cerca, era verde esmeralda y de lejos azul turquesa. Estoy convencido de que mi nacimiento me ata a lo austral; lazos de sangre no más o el dulce y amargo encanto de ser argentino. Esta aclaración puede ser la clave de toda esta chacarera, entre el porteño, el lunfardo y el castellano. Por fin he arrinconado al “Pelao”, sí el bandolero que huyó a Argentina e hizo fortuna en la inmensa Pampa; a la niña Isabel, violada y muerta por mano de cacique andaluz y que tuvo que ser enterrada en un recóndito aprisco de Sierra Mágina para evitar que ultrajaran su cadáver, porque su cuerpo fue brutalmente violado por una caterva de esbirros y de soldados a sueldo del señorito. Y su inocencia pisoteada por hombres viles de manos negras. ¿Qué pasa, che?, no sos un botarate que no sabe nada de lo que cuento: “El Pelao” le cortó los güevos al boludo del señorito y se los metió en la boca hasta asfixiarlo. Dura historia, ¿eh? Vos lo sabés bien, como la del gaucho Malpica, pampeano de corazón y oficio, que lo emigraron a El Puerto y perdió todo: la vía y el alma. Pegó la última costalada en la puerta de una barraca empapado de lemoncello. Todo eso y más cosas, que me callo por ser discreto, traigo en mi mochila, esperando que la savia de los olivares y el aceite de mi tierra enjuaguen estos pesares y vuelva a encontrarle sentido a la vida. Ah, y el sol, este sol salvífico de Andalucía que sana todas las heridas, del cuerpo y del alma. Conocés bien mi vida truculenta de boliche en boliche, cada vez más agónica, de tragos de ron, de sorbos de lemoncello, y otros muchos de puro fernet. Llegué a un punto en que podía acabar como el gaucho Malpica, dando una costalada mortal en la puerta de cualquier garito del Puerto. Entonces me acordé de la niña Isabel y del bandolero “El Pelao” y sentí la llamada de la tierra, de estos olivos centenarios, y las frescas fuentes de estos parajes, del oro líquido que mana de sus aceitunas y de la bondad de las gentes que pueblan estos lares.
He llorado a la niña Isabel como nunca lo hice, a pesar de ser la hermana mayor que nunca conocí. Mi primera súplica al llegar al olivar de su desdicha fue para ella:
Los latidos del silencio golpean enérgicos en esta noche de luto.
La quietud, asolada de pena, amordaza el grumoso ambiente.
Corazones de aceite en la copa de un olivo.
Las lágrimas del manantial se agostan y vierten granos de piedra dura
sobre los olivares polvorientos, grises, sinuosos, de loma en loma prendidos.
La azucena duerme en el lecho cobrizo de su estirpe.
La miro, elevo los ojos al cielo y reniego de la mano torva que cuajó su vida.
Alma ambarina, fragua color cetrino.
Consagran las ilusiones en el ara de un olivo.
Azules violáceos, dorados trigueños, verdes marinos y un rosáceo carnoso
desprende la niña áurea.
En sus ojos, un mar de olivos de plata y una chispa de ocre de albero.
La noche osa su dominio bajo sus zapatitos nacarados.
Un rumor de olas, tras las lomas,
desmiembra el ánimo de la niña en miles de fibras heladas.
El crepúsculo limonado se enfría en la cepa de los olivos.
La distancia, de éter violeta, marca pausada pauta de cilindros.
Al trasluz rugen gargantas de acero.
Por un cielo de olivos, la luna va preñada y las aceitunas esperan la noche de Capricornio.
En los montes lejanos se cuece oro y sangre.
Ónice, olivino veteado, rama, cepa; sones de tu silencio palpitan ahora
alentándonos a vivir.
¡Corazones de aceite en la muela de un molino!
