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119. Entre vino y aceitunas

Nadia Soledad Ingaramo

 

Mendoza es conocida por ser la tierra del vino, pero también de las aceitunas. Es una provincia con un paisaje maravilloso, rodeada de montañas. A unos 15 km de su capital de igual nombre, se encuentra un olivar perteneciente a una familia de ascendencia española, irónicamente de apellido Olivares. Fue Pedro, el bisabuelo de Marcos, quien llegó a la Argentina a comienzos del siglo XX y adquirió el terreno para dar origen a la plantación. La edificación, propia de esas épocas, se encuentra aún bien mantenida. Todos los descendientes de Pedro han crecido en esa finca y trabajado esas tierras, incluido Marcos.

Parte del trabajo incluye paseos turísticos a los visitantes de otros lugares. Fue así como Marcos conoció a Sara, una motociclista pelirroja de corazón muy noble. Fue un amor intenso y a primera vista.

Juan Manuel, el hermano mayor de Marcos, era quien se encargaba de dar el tour, y su esposa, Irina, preparaba en un salón a modo de almuerzo para los turistas una degustación de las deliciosas aceitunas que producían, acompañadas con empanadas de carne, salamines y vinos de la zona; productos que, de desearlo así, los visitantes podían adquirir allí mismo. Pero ese día Irina estaba atrasada con sus labores y le pidió ayuda a Marcos, quien normalmente se encargaba de la contaduría. Así que el fornido moreno de ojos verdes dejó la facturación a un lado, salió de la oficina y se dirigió a la bodega de la hacienda, en busca de vinos que servir. Entonces la vio. Ese día el sol brillaba en todo su esplendor, y se reflejaba en el cabello cobrizo de Sara, haciéndola resaltar desde lejos. «¡Qué hermosa mujer!», pensó, y se quedó un momento observándola, sin que ella lo notase. Pero el llamado de Irina, apurándolo, lo sacó de su abstracción.

Al regresar al salón, colocó las botellas en la mesa y se encargó de llevar también las bandejas de aceitunas verdes y negras, salamines y pan que Irina ya tenía preparadas en la cocina, mientras ella terminaba de cocinar sus riquísimas empanadas. Los tablones estaban perfectamente arreglados con manteles blancos y centros de flores frescas; las bandejas, botellas, copas y servilletas dispuestas de forma que contribuían a la armonía del arreglo.

Llegada la hora, Sara y los demás visitantes se deleitaban entre charlas con estas exquisiteces regionales. Entonces Marcos aprovechó para ir a preguntar a los visitantes si estaban disfrutando todo y si necesitaban algo más. Se mostró muy servicial, especialmente con Sara. Sus ojos se clavaron intensamente en los de ella al llevar una bandeja hacia la parte de la mesa donde ella estaba sentada y esto hizo que a Sara se le ponga la piel de gallina. Y Marcos tuvo sensaciones fuertes en el pecho y en el estómago. Jamás las había sentido antes. Es increíble lo que una mirada puede provocar.

De a poco, entre las idas y vueltas de Marcos, comenzaron a charlar. Cuando los demás visitantes se retiraron, Sara se quedó hablando con Marcos, tomando vino, riendo y comiendo aceitunas. Estaba fascinada con el lugar, con las aceitunas, con el vino… y con Marcos. El tiempo pasó tan precipitadamente que oscureció sin que se den cuenta. Cuando Sara notó que ya era de noche, se retiró en su motocicleta hacia el hotel donde se hospedaba en la ciudad de Mendoza, pero le prometió a Marcos que se quedaría unos días más.

Al día siguiente, Sara volvió a la finca. Marcos se había organizado para tener libre su tarde de sábado y pasarla con ella. Charlaron de muchas cosas. Él le contó sobre la herencia familiar del olivar, ella le habló sobre sus viajes en moto. Tenían tanto que decirse, sin embargo les parecía que se conocían desde siempre. Entre vino y aceitunas el tiempo voló otra vez.

El domingo se volvieron a ver. Sara fue más temprano, y almorzaron en los terrenos del olivar. Marcos preparó un pícnic a la sombra de los olivos. Llevó un mantel para sentarse en el piso, copas, vinos, empanadas y, por supuesto, aceitunas. En medio de la charla y las risas se produjo en un momento una mirada intensa entre ambos y el tiempo pareció detenerse. Marcos se atrevió a besarla y sintió explosiones de colores en su sangre, recorriendo todo su cuerpo. A Sara le revoloteaban mariposas en el estómago. Fue el beso más dulce y hermoso que jamás le hayan dado.

