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118. El olivo viejo

Juan Manuel Poza Moreno

 

Los grillos han silenciado su estridor, como si no quisieran molestar. Acaso en la oscuridad de la noche, una oscuridad desdibujada por la luna llena, siguen con sus antenas el apresurado caminar de Lola, la Antequerana, por las afueras del pueblo.
Lola, la Antequerana, también conocida por los vecinos como la Forastera, no se percata del silencio que emerge del suelo a su paso. Sólo oye el sonido de su respiración acelerada y exhausta, de reo que espera a que el verdugo accione el garrote que dejará su garganta del grosor de una caña.
Empuña Lola con las dos manos un hacha grande y pesada apretando el mango con tal fuerza que sus nudillos han emblanquecido. Pero no es consciente de la presión que ejercen sus sarmentosos dedos de mujer pobre.
La luna arranca sombras insondables a su alrededor: al muro de piedra de la finca de los marqueses, a los cipreses que custodian el camino del camposanto y a los frutales del tío Macario. Las huertas parecen albercas llenas de agua negra. No queda lejos la casita chica, que llaman en la familia de su marido. De Antonio.

Corría un mes de octubre cuando las vidas de Lola y Antonio se enredaron en Antequera. Antonio regresaba a casa desde Algeciras tras haberse licenciado del servicio militar. Viajaba buscándose la vida, tieso como estaba después de haberse gastado todo el dinero que tenía en parrandas con otros quintos. Primero se había subido a un tren, en el que aguantó hasta que no pudo evitar al revisor, que lo obligó a bajarse en Bobadilla por no tener billete. Desde allí continuó a pie y montado en la caja de un camión cuyo conductor se había apiadado de él. En Antequera pretendía subirse furtivamente al primer tren que pasara con destino a Granada.
Fue todo uno pisar la ciudad malagueña y, espoleado por un hambre lobuna que agujereaba su estómago, ponerse a buscar algún mercado callejero o acaso alguna tienda con la intención de descuidar algo que echarse a la boca. Deambuló pues por la ciudad sin preguntar a nadie, por no señalarse, hasta que recaló en la plaza de San Francisco y de seguido, sin pensarlo, entró en el hormiguero que era la plaza de abastos, donde un ejército de mujeres quejicosas y regateadoras y un plantel de comerciantes más fenicios que otra cosa compraban y vendían y charlaban envueltos en una algarabía de notables proporciones. El escenario era propicio para sus intenciones.
Estimó Antonio que lo más fácil sería robar en una frutería, pues las piezas de fruta son fáciles de distraer, siempre y cuando hubiera alguna clientas que distrajeran al tendero, pero no tantas como para que no le fuera posible acercarse al género. Así pues, brujuleó por el recinto hasta que localizó el puesto adecuado. Era largo y estaba atendido por una joven que no parecía demasiado atenta al género.
Puesto que no le convenía que su acercamiento llamara la atención, Antonio se hizo el despistado y poco a poco se fue aproximando al puesto mirando aquí y allá, como si buscara a alguien. Entonces ocurrió algo que no había previsto: su mirada se cruzó con la de la joven que estaba despachando en el puesto. La muchacha parecía un ángel con su carita dulce y su cabello rubio, a pesar de sus ojeras producto de la falta de sueño, que le daban un cierto aspecto enfermizo. Pero aun así le pareció tan bella que de inmediato abortó el plan, pues no podía robarle a su futura esposa.
Antonio, mozo alto, guapo, moreno, bien formado, experimentado en el arte del requiebro y mujeriego, esperó a que el puesto se quedara solo para acercarse a hablar con la beldad de la que se había quedado prendado. Su experiencia le decía que no había de escapársele si no estaba comprometida. E incluso aunque lo estuviera.
―¿A cuánto está el kilo de niña guapa?
―Muy caro. No creo que puedas pagarlo.