Mi padre, “El Pelao” (lo llamaban así porque el mismo señorito responsable de la muerte de Isabel mandó que lo pelaran al cero a causa de un pequeño descuido que tuvo), cuando cumplí doce años me sacó un billete de avión y me mandó con mis abuelos al pueblo, para que conociera mis raíces y me educara en Andalucía. Y allí fue donde conocí el olivo centenario, los juegos de los mozalbetes y el inicio de los primeros amores de juventud. Algunos idilios amorosos fueron una raya en el agua, pero otros han durado toda la vida. Y allí fue donde te conocí a ti. Trabamos una amistad que ha perdurado en el tiempo, aunque los dos hayamos tenido caminos equidistantes y hayamos sido unos trotamundos. Regresé a Argentina al llegar la noticia de la muerte de mi padre. Me reuní con mi madre justo a la hora del entierro. Dimos tierra al “Pelao” en el panteón que él había mandado construir en el rancho familiar. Mi madre, después de la muerte de su marido, comenzó a deteriorarse a pasos agigantados. Y falleció no habiéndose cumplido un año de la muerte de su esposo. A partir de ahí mi vida entró en unos derroteros que presagiaban el desastre. Me di a la bebida, a las mujeres y a las drogas. El dinero se me iba como el agua, pero como la hacienda era grande y rica, vendía para obtener más plata. Hasta que un día vendí el último acre de tierra y me quedé sin nada. Menos mal que con el dinero del trato me compré un billete para España y me salvé de la quema total. Ahora vivo en la casa de mis abuelos, el único bien que poseo, curándome de mis heridas, de mi desgana y de mi ruina moral; buscando al pie de este olivo centenario la sanación.
Ayer tarde cambió mi panorama. Ayer tarde quizás se conjuntó todo y tomó sentido: paseaba apático entre el olivar, camino de la Fuente Fría, próxima al olivo centenario, en el lugar de los Silos, que recorre el Camino Alto, cuando divisé un carro tirado por una mula que subía camino arriba. Era la viva estampa de los buhoneros de antes. Delante caminaba un par de personas, hombre y mujer, que charlaban animadamente. Me dirigí a su encuentro y entablé conversación con ambos. Tras las oportunas presentaciones, supe que Irina, pibe, así se llamaba ella, pintaba al óleo bellos cantos rodados que recogía en estas tierras, piedras calcáreas en su mayoría producto de la erosión. Para vos, que lo entendés mejor: árboles, pibe, casi todas las piedras mostraban el árbol de la vida encarnado en un olivo. Me entretuve y contemplé aquellas pequeñas y hermosas obras de arte y surgió la magia, como cuando brota una semilla. A Irina la acompañaba su esposo, un gitano argentino de pura cepa con raíces andaluzas, ambos cordiales, cultos e inteligentes. Él recolectaba troncos de olivo y tallaba caras, las caras del mundo, perfiles de todas las razas y credos. Para que lo entiendas mejor: era un artista del mestizaje cultural, por eso usaba como materia prima el olivo, porque el olivo representa el sincretismo en estado puro. ¡Qué hermosura de criaturas, pibe! Se me fue, como por ensalmo, y eso que estaba macanudo y tablón, la abulia y trabé hermosa conversación con los dos. A estas alturas del asunto aún no te he dicho que Irina era rusa; lo que es la vida, che: una rusa y un argentino por esos mundos de Dios. Oye, y lindos, eh, ¡qué te voy a contar si vos sos un trotamundos. La tarde se fue cayendo con luces de cobre y estaño. Sobre el olivar collares y anillos albos.
Prepararon su campamento bajo el olivo centenario. Vos sabés muy bien de lo que hablo, pues el olivo también fue objeto de tus juegos y afanes cuando de niños en él nos refugiábamos. Me dirijo a ti, lejano en el ayer y en el hoy, porque eres la única chispa de aliento que me queda, aunque a partir del encuentro con Irina se me han abierto las puertas del cielo. Si alguna vez regresas, busca en la llaga del olivo centenario, encontrarás esta nota para ti.
Extendieron un mantel sobre la solera y sacaron unas viandas que compartieron conmigo. Hablamos de lo divino y de lo humano, en una charla sosegada y apacible. La noche se vino al olivar con paso de blanca dama. La luna, somnolienta, bañó los campos con sus fanales de glauco ambarino. Un cielo cuajado de estrellas extendió su manto sobre los olivos. Y nosotros, sobrecogidos, contemplamos quedamente el escenario. El reloj de la parroquia, en el cercano pueblo, dio las doce.
Irina me regaló un trocito de su corazón, de su arte, una hermosa piedra caliza en cuyo centro emergía el árbol de la vida, el olivo ancestral, la pintó en un instante y le puso su nombre, no el de ella, sino el mío. Dádivas como ésas, pocas, pibe, tal y como está este puñetero mundo. Saqué de mi mochila la botella de aceite que siempre llevo para echarme la merienda y se la regalé. Tenía que corresponder con algo, ¿y qué mejor que el oro líquido de nuestra tierra, de aquellos olivos que hollábamos? Por ello a mí se me abrieron las mientes y comprendí todo lo ocurrido hasta el momento. Pa qué relatarte más, si ya está servido el mate, ahora sólo queda que los vuelva a encontrar y podamos matear.