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116. Historia de familia

Lucía Zamora García

 

Todas las familias tienen historias. Historias de muchos, historias de pocos, historias tan dolorosas que se guardan por siempre en soledad silenciosa, historias tan esperanzadoras, tan increíbles, tan cómicas que se cuentan hasta al camarero del bar. Mi familia no era diferente.
Como muchas familias, nuestras historias eran bastante cotidianas y banales. Por ejemplo, la historia de cómo mi primo se cayó al río y perdió los pantalones, la historia del día que me tragué un diente de leche de pequeño y lloré durante horas porque pensaba que no iba venir el ratoncito Pérez. Ese tipo de historias, historias graciosas, cotidianas, de tiempos inocentes y sencillos. Sin embargo, un día durante un atardecer sentado en el porche de mi abuelo, este me dijo:
Algún día tendrás una historia que contar que nos cambiará a todos.
Y como siempre, no se equivocó.
Mi abuelo vivía en un pueblo de Jaén, un pueblo de estos con más campo que casas y más alegría que aburrimiento. Allí la vocación era trabajar y cuidar la tierra. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo para que cada persona del pueblo se dedicase a un producto: uno el pan, otro la leche, otro el vino, otro la carne… El producto y tesoro de mi abuelo era el olivo. Tras la bonita casa que para mí era un palacio de color blanco, estaba el olivar de mi abuelo.
Cuando era pequeño, para mí las hileras de olivos me parecían infinitas. Me gustaba pensar que si caminaba y llegaba al final, llegaría al final del mundo. Cuando crecí, aprendí que al final de las hileras de olivos no estaba el fin del mundo sino el principio de la vida. Conocí lo que era vivir en los momentos que pasé con mis abuelos entre olivos. Sólo con mirarles comprendía la belleza de amar y amarse, de compartir vida y recibirla. El ecosistema creado por la mera presencia de ambos era un refugio para mí. Un refugio lejos del ruido de mi casa, de la presión del colegio, del caos de mi cabeza. Allí, en ese palacio protegido y arropado por hileras de árboles frondosos, verdes y vivos, yo era feliz. Mi abuelo me decía cada vez que yo le hablaba de esto que la tierra era mi origen, que es parte de mi sangre y por eso solo me siento en casa cuando estoy realmente cerca de ella. Mi abuela, por ejemplo, encontró su hogar entre olivos, y ese hogar era mi abuelo. Y mi abuelo, en el casi hogar que el campo de olivos de su padre era, encontró el verdadero hogar que siempre había querido tener: mi abuela. Ambos siempre hablaban con orgullo y agradecimiento de lo que aquellos olivos les habían dado: el más rico y dorado aceite hasta en tiempos difíciles, la fresca sombra de los árboles en los días más calurosos, la compañía de todos aquellos que recogían el olivo y el más pleno agradecimiento genuino a todos aquellos que compraban su aceite.
La vida de mi familia, sobre todo la mía, giraba en torno al campo de olivos de mis abuelos. Todas las celebraciones se llevaban a cabo allí, todas las historias sucedieron en esas hileras infinitas de verde cálido. Todas, incluso la muerte de mi abuela.
Nadie lo vio venir. No hubo enfermedad, ni señal, ni aviso. Simplemente un buen día, mi abuela se fue. Y con ella también se fue la magia de los olivos de mi familia. De pronto la calidez y luz de sus hojas y troncos se volvieron frías y saturadas. Las hileras en vez de llevar al principio de la vida parecían no llegar a ninguna parte. Mi abuelo me confesó el día del entierro que mi abuela sabía que iba a morir, que aquella mañana que se levantó y la miró había una serenidad en su mirada, una luz en su rostro, una paz en su cuerpo mientras se dirigió hacia los olivos en lugar de hacia la cocina, y entre estos desapareció. Mi madre al volver a casa me dijo que esa era una historia creada por mi abuelo para colorear el dolor. Mi abuela
no había sido “absorbida» ni llamada por los olivos, simplemente se apagó, del mismo modo que se apagaron los olivos cuando ella nos dejó.