La débil claridad de la luna no alcanza para que Lola vea por dónde pisa. Es por ello que, aunque el camino es bueno, acaba por tropezar con una piedra. En un movimiento reflejo suelta el hacha para poder amortiguar el golpe con las manos. La caída le deja sendas erosiones en las palmas y un pequeño golpe en la rodilla derecha. Nadie ha sido testigo de su tropiezo, pues todavía quedan varias horas para que arrieros y agricultores se echen a los caminos.
A Lola le escuecen las heridas y le duele la rodilla herida. Aprieta los puños y los dientes, y rueda hasta quedar boca arriba. Permanece en esa posición mirando a las estrellas durante unos instantes, sin aire, con un trapo mojado de lágrimas en la garganta. Quiere llorar, pero su alma está a otra cosa. Mil veces ha recorrido el camino del río, que llaman, para llevarle algo de comer a Antonio, unas veces al olivar, otras a las huertas de la ribera, y también para verlo un rato y comérselo a besos detrás de aquel olivo o del sauce grande. Ni un año hace de eso. Ni un año.

Lola y Antonio no tuvieron viaje de novios, pues eso era cosas de ricos. Al día siguiente de la boda partieron para el pueblo en un automóvil prestado.
No entendía la Antequerana la expectación que había levantado su boda con Antonio. A su llegada recibieron a los recién casados no sólo doña Casilda, la madre de Antonio, y Casildita y Petra, sus hermanas, sino también sus amigos, las amigas de sus hermanas, los vecinos y hasta el párroco y el maestro. Todos querían conocer a la forastera, a la que alguien, sin saber muy bien por qué, había descrito como una belleza andaluza de cabello como el ala de un cuervo y ojos del color del azabache, cuando en realidad era rubia y tenía los ojos del color del color del cielo nublado.
Aquella tarde todo fueron felicitaciones a Antonio y halagos a la belleza de Lola, acompañados besos y pellizquitos en las mejillas, y hasta de alguna mirada lasciva por parte de uno de los amigos del novio.
―¡Muy lejos ha ido el Antonio a buscarse la moza! ―exclamó don Hilario, el viejo párroco, tras darle dos sonoros besos a la novia―. Espero que sirva para algo ―concluyó su saludo, esta vez hablando para sí entre dientes.
No entendió Lola el significado de este comentario; claro que estaba tan solicitada que tampoco tuvo tiempo para reflexionar sobre él.
Tras el recibimiento hubo una celebración en la plaza del pueblo a la que todo el mundo estaba invitado. Se sirvió jamón, queso y una caldereta de cordero, todo ello regado con vino del mejor que había podido conseguir doña Casilda, que no pasaba de peleón. Sin ser acomodada, la familia de Antonio vivía con cierta holgura. Su padre, también llamado Antonio, les había dejado unos buenos olivares, las huertas y un campo de cereal. Las tierras más cercanas al pueblo las explotaba Antonio con la ayuda de sus cuñados y unos cuantos braceros que contrataba, y las más lejanas las tenía arrendadas. Así pues, entre el dinero que le sacaban a la aceituna, las verduras que cultivaban en la huerta y los animales que tenían, no faltaban nunca las viandas en la mesa de los Negros, como eran conocidos en la comarca.
Por la noche, Antonio y Lola se amaron hasta el amanecer. Rápido aprendió la novia diversas técnicas amatorias, de las que era desconocedora. No así él, que ya había tenido sus más y sus menos con alguna moza a la que había desgraciado su virginidad.
La casa familiar de los Negros era grande y laberíntica, producto de sucesivas ampliaciones y reformas. Aquí y allá se abrían dormitorios, algunos vacíos y otros ocupados por doña Casilda, Petra con su marido y su hijo José, de tres años, y Casildita, que permanecía soltera todavía a sus diez y siete años. En la planta baja tenía una gran cocina, un salón y varios corrales. La fachada trasera daba a un gran patio por donde correteaban las gallinas y los corderos. Al fondo había una cochiquera para los marranos. Una chica humilde de pueblo no podía pedir más: tenía un marido guapo y no le iba a faltar un plato en la mesa ni a ella ni a sus futuros hijos.