Por la tarde, pasearon abrazados por el olivar, con una botella de vino en mano, ya no usaban las copas. Sara le comentó a Marcos que había percibido otro sabor en las aceitunas que comieron ese día y el día anterior, eran aún más deliciosas que las que degustó en su primer paseo por la estancia. Siguieron caminando y, en algún punto del terreno, Marcos se detuvo y le mostró el olivo más hermoso de todos, rodeado de flores iguales a las que adornaban los floreros de los tablones en el salón. Le contó que de ese olivo en particular se extraen las aceitunas más deliciosas y que el aceite de oliva que se produce de ellas era el más exquisito y de mejor calidad. De allí eran las aceitunas que a ella tanto le habían gustado. Esto sorprendió un poco a Sara, no recordaba que Juan Manuel hubiera dicho tal cosa en el paseo del viernes. No comprendía tampoco qué diferencia podría haber entre ese árbol y todos los demás.

Marcos le dijo que había muchas historias sobre el lugar. «Mitos», pensaba él respecto a algunas de ellas, que su hermano contaba en el paseo y que incluían a los tradicionales duendes mendocinos. Pero había una historia que no se contaba, una historia familiar que giraba en torno a ese árbol puntual y se remontaba a la época del bisabuelo de Marcos.

Se decía que Pedro tenía un socio, Juan, que había venido de España con él. Se habían criado juntos y eran como hermanos. Cuando adquirieron las tierras, estas no constituían aún una plantación de olivos. Así que, en sus comienzos, dedicaron parte del terreno a la ganadería bovina y ovina, para poder comerciar durante los años que les tomaba a olivos crecer y dar sus primeros frutos, y así sustentarse y mantener la finca. Tenían, además, algunos caballos que utilizaban para trabajar y para transportarse.

Cuando llegaron a las tierras mendocinas, ambos hombres eran muy jóvenes y todavía solteros, pero a mediados de la década de los veinte, Pedro conoció a una dulce mujer de la que se enamoró y con la que se casó un par de años después. Para 1930, Pedro y Ana María esperaban con ansias el nacimiento de su primer hijo.

A la mujer de Pedro le quedaban solo dos meses de embarazo cuando algo horrible ocurrió. Era una noche hermosa de verano, y Ana María decidió salir a sentarse afuera de la casa y mirar el cielo estrellado y la luna llena. Eso la relajaba, le daba una sensación de paz. De pronto, escuchó a uno de los caballos enloquecer en el potrero. Pedro y Juan se encontraban jugando al truco en el comedor, así que Ana María se arrimó a la puerta para avisarles que iría a la caballeriza a ver qué le sucedía al animal. A los pocos segundos, los hombres escucharon el grito agudo de Ana. Salieron corriendo a socorrerla y se encontraron con que un cuatrero la sostenía desde atrás con un brazo cruzado por el pecho, y con el otro le apoyaba la punta de un cuchillo verijero en el cuello. La pobre Ana lloraba de miedo. Entonces Pedro le pidió al intruso que la suelte, le suplicó que tenga piedad por su esposa y por su bebé, y le dijo que si la mataba no podría escapar luego de allí. Mientras tanto, aprovechando esta distracción generada por Pedro, Juan se iba moviendo despacio hacia el sujeto. Logró tomarlo del brazo que sostenía el cuchillo y, en el forcejeo, Ana terminó siendo empujada hacia el piso. Juan le indicó a Pedro que se la lleve, y este así lo hizo. La ayudó a levantarse del piso y corrieron hacia la casa, mientras los otros dos hombres peleaban. Al regresar para ayudar a su amigo, lo encontró herido en el piso. El otro hombre le había dado un puntazo en un pulmón y luego salió huyendo. Juan murió en brazos de Pedro y este episodio fue recordado con tristeza en la historia de la familia.

Juan fue enterrado en el olivar, junto a un árbol que estaba creciendo, y Ana plantó flores allí para marcar el lugar. Se convirtió en tradición que las mujeres de la familia mantengan un pequeño jardín floreado en ese pedacito de tierra. Con los años, el olivo creció más bello que todos los demás y, cuando dio sus primeros frutos, Pedro y Ana decidieron que esas aceitunas no se comercializarían. Las aceitunas recolectadas de allí serían para uso exclusivo de la familia y para compartir con sus seres queridos, lo cual también formó después parte de la tradición familiar. Resultaron ser las aceitunas más deliciosas, y el aceite extraído de ellas, el más exquisito.

En honor a su fiel amigo, que entregó su vida para defenderlos, la pareja decidió llamar a su primogénito, el abuelo de Marcos, con el nombre de Juan. Esto se convirtió también en una costumbre familiar, y el nombre pasó de generación en generación a todos los primogénitos hasta llegar a Juan Manuel y a su hijo mayor, Juancito.

«Una historia increíblemente emotiva», pensó Sara, y se enamoró aún más del lugar, de la familia, de Marcos. El ocaso marcó el fin de la velada y, terminado el fin de semana, Sara se retiró al hotel, pues debía partir temprano el lunes rumbo a su ciudad natal de Santa Fe.

Pero la conexión entre ellos era tan fuerte que decidieron continuar su amor a la distancia. Se comunicaban a diario con llamadas o mensajes de texto y, cuando podían tomarse unos días libres de sus respectivos trabajos, se disponían a pasar los más bellos momentos juntos.

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