Mi abuelo dejó de hacer aceite. Ya no tenía razón para hacerlo. Un hogar no puede ser un hogar si este está vacío y el hogar de mi abuelo se había ido y se había llevado todo con él. Mi madre y sus hermanos fueron los únicos que lo visitaron los primeros meses. Según me contaba, se pasaba los días en el campo, haciendo nadie sabe qué. Pronto las visitas acabaron y todos siguieron con sus vidas lejos de la tierra que nos había dado la vida. Yo apenas podía dormir. Aquello que había sido la alegría de mis fines de semana y de mis veranos, el único sitio en el mundo donde yo me sentía seguro y querido había sido cortado de raíz y tirado lejos de mí.
No fue hasta muchos meses después que el teléfono sonó y la voz de mi abuelo me recibió desde el otro lado.
Ven a casa -me dijo-. Sólo tú tienes que verla.
No necesité nada más. Tras una breve interrogación acerca de la supuesta fiesta de pijamas que iba a tener en casa de mi amigo, me subí al autobús rumbo al pueblo. Al bajarme de este empecé a correr a casa. No le había dicho cuándo iba a ir o ni siquiera si iba a hacerlo, y sin embargo, mi abuelo estaba esperándome en la puerta. Tanto él como mi abuela siempre parecían saber dónde y cuándo tenían que estar, qué necesitaban los demás y qué sentían, incluso cuando ni nosotros lo sabíamos. Esta era una de las muchas cosas que me fascinaban de mis abuelos. Ellos eran mucho más de lo que todos nosotros éramos.
Mi abuelo estaba vestido como la última vez que lo ví con mi abuela: un peto con manchas imborrables, su camisa blanca de los domingos y su inconfundible gorra. No duré ni un segundo sin llorar. Por un momento, cuando alcancé a mi abuelo y lo tuve entre mis brazos otra vez más, parecía que todo era como antes. Una parte de mí, incluso, esperaba ver a mi abuela asomarse desde el porche para ver las pintas con las que venía a casa. Como casualmente decía mi abuela: soñar es gratis y la vida es cara, así que mejor soñar cuando no se tenga ganas de vivir.
Abuela, deberías haber soñado en lugar de irte.
Pensé que mi abuelo estaría descuidado, también incluso enfermizo; sin embargo, estaba tan sano y reluciente como siempre. Había una extraña serenidad en él, una calma que me dejó sin palabras.
Acompáñame.
Incluso su voz sonaba demasiado serena.
Mi abuelo me agarró de la mano y me condujo hacia el olivar. Los olivos volvían a estar vivos y fuertes, la vida parecía haber vuelto. Sin embargo, había algo más. Delante de todos ellos, había un pequeño olivo aún no crecido del todo. A pesar de ser pequeño, parecía tener una vitalidad que los otros mayores no tenían.
Este es el olivo de tu abuela -me dijo-. Aquí está ella.
Y lo creí. Sólo mi abuelo podría traer de vuelta a mi abuela en forma de lo que más ha querido en su vida aparte de él, sólo él podría hacer vida de la muerte.
Aquel día volví a sentir a mis abuelos, a pesar de que sólo veía a uno. Caminamos por las hileras de tierra y recogimos durante horas. Cuando cayó la noche, mi abuelo preparó la cena, regó cuidadosamente al pequeño olivo y nos recostamos en el porche.
Hay historias que no acaban, Juan. Historias que hay que creer con el corazón aunque nuestros ojos no vean. Sólo así podemos desear vivir.
Una semana después, la historia de mi abuelo se acabó. Nadie sabía con certeza cuál fue la causa del incendio, todos tenían teorías pero nadie respuestas. No se encontró el cuerpo de mi abuelo ni ningún rastro de él. Tanto la casa como los olivos se quemaron; todo, menos el pequeño olivo. Parecía un milagro, un milagro que los adultos de mi familia intentaron de todas las formas posibles taparlo con la razón. Todo el mundo creía que mi abuelo había muerto en aquel incendio. Algunos pensaban, incluso, que había desaparecido. Sin embargo, yo sabía que aquel incendio no había sido el final de mi abuelo, sino un nuevo principio, y este principio lo había tomado con mi abuela. Siempre había pensado que mis abuelos estaban destinados a estar juntos, y al final, contra toda ley natural, ni la muerte los pudo separar.
Cuidé ese olivo durante años, y este se convirtió en el olivo más hermoso que había visto en mi vida. El aceite que conseguimos de él era oro líquido, un chute de vida dulce que nos traía a todos de vuelta y que nos hacía parar a recordar que es realmente la vida.
Todas las familias tienen historias y hay historias que nunca acaban. La historia de mis abuelos y sus olivos nunca tendrá fin, y, gracias a esta, siempre tendré ganas de vivir.

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