Lola tantea el suelo hasta que localiza el hacha. Se levanta, la empuña de nuevo y echa a andar. Enseguida deja atrás la finca de los marqueses y las huertas de los pozos. El camino se adentra en un olivar. Pronto alcanzará una senda que conduce a la casita chica, que, aunque se llame así, no se trata más que de una desvencijada construcción de adobe en la que guardan aperos de labranza y que en ocasiones utilizan para vigilar por las noches el olivar y las huertas. Confía en verla a recortada en el cielo.
En su cabeza dan vueltas y vueltas conversaciones mantenidas durante los dos años que llevaba casada y comentarios lanzados al aire como quien lanza la simiente para esparcirla. Y recuerda caras tristes. Y largos silencios.
―Hija mía ―le decía doña Casilda―, tenéis que tener un niño ya. Un varón, para que no se pierda el apellido.
El apellido en cuestión, Zafra, tampoco era nada del otro mundo; no tenía rancio abolengo, ni era sonoro como un apellido compuesto, pero la buena señora le tenía mucho aprecio.
―Siempre ha sido un Zafra el propietario de las tierras que hay desde el camino viejo de Jaén al río.
Vestía el rostro de doña Casilda un perpetuo rictus de pena, como si acabara de quedarse viuda, que Lola achacaba a que, en efecto, era viuda, aunque hacía ya quince años que su marido se había marchado. Rictus que se acentuaba cuando hablaba con Lola, hasta el punto de que con frecuencia las lágrimas humedecían su esclerótica amarillenta.
Su cuñada Petra restaba importancia a las palabras de su madre.
―No tengas prisa por tener hijos, que todavía eres joven. Mírame a mí, que estoy que no puedo con mi alma.
Petra era una mujer cansada, débil de salud y arisca. Tenía una mirada sibilina que incomodaba a Lola, y que la hacía sentirse como una usurpadora.
El caso es que su futura maternidad parecía un asunto de suma importancia en el pueblo. En el mercado, en la fuente, cuando iba a las huertas, cuando paseaba, las mujeres se acercaban a ella y la instaban a que disfrutara de su marido y a quedarse embarazada pronto. Aunque al menos no les importaba tanto como a su suegra que tuviera un varón. En lo que sí se parecían a doña Casilda era en la tristeza que transmitían. En sus ojos brillaba la conmiseración. Le acariciaban las manos y las mejillas cuando le regalaban sus consejos.

―Lo saben todos. Lo saben todos y ninguno hace nada para impedirlo ni me cuenta nada. ¡Malnacidos! ―se dice Lola entre dientes, enrabietada.
Se sabe cerca de la casita chica. Ha ido muchas veces, pero ninguna de noche. No obstante, confía en no perderse. La luna vela por ella colgada del cielo. Respira profundamente. Tiene miedo: no sabe si sabrá manejar el hacha, nunca lo ha hecho y además tiene las manos heridas.

―¿Qué hay en mí que tanta pena le da a tu madre y a las comadres del pueblo? ―preguntó un día a Petra. O más bien, le arrojó la pregunta a la cara.
―¿Pena?
―Sí, pena. ¡Una pena negra como el carbón! Que me tratan como si estuviera tísica, como si fuera a morirme mañana.
―Serán imaginaciones tuyas.
―No son imaginaciones. Cada vez que hablo con tu madre, está a punto de echarse a llorar.
―Eso son cosas suyas, no se las tengas en cuenta.
―Y también son cosas de las vecinas, ¿no?
―¿Qué pasa con las vecinas?
―Que también me tienen pena. Me tratan como a una huerfanita. Eso es lo que pasa.
―Niña, ya te lo he dicho, serán imaginaciones tuyas.
―¿Y por qué me siento observada cuando salgo a la calle? Todas me miran de reojo y cuchichean. ¿Eso también me lo imagino?
―Eso lo hacen porque eres la forastera.
―Llevo ya un año y medio viviendo en el pueblo.
―Da igual. Siempre serás la forastera.
En eso tenía razón su cuñada, seguía siendo la forastera.
Fue el tiempo quien respondió a las preguntas de Lola. Un año después de la boda, Antonio empezó a cambiar. Al principio dejó de buscarla por las noches. Ya no quería sexo, y hasta se revolvía si Lola le hacía arrumacos. Poco a poco se volvió taciturno. Rehuía a todos, y dejó de salir a la calle. Sobre la casa familiar cayó un velo negro de silencio. A partir de esos momentos, todo fueron rostros de preocupación y también de resignación, como si la familia llevara tiempo esperando esta metamorfosis. Aparecieron los cuchicheos y los ojos llorosos, y también las súplicas:
―Antonio, vete. Vete lejos si lo necesitas. No pienses. Vete ―le decía su madre.
Pero Antonio no escuchó ninguna de estas súplicas.
Un buen día Lola, desesperada porque nadie rompía el negro silencio que la rodeaba, acudió al párroco en busca de respuestas y consejo. Don Hilario le recomendó que rezase mucho y confiase en Dios.
―¿Por qué tengo que confiar, padre? ¿Qué ocurre?
No preguntes, hija. Sí pregunto, padre, porque soy la única que ignora algo que al parecer todo el mundo en este pueblo sabe. Algo relacionado con Antonio.

Lola llega por fin a la casita chica. Desde allí no tiene pérdida llegar al olivo viejo.
La silueta del centenario árbol es inconfundible. Es el más grande. De día parece un titán sosteniendo un orbe de color verde plateado. Ahora es una voluminosa sombra sobre la que llueven fotones de plata que parecen quedarse flotando a su alrededor. Lola corre hacia la gigantesca silueta negra y cuando llega al pie del árbol arremete contra su tronco con el hacha al tiempo que profiere un grito que le infunde valor y fuerza.

―Hija mía, tu Antonio va a morir si Dios no lo remedia.
―¿Qué? ¿Por qué?
―Le ocurrió lo mismo a su tatarabuelo, a su bisabuelo, a su abuelo y a su padre antes de cumplir los veinticinco.
―¿Qué? ¿Qué les ocurrió? ―gritó Lola fuera de sí, hinchados y llorosos los ojos, zarandeando al sacerdote.
―Se ahorcaron en el olivo viejo.
Don Hilario explicó a Lola que en la comarca muchos hombres habían acabado con su vida ahorcándose de un olivo. Miembros de la misma familia se colgaban del mismo olivo generación tras generación. Y nadie sabía por qué. Se trataba de una maldición del demonio.
―Aquí todos nos conocemos. Cualquier mujer de la comarca sabía que casarse con Antonio equivalía a quedarse viuda para los restos.
Lola lloraba desconsoladamente cubriéndose la cara con las manos.
―Por eso me miraban así, por eso me miraban así… ―dijo hipando.
El sacerdote trató de consolarla abrazándola.
―Ven aquí, hija mía.
―¡Déjeme padre! ¡Déjeme!
Muerto el perro, se acabó la rabia, pensó Lola tras abandonar la iglesia. El olivo viejo formaba parte de la maldición de su familia política, de modo que si lo talaba, quizá acabara con ella.
Cuando regresó a casa después de hablar con don Hilario resultaba evidente que había llorado. Evitó el trato con la familia y subió a su habitación muy temprano, no sin antes haberse asegurado de dónde estaba el hacha de cortar leña. Antonio ni siquiera le preguntó qué le ocurría.
Entrada la madrugada, se levantó y se vistió en silencio. Bajó al corral y hacha en mano, salió a la calle.

La madera del olivo viejo es muy dura, y para abarcar su circunferencia hacen falta al menos tres hombres. Pero a Lola no le importa, ella continúa golpeando el tronco una y otra vez. Cada vez que clava el hacha le vibra el cuerpo entero. Tiene la respiración entrecortada.
Pero talar el olivo es un trabajo a la altura de un Hércules. Tras media hora clavando el hacha en el tronco, apenas puede levantarla, y no ha conseguido más que abrir una brecha en la que cabe su mano.
Desesperada, Lola se derrumba sobre la tierra y se echa a llorar.

Al amanecer, dos de los braceros de Antonio encontraron a Lola sin vida al pie del olivo viejo. Había muerto de pena y de rabia. Tenía las uñas rotas y astillas de madera clavadas en sus dedos ensangrentados, y tierra pegada a su rostro y hasta dentro de sus ojos. Fue enterrada esa misma tarde, bajo un cielo negro como la tinta y con un viento impetuoso azotando en los rostros de quienes habían acudido a darle el último adiós. Una vez cayó la noche, se desató una tormenta como pocos recordaban en toda la comarca. Truenos tan ensordecedores que parecía que estaban chocando entre sí nubes de plomo, relámpagos que tornaban la noche en día y rayos tan cegadores y certeros que ni en el interior de sus casas los vecinos se sentían seguros. Uno de estos rayos partió el olivo viejo. Desde entonces, ningún miembro de los Negros ha vuelto a ahorcarse.

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